El éxito y la polémica

Compartir esta noticia
cultural 20031017 155x250
cultural

Juana Libedinsky

(desde Nueva York)

EN EL ESCRITORIO personal del uruguayo Rafael Viñoly, pegado a su computadora, hay un busto de Napoleón. "Ehhh, me lo regaló mi mujer, Diana, cuando recién llegamos a Estados Unidos. Porque todo esto era tipo conquista", sonríe con picardía. En ojotas, y vistiendo pantalones que están de moda entre los adolescentes —llenos de bolsillos—, la imagen de Viñoly no se acerca a la del militar francés en mármol blanco con sombrero de picos y charreteras. Sin embargo, desde que dejó la Argentina en 1979 —lugar donde se formó como arquitecto— nadie puede dudar de que al igual que Napoleón supo conquistar el mundo. Con obras que van desde el extraordinario Foro Internacional de Tokio, que en 1989 aseguró su sitio entre los pesos pesados de la arquitectura, hasta el polémico segundo lugar en el concurso para la reconstrucción del sitio de las ex Torres Gemelas, el arquitecto Viñoly ha pasado a ser —con sus característicos tres pares de anteojos siempre encima— una estampita conocida hasta para el norteamericano medio.

Reparte su tiempo entre sus proyectos en construcción como los flamantes museos en Cleveland, Tampa y la Universidad de Duke, en Carolina del Norte, o una expansión de 650 millones de dólares para el John F. Kennedy Center for the Performing Arts en Washington D.C., el nuevo Howard Hughes Medical Center en Virginia (obra de 237 millones), el proyecto de un centro de jazz dependiente del Lincoln Center en Nueva York (128 millones), un centro de convenciones en Boston (500 millones), y los juzgados penales en el Bronx, entre varios otros proyectos de gran valor cívico, e igual cantidad de ceros.

Es domingo de sol, hace calor, y el quién es quién famoso de Nueva York está en las exclusivas playas de los Hamptons, Long Island, donde Viñoly tiene una casa y es conocido miembro del circuito social. Pero, ¿vacaciones? "Nooo. Bueno, lo que pasa es que es un momento muy especial. Mmmm, claro, todos los momentos son especiales. Pero very happy, anyway", aclara, sin que parezca una pose. Es que el lugar donde Viñoly está más contento es, sin duda, su estudio.

Pasa lista a los tesoros que lo acompañan como un chico enumerando sus autitos. "Ese es el casco del equipo de fútbol de la Universidad de Princeton, deporte que como nunca en la vida jugué, me lo regalaron cuando les terminé el estadio para que supiera de que se trataba; esa es una miniatura de nuestro avión, es que nos la pasamos viajando; el casco blanco era el que usaba en Tokio. La foto es de la oficina mía en Japón cuando estaba trabajando allí. ¿Estuviste en Tokio? Es tipo el partido de Merlo en Buenos Aires. Pero en espectacular", aclara entusiasmadísimo.

MUSICA E IMPROVISACION.

—¿Porqué la gente común fijó en sus cabezas el Foro de Tokio antes que ninguna de tus otras obras?

—Es que significó trabajar en una cultura donde la única cosa que santifica todo es el trabajo; entonces, para alguien que le gusta el trabajo, es fantástico. A mi esposa Diana siempre le molestó esta obsesión mía, por eso no la pasaba tan bien cuando iba, pero para mí fue completamente genial, toda una experiencia sobre la base del interés por lo concreto.

—Viendo este piano de cola que brilla hasta dar destellos, recuerdo que supiste ver tu futuro como concertista clásico. ¿Cómo vinculas música con arquitectura?

—Por la capacidad de improvisación, que sólo funciona después de una enorme cantidad de pensamiento y práctica.

—Tienes tres grandes museos en construcción en Estados Unidos en este momento. ¿Alguna preferencia por este tipo de obra?

