El mito y la marca

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EN 1988, BOB DYLAN optó por convertir el escenario en su segundo hogar. Comenzaba el Never Ending Tour, apelativo atribuido al periodista Adrian Deevoy que el cantante se ha encargado de rebatir de manera explícita, en las notas de World Gone Wrong (1994), e implícita, al no utilizarlo nunca en el anuncio de sus conciertos.

Se alejaba así de los usos y costumbres de la escena rock, para vincularse (no importa la edad, sino el oficio) con la tradición de los artistas de blues y cabaret, las estrellas country o los entertainers de caravana ambulante, pero también con los fenómenos de feria exhibidos en los freak shows. De hecho, el espectador acude a sus conciertos para contemplar al mito viviente y constatar que la leyenda se mantiene en pie, porque una actuación suya en la actualidad es como la ruleta rusa: puede estar graznando durante media hora para, una vez calentada la garganta, negarse a modular la voz. O, si su crónica lesión en la mano da problemas, pasarse el show asido a un piano apenas audible. Si el espectador tiene suerte y se topa con un Dylan eufórico, lo advertirá porque el artista esbozará una leve sonrisa en algún momento de la noche. Pero lo normal es que se mantenga ensimismado, concentrado en desconcertar a la audiencia desfigurando su repertorio hasta el límite de lo reconocible.

La gira sin fin es un eslabón más en la construcción del mito que Dylan ha llevado a cabo desde sus inicios. Durante los primeros diez años de su trayectoria fue el falso campesino perdido en el Village, el responsable de la hoja de ruta existencial de toda una generación y el misterioso anacoreta alejado de los escenarios. Sentó las bases de su aura mítica con un puñado de canciones mayúsculas y protagonizó hitos como su transición eléctrica en Newport (1965), aunque haya quien ponga en duda su gesto revolucionario: Ian Svenonius, en The Psychic Soviet (Drag City, 2006), afirmaba que tal paso fue, en realidad, un triunfo del sistema: "El folk no era música popular, sino canción protesta. Cuando Dylan agarra la guitarra eléctrica refuerza el concepto capitalista de `cambio de estilo` como algo positivo. La industria aplaudió a rabiar, como si hubiera seducido al principal enemigo del campo contrario".

Como cuenta Joan Baez en el documental No Direction Home, Dylan sabía desde el principio (ansiaba, en realidad) que iban a escribir sobre él y analizar cada uno de sus movimientos. Por eso jugó al despiste durante buena parte de las décadas siguientes, incluyendo una inmersión en el cristianismo saldada con tres álbumes y un deambular errático a lo largo de los ochenta y buena parte de los noventa, hasta que Time Out of Mind (1997) es saludado nuevamente como uno de sus grandes trabajos, el primero en siete años basado en temas propios. Hasta entonces, el peso del pasado obligaba a escuchar con benevolencia un puñado de discos anodinos.

A partir de ese momento, el mito se convierte en marca. Comienza una rehabilitación crítica que coincide con un mayor grado de exposición pública de Dylan. La primera se basa en discos como Love and Theft (2001), cuyo título resume su amor por la música tradicional y su capacidad para "robar" (concedamos que en el mejor sentido de la palabra) de ella. Cinco años después, Modern Times (¿otro título irónico?) ratifica la rendición de la crítica, que le erige en preservador de las esencias más puras de la música americana, hasta el punto de que se pasan por alto las claras coincidencias de tres letras del álbum con otros tantos poemas de Henry Timrod. No es la primera vez que se detectan estos paralelismos, aunque justo es decir que la tradición folk está llena de ellos. En cualquier caso, la resurrección artística se ha consumado.

Pero si la marca Dylan se ha impuesto definitivamente no ha sido tanto gracias a sus brillantes ejercicios discográficos retro como al trabajo del manager Jeff Rosen. Él será quien elija a Scorsese y le proporcione el material para No Direction Home (el cineasta se limitó a ordenarlo), pero, sobre todo, el encargado de dirigir, a partir de mediados de los noventa, sus nuevos proyectos y licenciar su obra. Desde su llegada, Dylan aparece en publicidad de Apple, cede canciones a spots comerciales, actúa en conciertos privados, participa regularmente en bandas sonoras… En definitiva, difunde su repertorio utilizando todos los medios a su alcance (incluido un concierto ante el Papa y una colaboración con Michael Bolton). El mundo recuerda así quién fue Dylan y se suceden las distinciones de prestigio, como el Pulitzer honorífico o el Príncipe de Asturias. Y hasta comienza a tomar fuerza la posible concesión del Nobel de Literatura (la candidatura se presentó oficialmente en 1996). Pocas máquinas de hacer dinero pueden presumir de tan sólidas coartadas intelectuales.

EDUARDO GUILLOT (Valencia, España, 1967). Periodista y guionista. Colaborador de la revista Rockdelux y la página efeeme.com. Publicó diversos libros sobre música, cine y cultura pop, y participó en volúmenes colectivos: Teen Spirit. De viaje por el pop independiente o ¡Rock, acción! Ensayos sobre cine y música popular.

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