El Caudillo, de frente y de perfil

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El País

Jorge Abbondanza

BAJO, GORDITO, de voz aflautada y postura marcial, Francisco Franco (1892-1975) fue un caso bastante único entre los dictadores europeos del siglo XX. Se mantuvo en la cumbre del poder mucho más tiempo que Hitler, bastante más que Mussolini y algo más que Stalin, demostrando lo resistente que podía ser un gallego precavido, que calculaba largamente cada paso que daba pero sabía combinar esa cautela con una ambición desmesurada, que fue el combustible para impulsar todos los actos de su vida militar y política. Antes de que lo sepultaran en el panteón faraónico del Valle de los Caídos, Franco creyó que pasaría a la historia como el salvador de la España clerical, falangista y monárquica contra la España revolucionaria, republicana y marxista que sobrevivió entre 1931 y 1936, aunque después fue barrida por los tres años de una guerra civil que perdería en 1939. Pero Franco se equivocó en su pronóstico, porque las últimas generaciones lo recuerdan en cambio como el emblema de un totalitarismo nostálgico y una represión feroz que costó más de cien mil muertos, al margen del medio millón de vidas que se llevó la guerra. Eso no lo detuvo en su misión de limpiar a España "a cualquier precio", como le dijo al periodista norteamericano que lo entrevistaba en 1936. "¿Pero si eso significa fusilar a media España?", preguntó el corresponsal, y Franco respondió "He dicho a cualquier precio". Pagó ese precio, generando en el pueblo una ola de miedo y luego de apatía que le permitió sostenerse en el gobierno durante 36 años y medio desde el fin de la guerra civil. Su régimen tuvo los fogonazos de toda tiranía marcada por un escandaloso empleo de la fuerza, magnetismo un poco siniestro que explica el volumen de la bibliografía sobre el período. En los años 60 ya se habían publicado unos 15.000 libros en torno al franquismo, y ese diluvio ha seguido creciendo hasta hoy.

El distinguido hispanista Paul Preston, nacido en Liverpool en 1946, vivió en la España del Caudillo y ha escrito una decena de libros sobre la evolución de ese país antes, durante y después de la dictadura. Uno de ellos es la reedición abreviada de un trabajo de 1986, se titula La guerra civil española y ofrece una visión muy erudita y equilibrada de lo que fueron aquellos bandos embarcados en el conflicto, donde hubo una carnicería en los campos de batalla pero también un reguero de asesinatos a sangre fría cometidos por ambas partes, que dan la medida de los odios largamente cultivados y del enardecimiento con que chocaron las dos Españas. Una ferocidad de costo aterrador que en cierta forma explica el posterior sometimiento colectivo a la gestión del déspota, cifrado en que nadie quería repetir los espantos de la guerra. Los 32 meses de ese conflicto habían sido para las fuerzas italianas y alemanas que participaron junto a Franco, un ensayo general de la guerra mundial que comenzaría a continuación. Permitieron asimismo que Inglaterra y Francia se lavaran las manos sin prestar otro apoyo a la República que el auxilio voluntario de las Brigadas Internacionales, y dieron al stalinismo la posibilidad de lustrar sus credenciales antifascistas, mientras empujaban a cientos de miles de españoles hacia un exilio que en muchos casos fue sin retorno. El otro libro de Preston es más abultado y se llama Franco, el gran manipulador. Allí el retrato protagónico está trazado con un distanciamiento que es característico de los historiadores ingleses y que junto a la sagacidad de sus observaciones no excluye un afilado conocimiento de la mentalidad ibérica y tampoco una ironía flotante para registrar las relaciones de su personaje con colegas, parientes, rivales, príncipes, sirvientes, prelados y dignatarios extranjeros.

CUESTA ARRIBA. A pesar del aplastante poder que ejercía Franco, no todo el mundo le temía o lo respetaba. El aristocrático general Queipo de Llano lo apodaba en privado "Paca la culona", aludiendo no sólo a la redondez anatómica del dictador sino también a su categoría profesional, porque ese coetáneo lo consideraba un general mediocre y un trepador que en su juventud había sido también muy cargoso para solicitar favores. El propio Hitler, luego del único encuentro que mantuvo con Franco en Hendaya a fines de octubre de 1940, confesó a Mussolini que "antes de volver a hablar con ese hombre preferiría que me arrancaran tres o cuatro dientes". Cuando se revisan los actos decisivos de la trayectoria de Franco con el detenimiento, la información torrencial y la mesura con que lo hace Preston, el personaje va dibujándose como un formidable calculador, un individuo siempre desconfiado y a menudo impenetrable, capaz de sacar provecho de todas las actitudes ajenas para afianzar astutamente las propias, y con tendencia a dudar mucho antes de comprometerse en lo que fuera, aunque eso demorara sus resoluciones o iniciativas, incluso en plena guerra. Los dividendos que obtuvo de su estrategia fueron espectaculares. Por ello Franco, que no encabezaba el alzamiento militar contra la República emprendido en julio de 1936 -al frente del cual estaban los generales Sanjurjo y Mola- avanzó habilidosamente entre sus posibles competidores hasta convertirse ese mismo año en Generalísimo de los ejércitos sublevados y en Jefe del Estado de la zona rebelde, rangos que ya no perdería hasta su muerte en noviembre de 1975.

