Mercedes Estramil
De acuerdo: no es Akira. Ni son parientes. Pero Kiyoshi Kurosawa ha reescrito el apellido más famoso del cine japonés con letra propia. Una treintena de films lo acreditan como un cineasta de tiempo completo. Nacido en 1955 en Kobe, graduado en sociología y dibujante de cómics, el Joven Kurosawa (como algunos lo llaman para distinguirlo del Viejo) entró a la industria por las puertas cariñosas de la clase B, que suelen abrirse con dos llaves mágicas: poco presupuesto y poca presión.
Kiyoshi empezó con un par de pinku eiga (literalmente, "películas rosa", subgénero de porno blando) y siguió con trabajos en géneros igualmente rentables como los films de policías y yakuzas. Su productividad y diversificación lo colocaron en el mercado japonés a la par de nuevos talentos como Hideo Nakata, Hirokazu Kore-eda o Takashi Miike, pero detrás de Takeshi Kitano y siempre como el "otro" Kurosawa. Autor de varias películas por año, rápidamente planificadas y más rápido filmadas -dos a cuatro semanas promedio- Kiyoshi no tuvo demasiado tiempo para pensar en rankings. A su hora, la mano que tarde o temprano dan los festivales franceses le extendió un cheque de confianza a este admirador contumaz de Sam Peckimpah y Don Siegel.
Fue en 1997 cuando un serial killer con profundidades metafísicas deslumbró en el Festival de Otoño de París. Era La cura, que comenzaba con una convención: el policía Takabe (Koji Yakusho) iba tras la pista del autor intelectual de una serie de homicidios rituales, ejecutados por distintas personas sin conexión entre sí y sin móvil aparente. Metido en el caso, descuidaba a una esposa enferma psiquiátrica con la que planeaba viajar, pero el encuentro con un asesino amnésico e hipnotizador desbarataba sus planes. Y quebraba también la tendencia lisa y finalista del género, convirtiendo a La cura en una reflexión antropológica. El asesino no contagiaba el mal a sus víctimas sino que lo "extraía" de ellas. Si bien el resultado era de manual (el policía que se contamina) K. lo cerraba con un guiño perturbador cuando en la tranquila escena final pasaba la posta del crimen.
Con ese título se abrió una muestra sobre K. Kurosawa que Cinemateca Uruguaya programó en 2006, donde se exhibieron cinco de sus films.
SIN EPIFANÍAS. A juzgar por aquella muestra, hay unos cuantos temas recurrentes en la filmografía de K. Kurosawa, la mayoría vinculados a una visión pesimista de la condición humana, y con referencias a un Japón hiperdesarrollado económicamente pero vaciado de tradiciones y de futuro, habitado por juventudes autómatas, desapasionadas. Igual o más que en el cine de Kitano, falta presencia social, gente en las calles; la ciudad es un paisaje de desolación. La pantalla se llena de una extraña quietud en movimiento, traslados sin sentido, desconciertos. Un cine que tiene en su factura visual algo de la oscura magia tarkovskiana, detalle señalado por Eduardo Russo en la revista El amante (setiembre 2000), pero también hay que decir que no contiene una sola de sus epifanías. Los personajes de K.K. no buscan salir de un pozo sino confirmar sus dimensiones, dato que no precisan ni verbalizar porque para dar cuenta del infierno está el contexto audiovisual: de repente, porque sí, cualquiera se suicida; los grandes bloques de apartamentos parecen deshabitados; un silencio de palabras y de música atraviesa la mayoría de las escenas. Cuando hay un interés por la palabra -en La cura, irónicamente- es para fagocitar la vida de los otros.
El film que mejor capta narrativa y plásticamente esa sensación de hundimiento es Ilusión estéril (1999), punto alto de la muestra y también la película que más espectadores "expulsó" de la sala. Quizá porque a pesar de tener la duración estándar (95 min.) su ritmo interno pesa; no es casual que un personaje reclame que "alguien haga algo" en este relato donde los protagonistas se desesperan en vano por pertenecer a lo que sea. La chica cleptómana intenta ser buena cocinera, tomar un avión o seguir a una comparsa callejera. Su novio se mete a delinquir. Y aunque adquieran un perro o redecoren el apartamento con colores vivos, los dos carecen de un sitio propio. Son jóvenes sin nombre que apenas hablan entre sí y desfilan como zombis por una ciudad con el encanto débil de un paisaje de Antonioni. El chico (Shinji Takeda, el instructor de samuráis en Gohatto de Oshima) sufre de alergia al polen y acepta ser medicado con pastillas que pueden causarle impotencia e infertilidad. Sólo es una forma más de no proyección al futuro, reforzada por su imagen que aparece y se borra intermitentemente.
