por Alexis Borla
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William Patrick Corgan escribió en su libro de poemas Blinking with Fists que “el verdadero genio es un virus que debe invadir y destruir sus conexiones constructivas”. No sería equivocado resumir buena parte de sus aspiraciones artísticas en esa premisa, ya que el líder y voz de The Smashing Pumpkins construyó y deconstruyó incesantemente el sonido de su banda a lo largo de más de tres décadas, consolidándola como un fenómeno que desafía el tiempo y las convenciones del rock alternativo.
Desde sus primeros éxitos en los noventa, la banda formó parte de una vorágine masiva a la que llegó impulsada por una trilogía de álbumes que hoy son clásicos del mejor rock de los 90: Gish (1991), Siamese Dream (1993) y Mellon Collie and the Infinite Sadness (1995). Cada disco los llevó a encabezar festivales de gran magnitud, produciendo éxitos a un ritmo que parecía insostenible y que, en efecto, no volvió a repetirse con igual intensidad.
Aquel Corgan que de pibe se maravillaba con las guitarras de Tony Iommi (guitarrista de Black Sabbath, creador de todo un sonido en la historia del rock & roll) dejó lugar a un artista completo que derramó toda su creatividad en la ampliación del estilo de su banda, influenciado también por la experimentación de otros grupos como New Order, David Bowie, Bauhaus y The Cure. En los últimos quince años la música de su banda resultó incomprendida tanto por la crítica como por el público, quienes reclamaban volver a las épocas más ásperas, esas que hicieron de sus primeras producciones unos clásicos que hasta hoy les permiten conectar con su audiencia.
Carácter distintivo. Esta versatilidad artística llevó a Corgan a explorar lugares más allá del formato de álbum tradicional. En los últimos años lanzó In Ashes, una web-serie de cinco episodios que él mismo guionó, y combina elementos distópicos con una atmósfera musical característica de sus raptos más ambientales. Este proyecto reflejó la intención de Corgan de escapar de los formatos convencionales que encorsetaron su carrera, además de abrir nuevos caminos creativos.
Pero no siempre la repercusión es la buscada. En 2023, los Pumpkins presentaron ATUM, una ambiciosa “ópera rock” de tres actos, con 33 canciones y cerca de 140 minutos de música. Esta monumental obra no tuvo buenas críticas, resultando soporífera para muchas de las revistas especializadas que la reseñaron. Y tal vez ese sea el carácter más distintivo de la banda. Todo gira frenéticamente sin tener clara una fórmula creativa como si estuviera soñando y despierto al mismo tiempo. Construyendo y destruyendo por temporadas, como si hacer música fuese una condición médica.
Prolífico como pocos, Corgan también editó discos en solitario, escribió libros y creó bandas sonoras para películas y series. Seguramente, como explicó en una reciente entrevista, esto tenga que ver con su deseo de “subvertir un sistema que va en contra del pensamiento holístico cuando se trata de cómo se hace el arte y se entrega a quienes quieran escucharlo”. Este espíritu rebelde y a contracorriente fue clave para la banda en los años noventa, cuando convivían en el auge del grunge y la música alternativa sonaba en el Top 40, algo que en palabras del propio Billy hoy sería “casi impensable, tanto como entonces”.
Elige tu aventura. El título del nuevo disco de los Pumpkins, Aghori Mhori Mei, resulta como muchos de los símbolos de la banda, enigmático y abierto a que el oyente lo complete dándole su interpretación. Su vaguedad habilita interpretaciones personales y rompe la primacía del autor sobre la obra evitando limitaciones. Todo este ejercicio le hace una mueca a la idea que el filósofo francés Roland Barthes tuvo sobre finales de los años 60 y que hoy conocemos como la “muerte del autor”: Corgan cede parte de su control sobre la interpretación, otorgando al oyente libertad para rellenar vacíos que aparecen, completando así la obra. Algunos han especulado que el título podría derivar del sánscrito o del latín y buscaron formas de que signifique algo grandilocuente como “estoy listo para morir” o fórmulas por el estilo. Lo más probable es que no tenga un sentido ya que forma parte del característico estilo críptico, ya casi mítico a esta altura, de la banda.
Este es el duodécimo disco que lanzan, hay una identidad muy delineada que late y se sacude en los orígenes mismos de la banda. Corgan, acompañado de sus eternos James Iha y Jimmy Chamberlin, supo volver a armar una gran banda para alejarse de los sintetizadores de sus trabajos más recientes y ofrecer su álbum que reluce como una bocanada de aire en un océano de música sinusoidal. Su creatividad desborda como una incesante hemorragia, una autodestrucción creadora en la que lo mismo se reiteran patrones de sus primeros éxitos como se rompen en un ejercicio de renovación. La obra, que parece absorber energía condensada en su propio caos, no se define tanto por declaraciones pomposas sino más bien por una insistente melancolía y oscuridad, que integran ese sentimiento constante en la narrativa de los Pumpkins.
Las canciones, en esta búsqueda de autenticidad, son densas y ricas en textura, tejidas con múltiples capas de guitarra que construyen un impenetrable matorral de sonido. Entre los temas destacan “Pentagrams” y “Sighommi”, cargados de una pesadez que recuerda la genética rockera de la banda, mientras que “Pentecost” y “Who Goes There” ofrecen los contrastes más delicados. En “999”, Corgan muestra que su madurez lo tiene enfocado y conciso a la hora de componer canciones poderosas. La energía parece no drenarse y se sostiene hasta llegar a “Goeth The Fall”, posiblemente la mejor canción desde “The Everlasting Gaze” en Machina I (2000). El disco cierra con “Murnau”, un tema bello y desgarrador en el que Corgan deja claro que ya no vive por y para la música. De aquí en más va a hacer lo que le venga en gana cuando se meta en un estudio.
No se contaba con su astucia pero The Smashing Pumpkins han vuelto a lo grande, con otro disco que roza el “excelente”, logrando que en esta era de consumo digital alguien pueda desafiar la fugacidad del on demand para recordarnos que una buena canción, cuando se compone con autenticidad, trasciende cualquier cambio en las plataformas o modas.