En unas cuantas cosas tuvo simplemente buena suerte, porque Sanjurjo y Mola murieron en accidentes de aviación despejándole el camino hacia la cima, y más adelante, cuando el Eje nazifascista se desmoronó y su aliada España quedó en situación embarazosa frente a las potencias occidentales, la Guerra Fría se encargó de convertir a Franco en una pieza geopolítica valiosa, aprovechada por Eisenhower con un tratado que salpicó la península de bases militares norteamericanas pero la salvó del atraso y el hambre. Armado de una paciencia y una determinación inconmovibles, el Caudillo supo esperar hasta que los grandes le tendieran finalmente la mano. "No sé si hay más libertad en la Rusia de Stalin o en la España de Franco, pero no pienso pelearme con ninguno de los dos", diría Churchill a comienzos de los 50. En más de un sentido, Franco contó también con las simpatías de grupos conservadores en países que lo miraban de reojo, como Francia. Acogió en 1947 los inmensos embarques de granos enviados por quien Preston califica como "Perón, el dictador argentino" y dispuso desde luego del apoyo entusiasta del Vaticano regido por Pío XII, como vértice de esa Iglesia que desde un comienzo calificó la lucha del bando franquista como una Cruzada contra el anticristo, es decir los rojos.

Con admirable precisión, cada uno de los gestos adoptados por Franco parecía medido para alimentar un mito personal que la propaganda del régimen comparaba con los grandes monarcas del pasado (Carlos V, Felipe II) y se complacía en igualar con el Cid Campeador, cuyas proezas reconquistadoras equiparaba con las victorias militares del Caudillo. A través de la prensa, los afiches, la radio, los noticieros cinematográficos y luego la televisión, ese aparato nunca soltó el pedal de la adulación, hasta que Franco terminó sinceramente convencido de su grandeza y de la misión providencial de su gobierno. Había menos fulgor en la tenacidad con que se vengó de los opositores, porque hasta octubre de 1975 -cuando ya se encontraba en su pendiente final- siguió firmando sentencias de muerte contra presos políticos. Un instinto casi infalible para moverse en aguas no siempre favorables, le permitió superar discordias en su propio circuito de colaboradores, desviar la mirada para tolerar brotes de corrupción en su burocracia, amansar a los desconformes, premiar con aumentos de sueldo, ascensos o títulos nobiliarios a quienes lo cuestionaban y convencer a mucha gente, dentro y fuera de España, de que ciertas mentiras divulgadas por su régimen eran verdades. Mentiras como que él había sido en su momento el general más joven de toda Europa, que veneraba la memoria de José Antonio Primo de Rivera -fundador de la Falange- cuando lo cierto es que favoreció su fusilamiento a manos de la República como reflejo de la antipatía que le despertaba, o que había elegido voluntariamente permanecer neutral durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque en realidad lo único que le impidió sumarse a la lucha junto al Tercer Reich fue la postración militar y la ruina económica en que había quedado España luego de su conflicto interno, sin olvidar que se exaltaba como autor del milagro económico español de los años 60, una recuperación de la que fueron responsables los tecnócratas en quienes (a regañadientes) depositó el timón en la etapa final de su gobierno. Y así fue remolcado su mito, permitiéndole presidir un ceremonial en el que se confundía con los gloriosos reyes de los siglos de oro, entraba a las catedrales bajo palio y recibía a los embajadores en la sala del trono del Palacio de Oriente, aunque se limitaba a mantenerse de pie junto a ese sillón vacío.