Menos salida tiene el joven de Permiso para vivir (1998). Yoshii Yukata (Hidetoshi Nijishima) es un veinteañero que despierta de un coma de 10 años, reúne a su familia y remonta la empresa familiar. Por momentos con un aire de comedia extraña, asistimos al aprendizaje de Yoshii, que se actualiza con videos, aprende a manejar, debuta en el sexo, busca a sus padres. Irónicamente, sólo parecen interesados en él el hombre que lo atropelló (empeñado en expiar su culpa) y un viejo amigo de su padre, Fujimori (Koji Yakusho), que vende chatarra. La licencia para vivir de Yoshii dura lo que le lleva levantar el negocio y agitar un poco el coma emocional de su familia, pero todo tiene el aire de las cosas apenas hilvanadas. Cuando una heladera vieja le cae encima, nadie parece sorprendido.
SUICIDIOS COLECTIVOS. Esa ausencia de sorpresa frente a la muerte, los golpes y las caídas, que solían convertirse en gags en los trabajos de Kitano, también aquí tiene un costado humorístico, antidramático. Ninguno de estos densos y flotantes films de Kurosawa transpiran ni lloran ni explicitan moralejas. Presentan hechos y tiran por ahí las preguntas murmuradas de los personajes, que tienen que ver con la identidad, con el miedo al futuro, con el lastre del pasado. Personajes en coma, dormidos, amnésicos: este cine -nada complaciente- no muestra otra realidad que la que ven unos ojos trastornados.
En 1999 llegó a Cannes con Carisma, ambientada en un bosque donde se enfrentan mercenarios, científicos y ecologistas a causa de un árbol que, dicen, provoca la muerte de otros árboles. Aunque se la ha llamado "falsa fábula ecologista", la verdad es que no parece ecologista ni fábula de ningún tipo. Más bien puede leerse como el delirio, sueño o vacación mental del policía protagonista, Yabuike (el conocido Yakusho), que realiza mal un par de procedimientos y se echa a dormir hasta que su superior lo manda de vacaciones. El hombre sale a buscar en la Naturaleza la paz que la Ciudad no da. Menuda sorpresa: la Naturaleza tampoco, y la elección forzada que como policía debía hacer entre Individuo y Sociedad se le presenta ahora bajo la forma Árbol-Bosque. Recién cuando comprende que hay que matar a unos y dejar vivir a otros (árboles) está listo para volver a la Fuerza.
Circuito tiene atmósfera de cine catástrofe no hollywoodense, sin multitudes que escapan aterradas de la hecatombe; un detalle que lo hace más financiable y más legible en clave simbólica. La desaparición de Taguchi de sus lugares habituales preocupa a sus amigos Michi, Yabe y Junko. Michi lo encuentra y habla con él pero enseguida comprende que se trata de un fantasma; Taguchi está en otra habitación, suicidado desde hace días. Pronto Yabe comienza a ser asediado por el fantasma del amigo y termina como él, y lo mismo le ocurre a Junko, pese a los cuidados que le prodiga su amiga. Las voces al teléfono repiten "sálvame" pero parece claro que la amistad no salva. El amor tampoco, como muestra el personaje de Kawashima, el chico positivo que no consigue salvar a Harue del suicidio y que al final no logra ser salvado por Michi cuando se encuentra con ésta y ambos parten a Sudamérica (donde se supone la "epidemia" no llegó, aunque habría que ver).
Se ha querido reducir Circuito a una lectura de horror tecno en la que los fantasmas atacan desde Internet (y de paso señalar que la red convierte en fantasma a más de uno), pero K. Kurosawa no se limitó tanto. Las sombras que cruzan y se diluyen en este film están en todas partes (bibliotecas, casinos, supermercados) confirmando que el mundo es un lugar alienante. Precisamente, el universo de este segundo Kurosawa es así: un Japón sin katanas ni harakiris y con muertos delgados que comen en McDonald`s.
El dueño del secreto
Álvaro Buela
HACE CASI cincuenta años Manny Farber instaló desde la crítica de cine una dicotomía operativa y todavía vigente. A la urgencia de un tipo de películas por encontrar premios y legitimación pública a través de coartadas grandilocuentes o estetizantes (lo que él llamaba "arte elefante blanco"), le oponía una tendencia de propósitos manifiestamente más discretos pero, en última instancia, verdaderos exponentes del genio cinematográfico (el "arte termita"). Este último, decía, "no parece mostrar ambición por la cultura del oropel", mientras avanza "siempre devorando sus propios confines y, tal vez sí, tal vez no, sólo deja a su paso las huellas de una actividad afanosa, diligente, desaliñada".
