Un crimen famoso revisado
Un comando del Mosad israelí ejecutó a un criminal nazi en un chalet de Shangrilá, y Uruguay ocupó los titulares de los diarios del mundo. Fernando Butazzoni investigó el caso con una novela.
Sucedió cerca de Montevideo, en un balneario tranquilo llamado Shangrilá hace algo más de 50 años, y Uruguay estuvo en los titulares del mundo. Un comando israelí asesinó en 1965 a un criminal de guerra nazi en un chalet, tras engañarlo para venir a Uruguay desde Brasil, donde la dictadura brasileña le daba una relativa protección desde 1946, cuando huyó de su nativa Letonia. El operativo —sofisticado, enorme, en apariencia chapucero y muy publicitado— buscaba, en parte, influir en lo que en días se votaría en Alemania: una suerte de Ley de Caducidad para los criminales nazis —unos 105 mil dispersos por el mundo, según evaluó entonces la OTAN, aunque la mayoría en Alemania—, ley que los eximiría de cualquier juicio y condena por parte de las víctimas, en una época donde pocos asumían la cifra de seis millones de víctimas y el término Holocausto aún no pesaba como hoy. Una época donde el asesinato de Herberts Cukurs —así se llamaba el letón— no era un hecho aislado, sino una consecuencia del odio y el rencor que cargaban los sobrevivientes que vieron a sus familias masacradas. A los nazis, entonces, los mataban. No era extraño que los ex SS aparecieran, de tanto en tanto, en una cuneta, en diferentes lugares del mundo. Pero no salían en prensa.
El nuevo libro del uruguayo Fernando Butazzoni aborda este crimen y se titula Los que nunca olvidarán. Es un autor que ha cosechado una legión de lectores abordando crímenes notorios, como el asesinato del diplomático norteamericano Dan Mitrione a manos de los Tupamaros en 1970.
El alma de los hechos
Los protagonistas del libro son los 26 mil judíos letones asesinados por las SS con la ayuda de individuos como Cukurs, el comando israelí que llevó a cabo el asesinato, el propio_Cukurs y su entorno familiar, el agente israelí que engaña a Cukurs tras una paciente labor, la policía uruguaya, y un relator, quien lleva adelante el caso. Éste declara que busca llegar a “el alma de los hechos”, lo que está detrás, lo no dicho, pero como son tantas las trampas y las lagunas, ha optado por escribir una novela. Así gana en libertad para explorar, imaginar y relatar.
Pero también deja abiertas cuestiones éticas de importancia, porque los hechos narrados están demasiado cerca en el tiempo, y hay testigos directos del Holocausto judío que aún viven y reclaman, material y simbólicamente: con todo derecho pueden exigir historia fáctica, datos concretos, periodismo puro y duro, y no novelas. La opción de la novela, entonces, puede ser el camino para lograr un golpe de efecto sin exponerse demasiado. Las herramientas narrativas a utilizar son múltiples, el conjunto puede crecer en términos jurásicos, y las posibilidades de éxito relativas (lo logró Olivier Guez con una novela que fluye, La desaparición de Josef Mengele, Tusquets, 2018). Para la crítica estos intentos son como serpientes enjabonadas, difíciles de capturar. Un amigo, escuchando mi penitencia, me dijo “no te preocupes, es más grave porque al final la serpiente se seca”.
Cuando se seca, se abre la paja del trigo. Hay trigo interesante. Por ejemplo, en el abordaje que hace Butazzoni de las psicologías de quienes rodearon a Cukurs en Brasil, sobre todo su hijo Gunars, la nuera Ingeborg y en particular la esposa Milda. Los familiares que conviven con quien asesinó a miles de ancianos, mujeres y niños indefensos deben desarrollar estrategias de supervivencia emocional, tanto en la aceptación como en la negación. Lo decía la Premio Nobel transilvana Herta Müller, quien debió convivir años con un padre nazi, ex miembro de las SS, alcohólico y nunca arrepentido. “Veía en mi padre lo que es gestionar la mala conciencia desde el orgullo más cerril” recuerda en Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío. Ese ejercicio, que para Müller fue el motor emocional de su gran literatura, no lo realizaron los Cukurs, quienes optaron por sostener la total inocencia del jefe de familia. Pagaron un precio que el relato registra en certeras pinceladas.
Otro acierto es la descripción de la investigación policial centrada en la figura del comisario Otero. El lector llega a percibir lo que significó para estos policías de provincias encontrarse con algo mucho más grande que ellos, por lo tanto inabordable, aunque la sangre, el martillo con que le abrieron el cráneo a Cukurs, el propio cadáver putrefacto y un baúl estaban allí gritando significados ocultos.
Un punto alto es el relato del viaje a Letonia para conocer las fosas comunes donde las SS alemanas, con la ayuda de letones como Cukurs, asesinaron y enterraron en pocos días a 26 mil judíos letones, judíos que ni siquiera hablaban ídish, sino alemán. Lo desangelado del sitio, ubicado en el parque de Rumbula, en las afueras de Riga, contrasta con la descripción del desfile que todos los años se hace en Riga en homenaje a la legión letona de las SS, con público, porque allí recuerdan a Cukurs como un héroe, claman su inocencia, y hasta le dedicaron una comedia musical.
El libro fracasa, sin embargo, al sumergirse en Yaakov Meidad, protagonista central de esta historia. Había participado en el secuestro de Eichmann en Buenos Aires, y trajo a Cukurs engañado a su trampa mortal en Uruguay; su imagen permanece opaca, pese a que publicó en hebreo unas memorias sobre el operativo. Dicen que podía asumir con gran facilidad el cambio de identidades.
Personaje incómodo
Si Los que nunca olvidarán es novela, cabe asumir que el relator también es un personaje de ficción, inventado. Como tal resulta incómodo, un intruso que aparece una y otra vez expresando sus miedos, dudas o vértigo. Ocupa con sus quejas una cantidad inaudita de páginas, incluso arriesgando pensamientos del estilo “Yo, como cualquiera, puedo convertirme en un asesino”, o reflexiones curiosas del tipo “podría, con ciertos artilugios que bien conozco, construir una mentira y blindarla por los cuatros costados. Es lícito. Me entrené para eso durante años” (¿Es lícito?). Lo que resulta sorprendente es que le recuerde al lector en la página 366, la última, quiénes son los protagonistas del libro. Después de 366 páginas parece que no estaba claro. Una perla: cuando habla de su trayectoria de 40 años como escritor dice “Mis asesinatos —dicho así suena gracioso— no los elijo; ellos vienen a mí sin que los convoque”, lo cual es poco creíble dado el enorme ego del personaje, para confesar una página más tarde que en cierta recepción diplomática supo “girar sobre mis talones y capturar al vuelo un canapé de salmón”.
Entonces, entre el escritor pasivo al que le llegan los crímenes, y el cazador activo de canapés de salmón, queda un libro de logros desiguales, que no levanta vuelo, y al que le sobran 50 páginas.
LOS QUE NUNCA OLVIDARÁN, de Fernando Butazzoni. Alfaguara, 2020. Montevideo, 376 págs.