Dones mágicos

H. Sábat

UN CLON DE Bix no resultaría plausible. Se repetirían las borracheras, las incertidumbres familiares, las sorpresas ante una familia que adjudicaba a la seguridad económica un valor que el arte supuestamente no garantiza. Pero nadie podría salvar una soledad que ni sus amigos íntimos lograron cubrir. Ser testigos o voyeurs de sus mejores grabaciones (Singin’the Blues, Sorry, Clementine, Three Blind Mice), no mejora la situación; deberíamos haber sido, por lo menos, testigos incómodos. Ni hablar de las grabaciones atribuidas. Alguien dijo que esa búsqueda es similar al hallazgo de la loción ideal para la recuperación capilar.

Clones aparte, durante décadas se han tratado de imitar, sin suerte, sus colosales solos, en la dudosa creencia que podrían desarrollar otras virtudes. El propio Richard Gere insistió —y logró— grabar Singin’the Blues durante la filmación de Cotton Club. Sí. Tocó las notas, una por una, igual que Rex Stewart, Bobby Hackett o el propio Jimmy Mc Partland, que ofrecía, al que quisiera pagarla, una grabación de 1935 por 1500 dólares. Más o menos como los copistas que en el Museo del Prado pintan la Maja Desnuda de Goya y pretenden que los visitantes observen su versión y no el original.

Bix no fue un santo en vida y ha devenido, para algunos, una suerte de santón, lo cual es una pena. Vivió 28 años y algunos meses, y no tuvo tiempo para defenderse ante los abusos que llegarían post mortem. Sus biógrafos, sin argumentos para explicar el origen de su romántico genio musical, lograron armar otra novela policial donde la víctima y el acusado son el propio Bix. El final, digno de algún culebrón, es previsible: durante un ataque de delirium tremens, el gran cornetista, antes de morir, cree ser atacado por mexicanos que están escondidos debajo de su cama.

La insistencia en explicar motivaciones aleja la satisfacción interminable de escuchar esas joyas rescatadas por grabaciones, muchas veces deficientes, pero no exijamos demasiado, porque tampoco conocemos grabaciones de Mozart, aunque sí está escrito, pero no demostrado que el voluminoso Paul Whiteman haya sido el Salieri de Bix. Es probable que la inmadurez de Bix para equilibrar indiferencias paternas y asumir sus propios grupos, haya multiplicado una sed que calmaría con alcoholes, en el mejor de los casos, dudosos. Potenciar sus intuiciones es un ejercicio irrelevante. Lo que nos queda es seguir escuchando sus discos y confirmar que poseía dones mágicos. Los que tocaban a su lado mejoraban y quienes insistimos en escucharlo, también. l

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