EN LA CUMBRE. Con una destreza casi magistral, nada ajena quizás a sus capacidades militares, Franco supo manipular a las corrientes monárquicas y al pretendiente Don Juan, conde de Barcelona, postergando sus aspiraciones con una ambigüedad de la que Maquiavelo podría haber extraído un par de lecciones. En 1947 logró que se aprobara en plebiscito la Ley de Sucesión que declaraba a España como un reino con trono vacante -y a él como regente vitalicio- mientras tomaba a Juan Carlos bajo su tutela para convertirlo luego en Príncipe de España (y no de Asturias) cortando así con una tradición de monarquía constitucional y tratando de inaugurar para el futuro una corona autoritaria que se mantuviera fiel al Movimiento que él encarnaba y que intentaba prolongar hacia la eternidad. Esa eternidad duró unos meses, porque a partir de 1975 el rey Juan Carlos mostró una inclinación democrática y un espíritu de tolerancia que han convertido a España en lo que es hoy y que seguramente habrán sacudido los despojos del Caudillo en su sarcófago.

Considerando que el tema de ambos libros de Preston es la riña entre españoles y recorriendo ese paisaje de sangre, sudor y hierro -como decía el otro Machado- no parece casual que lo más sobrecogedor de los textos del historiador sean los pasajes truculentos. Hay relatos bestiales sobre el baño de muerte que iban dejando a su paso las tropas que Franco traía de Marruecos, a medida que avanzaban en 1936 a través de la península hacia Madrid, con un extremo de horror en la masacre a que fue sometida la población de Badajoz luego de la rendición de la ciudad. Pero el autor también sabe anotar que en el curso de la guerra fueron asesinados en la zona republicana unos 55.000 civiles y se ejecutó allí a 6.832 miembros del clero y órdenes religiosas. El encarnizamiento fue generalizado.

A la vasta dedicación de Preston le falta algo, acaso. Una ojeada a la intimidad familiar en la infancia de Franco - con los polarizados perfiles de una madre devota y un padre librepensador- o un vistazo al posterior entretelón de su vida conyugal -que según dicen fue muy frígida- pudieron enriquecer por dentro la silueta del personaje y hasta iluminar ciertos rasgos de su comportamiento. Hay algún desliz inesperado, asimismo, como en la página 111 de esa biografía, cuando el autor dice que el tren personal de Hitler se llamaba Erika, cuando en verdad se llamaba -increíblemente- Amerika. El lector pudo esperar igualmente que entre tanto pormenor sobre la época y sus personalidades figurara un panorama social más amplio (la férrea división de clases, la antigua penuria del campesinado) o un cuadro cultural (la precaria alfabetización, el papel del teatro y el cine) que pudieron dar un contexto más revelador para envolver el proceso político español y que sin embargo el autor omite o abrevia. Curiosamente, su libro del Generalísimo incurre en otros desajustes. El más llamativo es la repetición de ciertos episodios, que se describen dos veces con idénticas palabras a una distancia de 15 o 20 páginas, como si el libro fuera la recopilación de varios ensayos o artículos que se agruparon sin el rigor de una purga final del texto.

CUESTA ABAJO. Aunque en el retorno de la democracia España estableció un Pacto del Olvido, que fue un rechazo colectivo al ajuste de cuentas (quizá temiendo que ello recalentara nuevamente las viejas furias) estos libros de Preston son hoy doblemente oportunos, porque pueden ser leídos en momentos en que ese olvido abre paso a lo contrario, a la voluntad de una recuperación de la memoria histórica y a la búsqueda de los sitios de enterramiento de 143.000 desaparecidos bajo el franquismo, sin olvidar entre todos ellos las inminentes excavaciones en Viznar en busca de los restos de García Lorca. Pero sin embargo lo más impresionante de toda la evocación que emprende el autor, son nueve páginas sobre el final de su historia del dictador, porque allí describe con lujo de detalles lo que fue la agonía de Franco, una lucha escalofriante por mantenerlo con vida a lo largo de un mes mientras su cuerpo se deshacía entre fallas renales, paros cardíacos y hemorragias internas, en medio de un espectáculo donde la sangre chorreaba sobre sábanas y alfombras, regando incluso la pared junto a su cama. La macabra instrumentación para que el moribundo durara unas horas más, dirigida sobre todo por su yerno el marqués de Villaverde, es un relato devorador que supera toda sensación de un pago de culpas para bordear en cambio el cuadro de un martirio, dispuesto por quienes dependían de que esa ruina humana siguiera respirando, como sostén de sus privilegios, sus consultas de último momento sobre la continuidad del poder y sus planes de futuro.

En ese otro baño de sangre terminó la vida de quien había sido causante de tantas muertes, como si el rastro de las víctimas se hubiera sumado para mortificar su propio final y convertirlo en el más atroz de todos.

FRANCO, EL GRAN MANIPULADOR, de Paul Preston. Editorial Vergara, Buenos Aires, 2008. Distribuye Ediciones B. 366 págs.

LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA, de Paul Preston. DeBolsillo/Sudamericana, Barcelona, 2003. Distribuye Sudamericana. 252 págs.

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