—Es un trabajo interesante. Tiene peculiaridades porque ha estado demasiado en el candelero. Hasta hace poco no se podía entender que un arquitecto tuviese algún tipo de reputación si no tenía un museo en su haber, era lo único que lo certificaba como arquitecto importante. Sin embargo, no creo que sea para nada una experiencia transformadora, es más simple de lo que parece. Y a la vez más complicado: los curadores piensan que deberían exhibirse las obras de arte de una manera que es completamente opuesta a la que suelen pensar los arquitectos, sobre todo los que han hecho las cosas más osadas.

—¿Caso Guggenheim de Bilbao?

—En el caso del Guggenheim de Bilbao se trata simplemente de la prevalencia, o no, del arte pictórico o plástico como algo que tiene su propia narrativa, que puede cambiar con el tiempo pero que está desligado de la cuestión arquitectónica. Un edificio como el Guggenheim es como hacer un cine y ponerle luz natural. Es muy linda la luz natural pero entonces no es un cine. En el caso del museo que estoy haciendo en Cleveland, además, esa especie de flamboyance nunca hubiese funcionado porque se trata no sólo de una colección con enorme rigor interno sino que ya existían dos edificios muy independientes en términos de personalidad. En Duke también me gustó la idea de probar que se podía hacer un edificio interesante sin necesidad de torturar la galería. Igualmente en Tampa, aunque allí tuve un condicionante mucho mayor en términos de medio ambiente. Está en una zona tropical, pero tropical de Estados Unidos. Es decir que la gente no camina, sino que sólo se mueve dentro de sus autos con aire acondicionado. Mi desafío era crear un gran lugar de sombra y arte para tentarlos.

—En el otro extremo estás construyendo los juzgados penales del Bronx, que albergarán a la policía neoyorquina, y participaste de los concursos para las Torres Gemelas y la embajada norteamericana en Beijing. ¿Cómo manejas el tema de la seguridad? ¿Cambió la arquitectura después de 11 de septiembre?

—Me parece que la seguridad en la arquitectura es un tema del que se habló demasiado. Hay regulaciones muy estrictas, pero el diseño se puede resolver con una cantidad de soluciones que no son necesariamente limitantes. Lo lindo es mezclar la apertura con el bunker, algo que estamos haciendo en los juzgados, por ejemplo. De cualquier manera, hay que ser realistas respecto al terrorismo: las recetas que existen para resolver determinadas situaciones se suelen probar no efectivas porque justamente en el terrorismo no hay reglas, y todo, empezando por la capacidad para transportar explosivos, cambia cada día. Aún así no son situaciones completamente inmanejables, pero no se puede estar sólo pensando en lo que ya se conoce y está estandarizado sino en lo que puede venir.

LA TORRE DE ANTEL

—Tus proyectos parecerían de presupuestos casi ilimitados, pero ¿cómo ves el desarrollo de la vivienda de bajo costo en América Latina?

—La diferencia de Estados Unidos con América Latina es que al menos existe un presupuesto, no se ponen a hacer un edificio sin plata. Pero en líneas generales diría que con el tema de la vivienda colectiva no hay una tendencia clara. La mezcla de problemas políticos con la estructura económica de cada país da resultados distintos en distintas partes del mundo. Aunque creo que uno no puede estar pensando en que se pueden construir por siempre viviendas subsidiadas por el Estado. Acá el desarrollo de viviendas de bajo costo es a través de desarrollos privados. Construir viviendas como se hizo en la Argentina y Uruguay implica una enorme contribución del sector público, que se presta a la corrupción interna en el proceso pero, además, que deja sin iniciativa al usuario, generándose ese fenómeno donde no se sabe si la casa te la dan o es realmente tuya. Yo entiendo el subsidio, podés pensar que se pueden fabricar viviendas y dar trabajo a la gente, pero el problema de todas las economías hoy finalmente es el desempleo, que condiciona el resto de las prácticas públicas, entre ellas la arquitectura y el urbanismo. La clave para una solución yo la veo a través de las obligaciones sociales del capital; el tema es que nadie sabe hacerlo a través de otra manera que no sean los impuestos. Y aunque se bajen los impuestos, si no se reforma el sistema burocrático, es lo mismo, la plata se pierde igual. Lo veo como un proceso bastante lapidario.