Esos conceptos podrían aplicarse con comodidad a la obra de Kiyoshi Kurosawa, cuya condición "termita" no sólo se determina por su vastedad y diversidad sino, fundamentalmente, por la utilización engañosa de géneros populares, desde el terror a las películas de yakuzas. Los estereotipos genéricos (un detective solitario, una casa abandonada, un crimen inexplicado, una leyenda tenebrosa) asumen una calidad de meras excusas para penetrar, a puro cine, en un estado Otro donde el presente se extingue en un tiempo nuevo, fatalmente apocalíptico, y el espacio -edificio en ruinas, playa desierta o bosque animado- se convierte en un personaje más.
Título a título, Kiyoshi ha logrado desmarcarse de la última ola de terror japonés, hoy ya retórico, afirmándose en una caligrafía singular, dotada de un exquisito sentido de la composición y del ritmo, tanto más inquietante cuanto más moroso. Cada película parte de un muestreo de situaciones aisladas, carentes de énfasis y en apariencia inconexas. Promediando el metraje, el espectador (que afanosamente ha buscado sentido al rompecabezas) se encuentra de pronto inmerso en un abismo claustrofóbico de límites imprecisos, sin tener idea de cómo llegó hasta ahí ni, mucho menos, de cómo salir. Como un virus artero que contagia su efecto a la vista de todos, las imágenes han ido impregnando lentamente las zonas oscuras del inconsciente sin haberse derramado una gota de sangre ni utilizado las convenciones efectistas propias del terror. Nada más "termita" que eso.
Había un material fascinante a investigar en los misteriosos mecanismos por los cuales el "joven Kurosawa" -cineasta del desasosiego- transmuta los géneros en una metafísica de lo siniestro, asentada por lo general en las consecuencias devastadoras que traen aparejadas la industrialización y la ruptura con las tradiciones, tópicos japoneses por antonomasia. Curiosamente, ninguno de esos mecanismos aparece analizado o contextualizado en las 224 páginas de Master of Fear: The Films of Kiyoshi Kurosawa (Stone Bridge Press, California, 2007), de Jerry White, el primer estudio en idioma inglés dedicado al cineasta.
En su lugar, el libro ejerce una categorización temática de una filmografía vastísima y mutante, dividiéndola en tres categorías. La primera, "Pink Films and Early Horrors", se ocupa de los experimentos tempranos, realizados entre 1983 y 1994, en los que, debajo de argumentos absurdos o paródicos, ya se vislumbra un director que aprende a moverse con presupuestos ínfimos y un provocador que gusta servirse de las convenciones para subvertirlas. El apartado "Yakuza Films" está casi exclusivamente dedicado a la serie Suit Yourself or Shoot Yourself!, cuyas seis entregas fueron filmadas en tiempo récord entre 1995 y 1996, y a la dupla de The Revenge (ambas de 1997), donde "se encarnan por primera vez los posteriores estilo y estética" de Kiyoshi.
Según White, luego de este punto "Kurosawa abandonó su deseo de replicar el cine norteamericano y se concentró en crear films más japoneses en tono y estilo, sin dejar de ser únicos y propios". Esa tercera etapa, catalogada en el libro bajo la denominación "Nightmares and Enigmas", se inició con los opresivos cuestionamientos existenciales de la brillante La cura (1997) y supuso el ingreso del cineasta a la órbita de festivales que lo hicieron conocer en Occidente. A diferencia de su colega Takashi Miike, que se especializó en profundizar la representación explícita de la violencia y el horror, Kiyoshi se abocó a una depuración estilizada del lenguaje que, por un lado, opera sobre las historias como objetivación desdramatizada y, por otro, se reencuentra con los géneros desde un trayecto tangencial, casi furtivo.
Master of Fear cumple con registrar la evolución de esos métodos y, sobre todo, con el repaso individualizado de una filmografía que, al momento de la edición del libro, sumaba veinticinco títulos (falta la reciente y valiosa Crímenes oscuros, también conocida como Retribution -2006). Pero al momento de desglosar sus componentes intrínsecos, de detectar sus secretos y de sondear en sus influencias (culturales, históricas, cinematográficas), el libro se queda irremediablemente corto, jerarquizando la descripción por encima del análisis. Tal vez porque White está demasiado imbuido en la "nueva" corriente del terror japonés (es colaborador del sitio Asian Cult Cinema) se muestra incapaz de poner al cine de KK en diálogo con cineastas clásicos (Kobayashi, Mizoguchi) y modernos (Hou Hsiao-Hsien), de indudable ascendencia, así como de aislar los verdaderos motivos de su maestría.