Tras los 200 años del escritor ruso
Para el traductor Ariel González las ideas del ruso siguen repicando como una advertencia de algo muy grave. Los antivacunas son un síntoma.
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Memorias del Subsuelo es el libro en donde por primera vez se despliega la conciencia moderna” dirá Alejandro Ariel González (Buenos Aires, 1973) el mediodía de un sábado de noviembre, 200 años después del nacimiento de Fiódor Dostoievski en el Hospital de Pobres de Moscú. Estamos en una zona que la gente llama “Tierra de Dios”, no por guardar alguna reliquia religiosa sino por sacralizar el paso de un joven Diego Maradona por el club Argentinos Juniors. Estamos en La Paternal y quien ha traducido por primera vez a Dostoievski al español en Latinoamérica está hecho de esta psicogeografía, tanto como de aquella lejana en la que terminó viviendo ocho años. González perfeccionó el idioma ruso en Petrozavodsk pero sus años en San Petersburgo le dieron una comprensión mucho más profunda sobre las ideas que el escritor desplegaba en sus novelas. Sus traducciones de El Doble (Eterna Cadencia) y Memorias del Subsuelo (Colihue) lo hicieron quedarse en 2020 con el premio Guerrero de Oro otorgado por el Foro Eslavo de las Artes. Nada de esto hubiera sido posible sin ese ejemplar de Crimen y Castigo traducido en Barcelona al que llegó por accidente en su pasión adolescente por los policiales. “Estaba deslumbrado por Agatha Christie y pensé que con ese nombre era un policial más. Y fue conmocionante. La leí con ojos de 14 años, claro, sin entender la profundidad filosófica que tenía. Pero noté las diferencias. Hubo algo más y es que la lectura de Dostoievski me resultó más íntima que las novelas inglesas”, explica.
—¿Por qué?
—Este barrio era bien distinto en los 70. Mi familia vivía en un PH, al fondo, en una casa muy pequeña. Adelante, una pareja de italianos escapados de la II Guerra Mundial; a la izquierda teníamos otra pareja, sin hijos, de un ucraniano con una lituana que vivieron hasta los cien años. En otro de los departamentos vivía una pareja judía casi indigente, lo cual era una rareza en Buenos Aires porque la comunidad fue por lo general muy próspera. Todo un mundo muy dostoievskiano en miniatura. El mundo social de Crimen y Castigo no me era en absoluto ajeno.
—Como bien explica Marshall Berman (Todo lo sólido se desvanece en el aire), la rusa, como la nuestra, es la modernidad del subdesarrollo.
—Exacto. Mi experiencia de un cosmopolitismo pobre era muy similar al mundo de Rascolnikov. Sentí una profunda afinidad.
—¿Qué podemos contar de aquella edición que te deslumbró de adolescente?
—Era una edición del Círculo de Lectores porque mi madre era abonada y se lo rescaté a ella de una biblioteca. Aún la tengo.
Desde el francés
—¿Cómo entró, y cómo se fue leyendo Dostoievski acá en el Río de la Plata?
—Sabemos que Roberto Arlt lo leía pero eran ediciones mediadas por la lingua franca de las traducciones que era el francés y la edición vía España. Lo que leía Roberto Arlt era lo que se publicaba allá, luego distribuido en América Latina. Durante mucho tiempo se traducía desde el francés. Recién en los años 30 los rusos empiezan a ser traducidos al español directamente, claro que sin los criterios actuales de lo que una traducción debe ser.
—¿En el siglo XIX se lo había leído acá?
—No, para nada. Excepto el cuento “La centenaria” en 1890 y la novela Memorias de la casa muerta un año después, Dostoievski no fue traducido al castellano en el siglo XIX y apenas si fue leído en Occidente hasta después de su muerte. En vida, lo único que se tradujo de él fue una parte de Memorias de la casa muerta al alemán. El boom empieza a fines del XIX y principios del XX en Francia, Inglaterra y Alemania. Borges lo leyó del inglés en la traducción de Constance Garnett, que tenía problemas estilísticos serios. Nabokov era muy crítico de ella, decía que hacía sonar a todos los personajes igual, ya fueran de Tolstoi o de Dostoievski.
—¿Fue malinterpretado?
