El poeta posmoderno no está obligado a nada

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Poéticas de Milán

Ni la modernidad ni la posmodernidad supieron qué hacer con el poema.

Orfeo es algo más que un movimiento del no-tiempo poético sorprendido en el momento en que da vuelta la cabeza. Al menos para mí, ese es el significado de Orfeo. Porque lo que consuma ese acto, lo que realiza, es una desaparición: la desaparición de Eurídice, su amor, el amor de Orfeo. Redundar es el oficio de contratiempo del mito. Y al redundar redondea el círculo, lo que retorna en la palabra “siempre”, la palabra más amenazada que nunca, sobre todo en el extractivismo imbécil, delirante de los sordos del capitalismo actual, reformista del “nuevo progreso” o puro y duro de Duque, Bolsonaro o Lasso. Orfeo es, entonces, aquel gesto que va a… “La desaparición de lo desconocido” es la frase con que Constantino Bértolo califica la sustancia de la posmodernidad, el “cierre” posmoderno que acabaría con la empresa emprendida por la modernidad en busca, precisamente, de lo desconocido. La frase es feliz. Pero no sé si la posmodernidad desaparece lo desconocido o su búsqueda. O, si eso “comprende” lo posmoderno, lo hace en todo caso en términos filosóficos. Y mantendría la poesía al margen. Poéticamente, Orfeo sigue volviendo la cabeza. Y su resonancia sigue desapareciendo al objeto de su deseo. Orfeo introduce, en un solo movimiento, la desaparición dentro del lenguaje. La lógica poética es de aparición-desaparición sin que lo que desaparece sea lo mismo que había aparecido. Lo que sabemos de Eurídice hoy es que está desapareciendo. Lo que sabemos de Orfeo hoy en día es que está desapareciendo. Esa desaparición alcanza la noche y la atraviesa. La noche deja que eso suceda porque sabe todo de antemano. Y sabe, la noche, de antemano que esa desaparición no se toca, cuida que nadie se atreva al manoseo. Está en juego la lírica del mundo —que no es poca cosa: la poesía es lo único que rompe el principio de equivalencia.

Un poema no equivale. Equivaler es como esperar una subsanación, una cura por debajo que pare la pérdida del mar que no termina de perder. Por eso Agamben dice que no: “escribir poesía es ir en busca del objeto perdido” —que no se encuentra y no se encuentra poema tras poema. Ni la modernidad ni la posmodernidad supieron qué hacer con el poema. La segunda lo dejó librado a su suerte. Mejor, porque así no está obligado a nada, no está obligado a cumplir. Ni siquiera con aquella sentencia de Heidegger extraída de su lectura de Hölderlin de que los poetas cumplan con el mandato de “decir lo que permanece”. Ni eso. Esto sigue. Y sigue sin saber qué. Y seguir no es poca cosa sobre todo cuando seguir es seguirse a sí mismo.

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