Andrea Blanqué
LAS CRÓNICAS Y ENSAYOS de Eca de Queirós recopilados póstumamente (en 1905 y 1907) siguen plenos de actualidad a pesar del tiempo transcurrido. También actual es el estilo, que mezcla la observación personal, la noticia de prensa, el chiste o el rumor, o el desmenuzamiento lento de un tema o una idea cuando el autor lo continuaba a través de varias entregas. Porque todos estos textos fueron publicados en las páginas del diario de Río de Janeiro Gazeta de Notícias, en dos grupos: Cartas de Inglaterra, enviadas entre 1880 y 1882, mientras era cónsul en Bristol; y Desde París (crónicas y ensayos 1893-1897), ciudad en la que fue cónsul desde 1889 hasta su muerte en 1900.
IR DE CUERPO. En una mezcla de humor y coquetería disfrazada de subestimación, Queirós definía en una carta su tarea como una paradójica liberación: "necesito hacer crónicas, por higiene intelectual. He adquirido la mala costumbre de leer todas las mañanas montones de periódicos; esa espesa masa de política cae en mi cerebro sin digerir, y su presencia impide el regular movimiento de las facultades artísticas. (...) Necesito purgar la inteligencia de esas heces".
Semejante preámbulo puede provocar el temor del descuido, el caos o hasta la falta de interés. Pero basta empezar a leer para encontrarse con un estilo fluido y lúcido, que en ocasiones (la guerra entre Inglaterra y Egipto en el tomo de Inglaterra, la guerra chino-japonesa o la "teoría Monroe" en el de Francia) continúa a lo largo de decenas de páginas.
Su tarea diplomática lo ponía en contacto con informaciones cruzadas y a su vez le permitía un ángulo particular, por su nacionalidad portuguesa. Es especialmente crítico con los países anglosajones (básicamente Inglaterra y Estados Unidos), a los que ama y disecciona implacablemente con el mismo entusiasmo.
No se priva de las opiniones rápidas y contundentes. "El pueblo irlandés es numeroso, exageradamente prolífico -ni la emigración, ni la muerte ni las epidemias alivian a esta isla demasiado llena", dice. O pronostica sobre los israelíes: "vamos a asistir a una verdadera persecución de los judíos, de las auténticas, de las antiguas, de las manuelinas, cuando se echaban a la misma hoguera a los libros del rabino y el propio rabino", en un eco del reciente El congreso de Praga de Umberto Eco, ubicado en el período justamente en que Queirós escribía sus crónicas.
En el caso de "Los ingleses en Egipto" (más de 60 páginas) define con una imagen el expolio: "Esta reliquia (un antiguo obelisco egipcio) está ahora en Londres, en el terraplén del Támesis, sobre un pedestal de bronce, iluminada por la luz eléctrica, aturdida por el estruendo de los trenes". Después sintetiza la base económica de la guerra por desencadenarse: "ante Egipto, uno de los mayores insolventes de Oriente, las flotas unidas de las dos más altas civilizaciones de Occidente representaban sencillamente la usura en armas".
La agilidad y a veces la profundidad de penetración y profetismo de los textos depende de la elegancia con que el cronista o ensayista usa sucesivamente los trajes de historiador, comentarista, escritor o diplomático que lee todos los diarios por la mañana.
ESCRITORES Y ZARES. Por momentos es imposible no sospechar un dejo de envidia, por ejemplo, en el largo análisis que hace de la exitosa figura de Lord Beaconsfield, cortesano y escritor, a su juicio alguien cuya obra "no basta para dejar huellas en una literatura que tuvo contemporáneos como Dickens, Thackeray o George Eliot". Dueño del arte del remate o cierre de una nota, aquí termina con un rasgo menor, delicioso: lo que no permitía gozar a Lord Beaconsfield de sus numerosos triunfos era "una ridícula contrariedad... ¡nunca pudo hablar bien francés!". Sabemos que de Queirós sí, porque la literatura francesa formó buena parte de sus cimientos de escritor desde la juventud.