—No sé si malinterpretado… Hay que separar la interpretación ideológica de los problemas textológicos. Lo que digo es que no se tenía el cuidado de ver qué estaba haciendo él con la lengua rusa y ver cómo volcarlo a la castellana. Había menos reparos con el estilo. Era un Dostoievski que te daba una puerta de acceso pero nada más: en esas traducciones se perdía mucho.
—¿Cuándo lo leíste por primera vez en ruso?
—A eso de los 25 años, cuando terminé mis estudios en el idioma. Y fue muy de a poco, con un diccionario siempre al lado, transpirando. No disfrutaba tanto del texto porque estaba concentrado en descifrarlo.
—¿Apareció otro universo en esa lectura directa?
—No sé si otro universo pero sí aparecen cosas que la traducción omitía o no mostraba en forma clara. Cuestiones de ritmo, de colorido, de carácter coloquial de la lengua. Cierto humor e ironía que no estaban en lo que yo había leído. En ese momento no me había propuesto traducirlo. La posibilidad apareció después de que traduje a un autor ruso de ciencias sociales llamado Vigotski. Ahí me propuse lo de Memorias del Subsuelo porque era un libro que tenía muy trabajado.
—¿En qué castellano está traducida tu versión? ¿En el del Río de la Plata?
—No, en el neutro.
—De pronto aparece la palabra “cagón”. Parece un giro muy rioplatense…
—Mi traducción fue pensada en un lector iberoamericano. No pongo a los autores a vosear o cosas así. El “tú” está enteramente incorporado en esta parte de la región. Mucho más en la lectura. Y mucho más en Uruguay que en Argentina. Rusos hablando de “vos” en el siglo XIX hubiera sido raro…
—Eso no, pero aun así el texto vibra muy desde esta parte del mundo. ¿No te parece?
—Sí, es posible. Eso está dado por la prosodia. Tomada la decisión de no vosear ni usar argentinismos, creo que “cagón” es una palabra que se entiende en todo el continente. Después, el español que a mí me sale es el del Río de la Plata. Es ese ritmo. No otro.
—La traducción, esta traducción, en todo caso enfatiza la contemporaneidad absoluta del texto. Toda la primera parte pasa por una especie de stand up…
—Hay un estado de la lengua que escapa a uno. Eso se debe tanto a la fuerza del texto original como a que la traducción se haya realizado aquí en estos tiempos. Arcaizarlo porque fue escrito en el siglo XIX hubiera sido tan dañino para el texto como aggiornarlo a la época. El asunto es que Memorias del Subsuelo es una novela que va al hueso del pensamiento moderno. En eso, Dostoievski no pudo ir más allá en ninguna de sus novelas posteriores. Dostoievski es menos interesante cuando busca respuestas, como en Crimen y Castigo. Proselitista, cristiano, la idea de que hay una salida. Y yo no me identifico con esa salida.
Dios ha muerto
—Cuando se refiere al Palacio de Cristal es como si estuviera hablando hoy de Silicon Valley y los algoritmos, ¿no?
—Es que en esta novela Dostoievski fue al fondo de la crisis y la tragedia que representa la modernidad. Su pregunta fundamental es: ¿Cómo vamos a vivir sin instancias sagradas? Sus personajes vieron el “Dios ha muerto” antes que Nietzsche. Más que verlo, lo dramatizan. El problema que tiene el hombre del subsuelo (que no es Dostoievski como sí se malinterpretó, sino un personaje) sigue siendo nuestro problema. No es casual que la película Taxi Driver haya salido de esta novela.
—¿Cómo es eso?
—Scorsese quiso adaptarla cuando era muy joven. Estaba obsesionado con hacerlo y se lo comentó a Paul Schrader que ya tenía casi listo el guión de lo que sería la película. Si uno ve Taxi Driver después de leer Memorias del Subsuelo encuentra citas por todas partes. No es una adaptación. Sino que traslada el conflicto a la Nueva York de los 70. Y ahí el paria no es un estudiante pobre sino un taxista veterano de Vietnam que no puede relacionarse con nadie. El monólogo de Memorias del Subsuelo se traslada al uso de la voz en off de Travis, el personaje de De Niro. Una añoranza de la divinidad que ya es irrecuperable. Dostoievski fue el primer escritor que lo vio. “Dostoievski sabe más de nosotros que nosotros de él” ha dicho Guillermo Saccomano y suscribo absolutamente sus palabras.
