Poesía uruguaya

El retorno a “La casa de polvo sumeria” de Circe Maia, un libro único en la literatura uruguaya

Tras ganar el premio Federico García Lorca, la obra de la poeta se reedita junto a textos inéditos, conferencias, una entrevista y más

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Circe Maia
Circe Maia

por Carina Blixen
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La entrega del XX Premio Federico García Lorca a Circe Maia en mayo de este año ha generado una serie importante de actos de reconocimiento y presentación de su obra y su figura en España y Uruguay. En este marco de creciente y merecido homenaje hay que destacar la reedición de La casa de polvo sumeria. Sobre lecturas y traducciones. Preparado por la editora y estudiosa de la obra de Maia, María del Carmen González, este libro suma nuevos artículos en gran parte inéditos a la primera edición de 2011. Mantiene la delicada estructura establecida, en esa oportunidad, con la colaboración entusiasta de la poeta. En conjunto reúne, además de los inéditos, artículos publicados en distintos medios de prensa desde mediados de los ochenta, conferencias, una entrevista. Están ligados, en parte, a su experiencia de traductora de poesía. La casa de polvo sumeria es un libro único en la literatura uruguaya. Es extraordinaria la amplitud de las referencias convocadas, la holgura de tiempo y espacio de sus textos, la libertad con que Maia toma lo que le interesa y la delicadeza de su reflexión, la precisión de su lenguaje. Su pensamiento despliega un ir y venir siempre inesperado e iluminador entre poemas, autores, imágenes, expresiones en la misma lengua o en distintas.

Circe Maia ha afirmado reiteradamente que concibe la poesía como un “salirse de uno mismo”. Como lo señaló en el prólogo a su libro En el tiempo (1958) su mundo poético crea “constelaciones”, porque un poema, dice, no parece alcanzar a completar un sentido; se apoya en otros. La casa de polvo sumeria se integra a esas “constelaciones”. No es un libro que pueda colocarse al lado de su obra, aunque desarrolle pensamientos sobre algunos de los problemas que su poesía plantea. Parece más justo, en cambio, considerarlo como parte de una creación que descree de las fronteras entre los géneros literarios. Varios de los artículos reunidos en el libro dialogan con poemas de Maia: crean ecos, matices, nuevas perspectivas.

En el conjunto de la obra de Maia La casa del polvo sumeria establece un puente, especialmente, con el libro Destrucciones (1987): los dos están constituidos por fragmentos en prosa, en los dos está muy presente la muerte. El tono de La casa de polvo sumeria es más leve que el de Destrucciones, un libro casi insoportable por su manera concentrada y nítida de expresar el dolor. Es el primer libro que escribió Circe después de la muerte de su hijo Jorge en 1983. El libro no cuenta este suceso, apenas una imagen evoca a un joven yacente “inmóvil sobre la tierra húmeda”. Pero la presencia de la muerte es avasallante: la mirada se detiene en el fin de todo lo que existe: los instantes que se destruyen y desaparecen, la naturaleza que florece llevando en sí el germen de su ruina. El libro explora fundamentalmente dos experiencias: la de que no existe el consuelo y la del sinsentido de la distribución de castigos y recompensas.

Circe eligió ponerle al libro La casa de polvo sumeria, el título del artículo con que comienza. “La casa de polvo” es el Infierno de los sumerios, que no está regido por una noción del más allá ni por una ética del castigo y la culpa. Circe comienza su artículo señalando la “extraordinaria fuerza poética” de los mitos y refiriéndose al Cantar de Gilgamesh, el poema épico más antiguo conocido. Gracias a exploraciones arqueológicas realizadas en el siglo XIX se descubrieron algunas tablillas de arcilla con escritura cuneiforme que relatan, con grandes lagunas, las hazañas del rey Gilgamesh. Es que Gilgamesh y Enkidu forman la pareja de combatientes y amigos más antigua de la literatura. Los motivos varían según las versiones, pero en todas Enkidu baja al Infierno y describe a Gilgamesh lo que allí ve: “Lo más llamativo, más que la presencia de la reina del infierno —Ehreskigal— con su escriba sentado frente a ella, más llamativo que las coronas de los reyes, que se acumulan allí, polvorientas a un lado de la entrada, son —¡sorprendentemente!— las voces de esos mismos reyes, también acumuladas y también cubiertas del mismo polvo que cubre todo el lugar”, escribe Maia. En el poema “Mito babilónico” del libro Breve sol (2001) Circe da cuenta de la extrañeza de esta imagen. Dice el poema:
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Ehreskigal está en su trono
“¿Quién es ese?” pregunta.
Enkidu está llegando
a la Casa de Polvo.
A un costado, coronas de los reyes
cubiertas por el polvo.
Del otro lado, las voces de los reyes
cubiertas por el polvo.
—Las voces, polvorientas?
¿Cae, sobre el sonido,
también el polvo?

Esta imagen de las “voces cubiertas de polvo” no se encuentra en las versiones en español del Cantar de Gilgamesh. Tal vez Circe la tomara de versiones traducidas de otras lenguas o tal vez partiera del Cantar... para crear una imagen especialmente funcional a su poesía. En el artículo “La traducción de la literatura helénica a lenguas extranjeras”, que se recoge en este libro, Circe señala la posibilidad de que un gran poeta utilice “el texto original para la creación propia”. Cita el poema “Papyrus” de Ezra Pound originado en “un fragmento muy deteriorado de un poema de Safo”. La síntesis poética que reúne a la vida y la muerte en una sola imagen tiene una enorme productividad en el conjunto de la poesía de Maia. Las “voces” atraviesan su poesía, que se despliega como un diálogo constante con otros (autores y/o lectores). Sus palabras “desempolvan” las voces, las transforma en memoria y vida.

