Escritos del genio errante

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Sylvia Beach y James Joyce en París, ca. 1920. Foto: James Joyce Collection, SUNY, Buffalo

Textos y ensayos del más grande, que entrevió antes que nadie el destino de las culturas subyugadas por el colonialismo y el imperialismo

La breve y potente obra de James Joyce en los comienzos del siglo XX justificó el interés de Ellsworth Mason y Richard Ellmann por reunir sus escritos críticos en 1959, ahora ampliados y traducidos al español por el argentino Pablo Ingberg, también responsable del prólogo y de las abundantes notas que aclaran las circunstancias en que fueron concebidos y las referencias históricas aludidas por Joyce. La celebridad del autor guió todos los esfuerzos a recuperar esta abultada miscelánea que recoge textos escolares, reseñas periodísticas con las que Joyce se ganaba la vida, artículos políticos con una fuerte denuncia del yugo inglés sobre Irlanda, varias conferencias en Trieste, fragmentos de monografías universitarias y otras curiosidades.

AUTORES ADMIRADOS.

Más allá del interés específico para los estudiosos de Joyce, el libro presenta un atractivo irregular por el olvido o la intrascendencia de muchos de los autores abordados, el tratamiento coyuntural de circunstancias políticas devoradas por el tiempo y la brevedad de sus comentarios sobre varios autores famosos con los que tuvo relación, en los que prefirió no emitir un juicio profundo, como es el caso de Ezra Pound, que lo alentó de un modo decisivo, o el de Italo Svevo, cuyos libros cobraron difusión en Europa con su apoyo. Todo esto ocupa buena parte del volumen. Sin embargo, el lector paciente encontrará muchas señas del talento de Joyce y de su genio, notable en la ambición crítica de sus textos juveniles, en la actitud polémica frente a los prejuicios de su época o en su temprana vindicación del valor de la obra de Ibsen, del poeta irlandés James Clarence Mangan, la piedad por el destino de Oscar Wilde, su respeto a Bernard Shaw, entre otros autores admirados.

Hay también en esta miscelánea una robusta comprensión de los orígenes, el carácter y el destino de Irlanda, con una decidida adhesión a la causa nacionalista que por mucho tiempo la equiparó con los movimientos insurgentes de las colonias británicas, y varias crónicas sustanciosas de la identidad irlandesa, formada en el crisol de tradiciones celtas, anglosajonas, escandinavas y latinas. Le dedicó al tema una conferencia en la ciudad de Trieste cuando con veinticinco años se ganaba la vida como profesor de inglés. La situación nacional y la ponderación de la literatura irlandesa concentraban entonces sus ironías y un ingenio penetrante, no falto de humor para tratar las contradicciones y diferencias entre católicos y anglicanos, revolucionarios y conservadores, mediocres consagrados y talentos menospreciados.

"Un solo Rembrandt vale una galería llena de van Dycks" dijo Joyce en su primera conferencia pública, cuando tenía 18 años, en la Sociedad Literaria e Histórica del University College de Dublín. La tituló "Drama y vida" y ya declaraba que el drama griego estaba agotado, discriminaba el estatuto del drama del estatuto de la literatura (nombrada con sentido peyorativo), y abogaba por la dignidad dramática del mundo real, hasta en las más ordinarias y monótonas existencias, convencido de la prioridad de la verdad sobre las pretensiones edulcoradas de la belleza, que en 1900 languidecían bajo las demandas éticas y religiosas de la elevación espiritual. El texto es especialmente revelador de la inteligencia con que años más tarde escribiría su Ulises. "El arte es fiel a sí mismo —dijo entonces— cuando se ocupa de la verdad fiel".

Otro núcleo de interés es la conferencia sobre Daniel Defoe y William Blake, y la de Charles Dickens, ambas de 1912, en la ciudad de Trieste. Por resumir los orígenes de la literatura inglesa sobrevuela a Chaucer, al que adjudica utilizar el alma inglesa como marco de las aventuras de los clérigos normandos y los héroes extranjeros con un estilo "refinado y exornado", y se detiene en Shakespeare para anotar que en su obra el pueblo inglés es "un campesino zafio, un juglar de la corte, un zaparrastroso entre loco y bobo", mientras que sus personajes son todos "ultramarinos y ultramontanos: Otelo, un caudillo morisco, Shylock, un judío veneciano, César, un romano, Hamlet, un príncipe de Dinamarca, Macbeth, un usurpador celta, Julieta y Romeo, veroneses". El único personaje que encuentra inglés es "el gordo caballero de barriga monstruosa, sir John Falstaff". Afirma que Los cuentos de Canterbury son una versión del Decamerón, El paraíso perdido de Milton una transcripción puritana de la Divina Comedia, y que Daniel Defoe es el primer escritor inglés que no copia, auténtico padre de la novela inglesa. Pero luego de recorrer su vida y recordar que comenzó a escribir novelas tras su agitada vida de comerciante, a los sesenta años, describe sus libros por la admirable claridad y precisión, y por la ausencia de cualquier brillo poético. Su novedad es el verismo, dice, y si viviera en el siglo XX sería un famoso corresponsal en algún periódico. No lo lee con simpatía, mucho menos su Robinson Crusoe, novela en la que ve el verdadero símbolo de la conquista británica y del alma anglosajona: "la independencia viril, la crueldad inconsciente, la persistencia, la inteligencia tarda pero eficaz, la apatía sexual, la religiosidad práctica y bien ponderada, la taciturnidad calculadora". Pero no lo trata con necedad: "Quien relea este libro simple y conmovedor a la luz de la historia subsiguiente no puede no experimentar su encanto fatídico".

EL PERIODISTA COMO MONJE.

Joyce exaltó con entusiasmo la ética y los logros líricos de la obra de William Blake, y regresó a los juicios ambiguos frente a la de Dickens, que percibe rotunda en sus exageraciones y sentimentalismos, lo que explicaría que haya anidado en el corazón del pueblo y vencido sobre su gran rival, William Thackeray. Una monografía sobre el Renacimiento, preparada para dar un examen que le permitiera ingresar a la Universidad de Padua, también lo llevó a dibujar una serie de ideas sobre sus consecuencias en la literatura. "Ha puesto al periodista en la cátedra del monje" dice, "ha depuesto una mentalidad aguda, limitada y formal para dar el centro a una mentalidad fácil y amplia", agitada y amorfa. Desde entonces asegura que "nuestra cultura tiene un objetivo totalmente distinto" frente a los terrores y vocaciones morales del pasado: "estamos ávidos de pormenores".

El esfuerzo de Pablo Ingberg en esta edición es encomiable. No todas sus minuciosas notas son relevantes fuera del mundo académico, pero en su mayoría resultan muy pertinentes para acompañar las reflexiones de Joyce.

JAMES JOYCE, ESCRITOS CRÍTICOS Y AFINES, edición y traducción de Pablo Ingberg. Eterna Cadencia, 2016. Buenos Aires, 476 páginas. Distribuye Escaramuza.

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