—En las primeras traducciones, ¿qué se perdía de todo esto que estás explicando?
—Hubo descuidos textológicos severos. No se incluían las notas al pie del autor, lo que hizo que la crítica le atribuyera al mismo Dostoievski las palabras del hombre del subsuelo. Dostoievski no es sencillo de leer: exige un lector maduro.
—Y además hay un detalle interesante en esta traducción y es que se incluyen las notas al pie de la edición rusa. Es importante porque las referencias de Dostoievski a Gogol y Chernyshevski son constantes…
—Para Dostoievski la literatura era parte de la realidad. Entonces los libros de Gogol le sirven para apalancar su discurso. No es que lo copia sino que incluye esas discusiones con otros autores dentro de la narrativa. Lo que podría haber sido un ensayo termina mezclado en la novela.
—¡Eso es muy contemporáneo!
—Quizás Joyce aportó otra experimentación pero el último gran avance de la novela fue el de Dostoievski, porque seguimos envueltos en esos conflictos.
—¿Cómo lo leyó la Unión Soviética?
—De manera diversa pero la bestia negra era la novela Los Demonios, un panfleto antirrevolucionario, y no es que los bolcheviques la hubieran prohibido pero sí se restringía su circulación. Lenin lo detestaba como un pequeño burgués masoquista. Gorki reconoció su grandeza pero el Congreso de Escritores de 1934, donde se funda el realismo, lo expuso como un reaccionario patológico.
—¿No fue rehabilitado?
—Siempre se publicó, de todos modos, y tras la muerte de Stalin hacia los años 60 empieza una escuela sólida de lectura de Dostoievski. Se hacía desde una estructura sociológica y bajo la lupa marxista-leninista. Nadie quemó sus libros y de hecho la edición de la obra completa de Dostoievski en treinta tomos se hizo durante los últimos veinte años soviéticos. Lo pusieron a la sombra pero eso ya fue superado.
—¿Qué dicen sus textos de la sociedad rusa actual?
—En este bicentenario los rusos discutieron mucho sobre la actualidad de Dostoievski. Y hay distintas respuestas. Con la caída de la Unión Soviética se hace una reapropiación de Dostoievski a partir de la lectura religiosa. En buena parte porque la religión había estado encorsetada. Era interesante encontrar los subtextos bíblicos en sus libros pero, de ahí a tomarlo como catequesis… Se llegó a decir que para leerlo había que ser ruso y ortodoxo. Un disparate. Como si para leer a Borges hubiera que ser porteño, oligarca y laico. Su mirada sobre la religión es mucho más compleja. En todo caso su gran pregunta en Memorias del Subsuelo es qué le pone límites al egoísmo humano. ¿Qué pasa si nada es sagrado? Solo queda la voluntad de poder…
—Por momentos podría interpretarse como una crítica al neoliberalismo pero al mismo tiempo a la mecanización comunista…
—Eso es lo que él ve en Apuntes de Invierno, que el socialismo es un vástago del liberalismo. Lev Shestov, a quien estoy ahora traduciendo para España, fue un filósofo muy influyente para los existencialistas que encontró en Dostoievski una herramienta para discutir la ética triunfante, la protestante. Decía Shestov de Dostoievski que en la medida en que el hombre pierde contacto con aquello que lo supera, lo sagrado, se animaliza. Esto encierra para mí el mayor concepto que hay que entender de Dostoievski: la responsabilidad.
—¿Qué quiere decir?
—Cuántas canciones, novelas e himnos hay dedicadas al amor y la libertad. ¿Quién le escribió alguna vez a la responsabilidad? Los Hermanos Karamazov es un libro sobre la responsabilidad. Ese es el problema del hombre del subsuelo, no es capaz de responder. Ese sigue siendo el drama. Ahí están los anti-vacunas, por ejemplo. En la propia Rusia, dos tercios que no se quieren vacunar. Son los resultados de treinta años de individualismo. Autoafirmarse en la no respuesta. Ese “ellos son todos y yo soy yo” del hombre del subsuelo sigue repicando.
—¿Por qué cree que el Foro Eslavo de las Artes le dio el premio?
—No lo sé. Creo que forma parte de una política cultural acertada de Rusia y de su soft war con Occidente. Y creo que está bien que así sea.