En el caso del zar ruso Alejandro III, lo define como el único "autócrata absoluto", y a la vez admirable: "excelente, pacífico, probo y patriota", alguien que "trabaja más que un mujik" en un país difícil. Una vez más lo dice sin pelos en la lengua: "Rusia aún se parece más a un bosque que a una nación, donde los esclavos de la estepa, hirsutos, mudos, cubiertos de pieles, cobijados en chozas, más que hombres parecen bichos". Eso no obsta para que en otra crónica considere a Rusia como el último escudo impenetrable ante una probable invasión futura china.
Entretanto el zar vuelve a aparecer en las "fiestas rusas" de París, donde el cronista considera escasa la inventiva francesa para los adornos callejeros (lo que ve le parece "habitual en cualquier aldea de China"). Agrega luego: "Templar, podar, alisar, pulir... Ésa es la misión de Francia. Éste es un país que si tuviera leones, los cazaría para peinarles la melena, para limarles las garras y para enseñarles a rugir con los métodos del conservatorio".
Rusia, China, incluso Corea, las ansias de rapiña, las tonterías de la farándula (una extensa y memorable burla de los excesos de autopromoción de Sara Bernhardt), la hipocresía política, todo podría figurar, con algunos ajustes, en un diario o una recopilación de artículos de un buen periodista de hoy. A su vez el origen portugués de Eca de Queirós, el modo en que recuerda sus épocas de estudiante rebelde en Coimbra (o en que idealiza la sencillez aldeana en el remate de "A propósito de la teoría de Monroe y el nativismo"), le dan un punto de vista particular.
Lo bueno de estos textos es que no permiten el entusiasmo ideológico fácil. Es cierto que el análisis de un artículo del Times de Londres sobre Brasil capta su poco oculta ambición imperial. O que cuando analiza la "teoría de Monroe" da argumentos para oponer al imperialismo (empezando porque la famosa "América para los americanos" tendría que ser para los indígenas y no para los hijos de los europeos). Pero el mismo entusiasta puede sentir herida su sensibilidad por el filo con que desecha el nativismo: "El nativismo de la América española supone siempre un envidioso sentimiento de mulato, que tiene alma mulata y que ha fracasado".
Es en ese tipo de frases donde el lector, que se ha reído, escandalizado, aprendido y admirado, recuerda que nos separa de esas palabras más de un siglo. Menos sujeto a la época es su tono de ensayista. Por ejemplo cuando desmenuza en "A propósito de Thermidor" el desgaste de una revolución (la francesa), aplicable a revoluciones posteriores. O el teorema que establece en "Las catástrofes y las leyes de la emoción", donde amontona pruebas de que la distancia apaga el shock, el llanto, incluso el mero interés. Menciona la muerte de un mandarín chino por un rayo, lejos, y explica: "No han ondulado hasta nosotros las ondulaciones acústicas o emotivas. Así que, con absoluta placidez, murmuramos: `Ha habido en Pekín un gran trueno y, tiene gracia, ¡un mandarín se ha quemado!". En cambio una rueda de vecinos va oyendo noticias cada vez más cercanas, y se sobresalta cuando oye que Luisa Carneiro, de Bela Vista, a la que conocen, "¡Esta mañana! ¡Se ha roto un pie!", y se ponen en movimiento, conmocionados.
Lo memorable de ambos libros es su carácter doble: están escritos a la vez por un portugués y un europeo que sigue mirando al mundo, por una parte. Y por la otra, por un periodista enterado y culto, a la vez escritor, narrador. Del chispazo entre las mitades surge su carácter fresco, y múltiple en las estrategias para enfocar un tema.
CARTAS DE INGLATERRA y DESDE PARÍS (Crónicas y ensayos 1893-1897), de Eca de Queirós. Acantilado, 2005 y 2010. Barcelona, 195 y 213 págs. Distribuye Gussi.