En el libro En el tiempo hay una serie de poemas dedicados a la muerte de la madre. Dice el comienzo del V:
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Hoy me puse a cantar canciones tuyas
cuando no había nadie.
Y venía tu voz, alzándose, venía
borrándome la ajena luz, volando
tu voz hacia la mía
como por otro aire.

Y el poema “Otra Voz Canta”, musicalizado por Daniel Viglietti, del que cito solo las primeras estrofas:
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Por detrás de mi voz
– escucha, escucha –
otra voz canta.
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Viene de atrás, de lejos;
viene de sepultadas
bocas, y canta.
– escúchalos, escucha –
mientras se alza la voz
que los recuerda y canta.

En el artículo “Hechos y fantasía”, recogido en esta edición ampliada de La casa de polvo sumeria, Maia afirma que “la realidad pesa demasiado para los humanos, solo un complejo mundo imaginario de mitos y leyendas puede aligerar el peso de la vida”. Circe hizo una síntesis vertiginosa de la leyenda de Gilgamesh y recuperó algunas imágenes que decantó en poesía. Logra así, una vez más, juntar la lucidez y la vitalidad, y tratar con distancia e ironía la imagen implacable de la muerte.

LA CASA DE POLVO SUMERIA. Sobre lecturas y traducciones. Edición ampliada, a cargo de María del Carmen González, Rebeca Linke Ed., 2024. Montevideo, 136 págs.

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La casa del polvo sumeria (un extracto)
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Por Circe Maia
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Cuando los estudiosos se enfrentan a los mitos y analizan su posible significado o estudian su estructura, dejan de lado, en la gran mayoría de los casos, el otro aspecto del mito: su extraordinaria fuerza poética.

De la asombrosa leyenda del héroe sumerio Gilgamesh solo nos quedan algunas tabletas de arcilla, escritas en caracteres cuneiformes. Allí no está el poema original, sino su traducción al idioma akkadio. Las tabletas fueron halladas en las ruinas del palacio de Asurbanipal, el último de los más famosos emperadores asirios, quien reinó en Nínive, unos seiscientos años antes de Cristo.

El poema primitivo era mucho más antiguo: fue escrito en idioma sumerio, en tabletas de arcilla —muy daña- das hoy—, unos dos mil años antes de nuestra era. Estamos, pues, frente a uno de los más remotos rostros con los que se nos presenta la poesía, tan antiguo como el de las pirámides egipcias. Sabemos que a sus propias construcciones piramidales —los ziggurats— los sumerios no lograron hacerlas durar cuatro milenios, por estar hechas de ladrillo. Sólo podemos imaginar cómo serían, por ejemplo, esos grandiosos templos que adornaban la ciudad sumeria de Uruk, en la que reinó Gilgamesh.

La historia de este rey está totalmente trasmutada en fantástica leyenda, la que le atribuye ser más que un semidios, pues era “tres cuartos divino y uno humano”. Entre las numerosas aventuras y hazañas que se relatan sobre él sobresalen las que realiza con su compañero Enkidu, el primer mortal que se atreve a amenazar y aún a atacar a un dios —nada menos que a la poderosa diosa Ishtar— y recibe como castigo una muerte lenta, un descenso gradual al infierno sumerio: la Casa de Polvo. Enkidu tiene tiempo de relatar lo que ve allí. En ese lugar en penumbra todo está cubierto de polvo, especialmente los cerrojos de las Grandes Puertas. Una densa capa de polvo las recubre, signo de que no se han abierto en mucho tiempo. Lo más llamativo, más que la presencia de la reina del infierno —Ehreskigal— con su escriba sentado frente a ella, más llamativo que las coronas de los reyes, que se acumulan allí, polvorientas, a un lado de la entrada, son —¡sorprendentemente!— las voces de esos mismos reyes, también acumuladas y también cubiertas del mismo polvo que cubre todo el lugar.

La imagen de estas voces, amontonadas y polvorientas, posee un claro valor poético que no es necesario subrayar.

La idea que está presente aquí es la de la muerte como gran igualadora y es muy común en la historia de la literatura. Recordemos a Luciano, bajo el imperio romano, quien muestra la humillación a la que son sometidos los pasajeros de Caronte, entre ellos varios reyes, quienes deben despojar- se de sus coronas y deben “arrojar su orgullo”, pues pesaría demasiado en la frágil barca...

Regresando a la Casa de Polvo sumeria, la desaparición de Enkidu es motivo para que el héroe trate de escapar del mismo destino “polvoriento”. Cuando ya está por lograrlo, por haber persuadido al único hombre inmortal (Upnapishtin) de que le entregara el secreto de la inmortalidad, fracasa sin embargo en la prueba previa: mantenerse despierto siete días y siete noches. El héroe está tan fatigado, que cae dormido inmediatamente y duerme todo el tiempo que debió velar.

(tomado de La casa de polvo sumeria)

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