Autor argentino, un poco inglés
Vuelve El mal menor, novela del malogrado e inolvidable escritor. Leerla es vivir una experiencia intransferible.
En literatura, la relación entre los sueños y el terror no solo viene dada desde afuera, porque mucha terrorífica obra literaria tuvo su concepción en los sueños de los escritores (algunos: Shelley, Lovecraft, King, Stevenson), sino desde adentro, en historias que vinculan esos dos universos y hacen nacer lo ominoso, lo monstruoso, lo incomprensible. Especialista en abordar literaria y metafísicamente esa otra vida, Borges cierra el poema “El sueño” (La cifra, 1981) con dos versos gloriosos: “Curiosamente una pastilla puede/ borrar el cosmos y erigir el caos”.
Hubo un hombre en el siglo XX, argentino pero un poquito inglés —como Borges— que ideó una historia siniestra. Primero, imaginó que entre el mundo del sueño y el de la vigilia hay una frontera (el Cerco). Esto es importante para que no se cumpla la premonición de Coleridge: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?”. Luego, imaginó que en ocasiones los sueños de ciertas personas muy especiales eran tan vívidos que traspasaban esa frontera, y a esas figuras que rompían el Cerco las llamó Visitantes. Cuando un Visitante tomaba conciencia de que lo era se dedicaba a buscar a su soñador y matarlo, a él y a sus seres queridos. A ese Visitante fuera de serie lo llamó Prófugo. Solo una fuerza podía detener a los Prófugos: doce personas en el mundo que nunca sueñan (los Arcontes) tenían la capacidad de identificar y contrarrestar ese lado oscuro de la fuerza y cerrar el Cerco de nuevo para que la gente soñara en paz y no muriera por eso. El creador de esta historia es C. E. Feiling y la novela se titula El mal menor. La publicó en 1996, un año antes de morir de leucemia, y es mucho más que esa sinopsis.
Los noventa
El 5 de junio de 1961 nacía en Rosario (Argentina) Charles Edward Anthony Keith Feiling. En el registro se negaron a ponerle ese nombre y lo españolizaron como Carlos Eduardo Antonio Feiling. Firmó siempre C.E. Feiling; los íntimos le decían “Charlie”. En 1996 la periodista Cynthia Sabat lo entrevistó (era para un telefilm que no se concretó, él ya estaba enfermo), y en ese marco Feiling detalló un curioso árbol familiar: “Mi bisabuelo era preceptor de los hijos de la reina Victoria […]. El autor de El viento en los sauces, Kenneth Grahame, es un tío lejano. En Inglaterra es un clásico, se lee a la par de Peter Pan. Keith Feiling, hermano de mi abuelo, escribió una Historia de Inglaterra. […]. Y el famoso escritor en la familia es Anthony Hope, autor de El prisionero de Zenda”. Más adelante contó que después de la Segunda Guerra Mundial su familia sobrevivió gracias a las regalías que dio esa novela de Hope.
Para Feiling las regalías propias no llegaron y no solo porque la muerte le interrumpió a los treinta y seis años el improbable proceso de adquisición, sino porque fuera del círculo de amistades literarias —Luis Chitarroni, Sergio Bizzio, Guillermo Saavedra, Alan Pauls, Rodrigo Fresán, Daniel Guebel, Sergio Chefjec— no fue un autor de impacto masivo. Tenía un plan de escritura, atractivo para los colegas en la medida en que es atractiva la experimentación: escribir una novela por género. Lo hizo hasta donde pudo, en los fructíferos noventa, cuando el siglo explotaba. En 1992 publicó El agua electrizada, un policial que tenía componentes aterradores vinculados a la historia argentina; en 1993 se volcó al género de aventuras con Un poeta nacional, rescatando para el disfrute la figura de Leopoldo Lugones; murió antes de concluir La tierra esmeralda, donde optaba por el fantasy, y poco antes había hecho esta joya breve poblada de horrores pequeños, El mal menor, que ahora edita el sello La Bestia Equilátera. Uno de sus editores, Luis Chitarroni, escribe el prólogo, entusiasta del autor y poco centrado en el libro; otra, Natalia Meta, realizó en 2021 el film El prófugo, inspirado en la novela pero con un vuelo propio que lo aleja de ella hasta hacerla casi irreconocible.
El inmanejable horror
Cerco, Prófugos, Arcontes y Visitantes son, por decir así, el envoltorio esotérico y lujoso de un regalo violento. El mal menor es la historia de Inés Gaos, una treintañera copropietaria del restorán Picante, de cuna rentable (madre insoportable, pero con tierras), cocainómana, alcohólica, con un novio imperfecto (Leopoldo) y un amor imposible (Alberto, socio perfecto pero amante flojo), y recién mudada a un apartamento horrible pero bien situado. Y es la historia de Nelson Floreal Ortega, emigrante uruguayo, cincuentón y solitario, que se dedica a tirar el Tarot y vive en situación precaria con su mamá (Adela) que está postrada y en las últimas, pero es Arconte. Los “peros” en la novela de Feiling son señales, alertas que va dejando, banderas rojas. Como todo horror que se precie, comienza con un ambiente semi-tranquilizador, cotidiano. La vecina del piso de abajo, Nancy Romero —compendio de lo kitsch manifestado en una indumentaria de mal gusto y renombre— le toca timbre a Inés para quejarse de que hace ruido de “taquitos” al caminar. Después de darse un baño (nada más propicio al horror que la heroína recién salida de la ducha), Inés descubre que el ruido lo provoca una presencia que no ve, pero comprende: algo que huele a azufre y excremento, que enfría el ambiente y pone al rojo vivo la manija de la puerta. ¿Es un tópico? Sí, pero funciona.
Todos los personajes de El mal menor, desde el más protagónico al más secundario (el kiosquero Atilio, el conserje del edificio, la gata Azucena, las calles porteñas o los hoteles cubanos) son creaciones complejas, formidables costuras que atan por todas partes lo inverosímil que se está contando, el mundo delirante que habitan con independencia de que existan o no todas o cada una de esas categorías desconocidas para los mortales comunes. Con una estructura bifronte que alterna capítulos en primera persona con capítulos en tercera, con prosa fluida, voluntario humor y con un grand guignol como cierre, Feiling muestra el horror, pero se aparta de la premisa básica del género que consiste en producir miedo en el lector. Quizá porque borda su trama con ironía, detalles y asociaciones múltiples que no tienen que ver con ese monstruo que nunca asoma como tal y es, por tanto, inmanejable. La fealdad, lo asqueante y lo siniestro aparecen, sí, pero en los filmes de terror citados, en la vecina kitsch, en las enfermedades, en la otra cara del “hombre de tus sueños”.
Hay algo más: la experiencia intransferible de leer a Feiling, que es la de caminar por una cornisa familiar y ajena, cerco donde lo inventado se hace real y lo real parece inventado.
EL MAL MENOR, de C.E. Feiling. La bestia equilátera, 2021. Buenos Aires, 243 págs.