—¿Qué pensás de la herencia arquitectónica de Montevideo?

—Es una ciudad que se inventó a partir de una adscripción al movimiento moderno; incluso fue la primera ciudad de Latinoamérica donde no podías construir si no eras arquitecto. Hay pocas cosas positivas que se pueden extraer de esta enorme depresión económica que viene desde los años 50, pero hay que rescatar que no hubo prácticamente demoliciones. Tampoco mantenimiento, claro, pero al menos están en pie todavía los edificios de las décadas del 30 y el 40 que denotan una ciudad extraordinaria. Tiene además una geografía interesante, una gran variedad de accidentes geográficos en muy poca superficie y eso genera una conciencia de lugar aún más importante que la arquitectónica.

—¿Que tendría que pasar ahora?

—No creo que el problema de Uruguay sea arquitectónico. Tiene que encontrar una alternativa de país que sea personal y nacional, con individualidad, no tan dependiente de las condiciones políticas y económicas generadas por los vecinos. Mucho más fácil decirlo que hacerlo, pero no imposible si uno piensa en la enorme capacidad cultural que existe adormecida. En Uruguay hay una enorme tendencia caracterológica a mantener lo que está. Por ejemplo, la idea, bien de los sesenta, de la erudición y el desarrollo cultural desvinculados de la acción. Creo que tendría que cambiar esta imagen del intelectual como espectador más que como actor.

—Tu prestigio se formó en gran parte participando de concursos de arquitectura. Una de las polémicas recientes en Montevideo se dió porque el diseño de la fantástica torre de ANTEL fue adjudicado en forma directa al arquitecto Carlos Ott.

—Con obras de ese nivel de inversión, y sobre todo de inversión pública, tiene que existir algún tipo de proceso a través del cual uno pueda estar seguro de que se está obteniendo el mejor servicio o producto posible. Esto no significa un concurso totalmente abierto, se puede hacer también uno cerrado.

—¿Qué opinión te merece Ott?

—No me parece que tenga la trayectoria que merezca una adjudicación de este tipo. Ott es un poco resultado de la autopublicidad, de la presunta excelencia por el mero hecho de que vivís afuera. Que le hayan dado a él la Torre de ANTEL y no a otros de allí que sí son unos fenómenos, no termino de entenderlo. No me gusta esa Torre ni la Opera de la Bastilla, pero bueno, es una opinión entre millones.

POR UNA CABEZA

—Hablando de concursos, ¿qué se siente al haber estado tan próximo a que la reconstrucción del sitio de las ex Torres Gemelas fuese tuya?

—No se siente nada. Bah, no es que no se sienta nada, nada. Estamos hablando, de nuevo, de uno de esos fenómenos en los cuales el mundo de los arquitectos ha tenido una exposición pública exagerada, con lo cual el nivel de confusión respecto a lo que se está haciendo es totalmente generalizado. Específicamente, me parece que el proyecto que nosotros hicimos está por encima de lo que los desarrolladores privados del lote tenían la verdadera intención de hacer, que es nada, con lo cual el proyecto que ganó, el de Daniel Libeskind, encaja perfectamente porque es, justamente, nada.

—El crítico de arte del New York Times, Herbert Muschamp, agregó leña al fuego al preferir tu proyecto, destacando su carga conceptual, su apuesta idealista a la paz, mientras calificó al de Libeskind como un memorial de guerra para un conflicto que recién ha comenzado.

—El nuestro era un proyecto transformador, aunque lamentablemente intransferible. Porque ¿dónde, salvo en Nueva York, se da esa combinación de altura, pero altura con cultura, y mezclada con el libre juego de las fuerzas económicas? En realidad, yo nunca pensé que podía ganar hasta que me llamaron y me dijeron que había ganado. Pero antes y después de eso estaba seguro de que no tenía demasiadas oportunidades, porque el clima político está dominado por la derecha, y el que ganó finalmente es un proyecto totalmente de derecha, melodramático, que mantiene vivo el signo de la herida.

