Simon Schama
REMBRANDT ESTABA prestando toda su atención a la materia de la pintura, y en particular a una pequeña área de yeso descascarada en un rincón de su estudio del piso de arriba. En el lugar en el que la pared se encontraba con la viga vertical del marco de la puerta por la cual se entraba a la habitación, el yeso había empezado a descamarse y a levantarse, dejando a la vista un triángulo de ladrillo rosado. Lo había producido la humedad del agua del Rin, el río de color verde aceitoso que exhalaba sus frías brumas por los canales y se insinuaba en los callejones a través de las grietas y contraventanas. En las residencias más grandes que se extendían a lo largo del Houtstraat y el Rapenburg, donde vivían los burgueses acomodados -ya fueran profesores o comerciantes de paños- se hacía frente a la humedad, se la combatía y, si todo fracasaba, se la ocultaba con hileras de azulejos de cerámica desde la parte baja de la pared hasta donde las posibilidades o el gusto dictaran (...). Pero el estudio de Rembrandt estaba desprovisto de todas esas comodidades. Al no encontrar estorbos, la humedad se había abierto paso entre el yeso produciendo ramilletes de moho, ahuecando su superficie, y abriendo grietas y fisuras en las esquinas donde se acumulaba.
A Rembrandt le interesaba eso. Desde el principio se sintió poderosamente atraído por la ruina: la poética de la imperfección. Disfrutaba trazando las señales que dejaban las dentelladas de la experiencia mundana: los hoyuelos, las picaduras, los ojos enrojecidos o las arrugas de la piel que daban al rostro humano una riqueza multicolor. La picadura de viruela, la piel manchada y las costras eran asuntos a inspeccionar de cerca y cuidadosamente: irregularidades por las que pasear su mirada táctil. Exceptuando las Sagradas Escrituras, no se preocupaba por otro libro que no fuera el de la decadencia; con sus verdades escritas en las arrugas marcadas sobre la frente de hombres y mujeres ancianos, en las hendiduras de los graneros decrépitos, en la mampostería llena de líquenes de los edificios abandonados o en la piel sarnosa de un león enfermizo. Era un pelador compulsivo que rabiaba por descubrir la envoltura de las cosas y las personas y extraer el contenido envuelto en ellas. Le gustaba jugar con las profundas discrepancias entre el exterior y el interior, entre la frágil cáscara y el corazón vulnerable.
En la esquina de su estudio, el ojo de Rembrandt repasaba el triángulo con forma de cola de pescado sobre la pared en descomposición que se desprendía de sus diferentes capas, cada una de ellas con su textura agradablemente distinta: la abultada y rizada piel de cal, la corteza de yeso rota y el polvoriento ladrillo bajo ellos, las repentinas hendiduras que dejan adivinar las desaliñadas crestas misteriosas. Trasladó fielmente a su cuadro todos estos materiales en sus diferentes fases de deterioro, y lo hizo con tal fidelidad y con una devoción tan intensa que la textura descascarada comienza a transformarse en necrosis, igual que en la carne enferma. Encima de la puerta otra grieta venosa está haciendo rápidos progresos a través del yeso. Para dotar a sus hendiduras de presencia física y credibilidad visual habría utilizado el pincel más afilado: un instrumento levemente erizado hecho con el sedoso pelo de algún pequeño roedor, de los que les gustan a los miniaturistas, un pincel capaz de trazar la fina línea de una pluma o, si se lo hacía girar y se aplastaba ligeramente contra la superficie de la tabla, una pincelada más gruesa. Hábil como era con los colores -rojo inglés, ocre y blanco de plomo para el ladrillo, y blanco de plomo con tenues manchas de negro para el yeso húmedo-, el pincel de pelo de ardilla depositaba trazos de pintura perfectos sobre unos pocos milímetros cuadrados de tabla, y un conjunto de materiales terrosos (los del pintor) se traducía en otros (los del constructor). Parecía alquimia. Pero la transmutación no se produce en el alambique del filósofo sino en nuestro ojo seducido.
La definición del trozo de pared desmoronado, ¿se conseguía en cuestión de minutos o de horas? ¿Era el resultado de un diseño laboriosamente calculado o de un impulso de la imaginación? Los críticos de Rembrandt, especialmente cuando hubo muerto, no se pusieron de acuerdo sobre si el problema suyo había sido que trabajaba con demasiado ímpetu o con demasiado esmero. En cualquiera de los dos casos, se le recuerda de manera general, y no injustamente, como el maestro del pincel ancho más grande que hubo jamás antes de la llegada del arte moderno: el sólido puño del boxeador aplastando el espeso cuajo de pigmento, sobándolo, rasgándolo y manipulando la superficie del cuadro como si fuera arcilla pastosa, material de escultura y no de pintura. Pero desde el principio, y durante toda su carrera, Rembrandt, casi tanto como Vermeer, fue también el maestro del movimiento delicado, el separador de las facetas de la luz, el que pellizcaba los reflejos hasta el punto de hacer brillar minucias, como los resplandecientes clavos aislados en la barra metálica que atraviesa la puerta o la mota de luz de la punta de la nariz del pintor. (...) Era completamente lógico que Rembrandt creyera que, antes de poder aspirar a ser nada más, tendría primero que presentar sus credenciales como maestro de la técnica. Después de todo aquello era lo que sus contemporáneos entendían por "arte" -ars-: destreza manual al servicio de la ilusión.
(sobre Pintor en su estudio, tomado de Los ojos de Rembrandt de Simon Schama, Areté, 2002)