—¿Qué está pasando ahora con el proyecto de Libeskind?

—Creo que lo que está pasando ahora es bastante natural. Se está volviendo al proyecto que querían originariamente, antes del concurso, los desarrolladores privados dueños del lote. Habrá algún tipo de gesto simbólico para mostrar que incorporan algo del proyecto de Libeskind, pero nada más.

—En realidad, lo que se dice es que nadie sabe en qué va a resultar finalmente la obra.

—Sí se sabe. Lo mismo que se sabía desde un principio. Que esta va a ser una obra de S.O.M., Skidmore, Owings & Merrill, el estudio de arquitectura con el que siempre trabajaron los dueños del lote (y que ahora se supo que le fue impuesto a Libeskind para la construcción de la torre principal). A su vez, que le den a Calatrava la estación de tren tiene sentido también, porque todo es un absurdo fenomenal. Sobre todo, el tema de un nuevo concurso con cinco mil tipos participando para construir el memorial propiamente dicho. Porque la condición era que el memorial a las víctimas no fuese diseñado por el arquitecto que hacía la reconstrucción. Cuando aparezca el ganador, hay que ver qué va a pasar. Si es bueno, va a ser distinto de lo que hizo Libeskind como memorial. Porque todo el proyecto de Libeskind, si no es un memorial, no se sabe qué es. Y, ¿hacía falta otro memorial más? No se entiende nada.

—Habías ganado y, según la revista The New Yorker, el que te bajó el pulgar fue nada menos que el gobernador del estado de Nueva York, George Pataki. No es alguien para tener en contra. ¿Temés que te saboteen proyectos futuros?

—Una de las ventajas de un sistema como este es que si bien hay lugares concretos de control político, hay muchos en los cuales eso no funciona. Además, no creo que la razón fundamental de su oposición haya sido mi persona. De su accionar dependía el apoyo de los grandes contribuyentes a su campaña. Es un problema conectado también con el hecho de que, legítimamente, esta persona reacciona positivamente frente a la imagen del desastre. Es como Libeskind mismo. Hay gente que no existe si no es sobre la base de una reacción. No se les ocurre nada. Si no hay ataques, nazismo, racismo, no pasa nada, necesitan estar siempre en contra de todo.

—Poco antes del anuncio final y cuando te perfilabas a la cabeza, se habló mucho de una campaña algo violenta de relaciones públicas por parte de Libeskind. ¿Eso te afectó?

—Fue un juego completamente elemental. ¿Cómo puede ser que el día antes de esta elección salga el Wall Street Journal diciendo que yo fui colaboracionista de la Junta Militar argentina? Eso, en esta ciudad, donde todo es relaciones públicas. Estas cosas están pagadas. Como una campaña política, lo mismo. No es nada que uno no haya previsto desde el principio, el problema es que el proyecto que ganó es un horror.

—Sin embargo, a pesar de todo esto, Nueva York te ha dado muchas satisfacciones, como cuando convenciste a I. M. Pei de trabajar juntos.

—¡Pei es el más grande profesional de esta ciudad por muchos años! Una persona increíblemente sabia. Al llegar desde Argentina a Nueva York busqué su número en la guía, lo llamé desde un teléfono público, le dije que creía que tenía un trabajo y me dijo que fuese a su oficina en ese instante. Mientras hablábamos, su asistente estaba llamando a todos sus contactos en América del Sur para ver quién era yo, y a los 25 minutos le trajo un papel con toda mi historia. Cuando junto con Paul Nakazawa, que había sido estudiante de mi amigo Mario Campi y estaba trabajando conmigo, volvimos a la semana siguiente, ya había investigado en profundidad al potencial cliente y las paredes de la sala de conferencias estaban cubiertas por imágenes del lote. Fue una demostración espectacular de profesionalismo, una introducción increíble a Nueva York. Hoy mismo está perfecto, sigue trabajando. Me dijo que un arquitecto realmente empieza su carrera a los sesenta. Así que, bueno, todavía me queda un tiempo. l

¿Encontraste un error?

Reportar

Te puede interesar