REEDICIÓN DE LOS PICHICIEGOS
La reedición de Los Pichiciegos, de Fogwill, abre la oportunidad de repensar una guerra atroz e incomprensible.
Rodolfo Enrique Fogwill (1941-2010) fue un porteño nacido en Quilmes que quiso ser llamado solo por el apellido: Fogwill, con sonoridad inglesa. En 1982, cuando la guerra de las Malvinas —también llamada, eufemísticamente, conflicto del Atlántico Sur— tocaba a su fin, Fogwill empezó su primera novela, Los Pichiciegos. La leyenda dice que la terminó en unas pocas noches; lo cierto es que la publicó en 1983, cuando la realidad había llamado a la puerta de los argentinos con su cifra de muertos, desaparecidos y locos y con el peso neto de la derrota. Margaret Thatcher se había impuesto sobre Leopoldo Fortunato Galtieri, el Imperio Británico había triunfado sobre la lógica geográfica, y los militares argentinos volvían a ser —si bien por poco tiempo más— dictadores locales.
Dice Fogwill de Los Pichiciegos que “no es un libro sobre la guerra, sino sobre mí y sobre la guerra de uno que jamás escribirá contra la guerra, contra la lluvia, los sismos, ni las tormentas, y siempre contra las maneras equivocadas de nombrar y de convivir con nuestro destino”. Esa declaración aparece en la contratapa de esta reedición de Alfaguara y era parte de un prólogo que el autor escribió en 2010 para una edición anterior (El Ateneo). Allí contaba que un día llegó al departamento de su madre y la vio mirando en la televisión los informes de la guerra y gritando entusiasmada: “Hundimos un barco”. “Ni la imagen de decenas de ingleses violetas flotando congelados, que de alguna manera me alegraba, pudo atenuar el espanto que me provocaba el veneno mediático inoculado a mi familia”, dice, y cuenta que subió a su piso y escribió “mamá hoy un hundió un barco”, y después puso en la máquina una hoja nueva y por doce horas no paró de escribir. Así nació Los Pichiciegos, como reacción a un delirio colectivo de grandeza y estupidez.
NI HÉROES NI OBJETORES.
Esta novela se inscribe en una larga tradición de literatura bélica, alguna producida por hombres que participaron en guerras (no siempre como lo contaron): León Tolstói, Henri Barbusse, Ernst Jünger, Louis-Ferdinand Céline, Erich Maria Remarque, Ernest Hemingway o Tim O’Brien; y otras creadas por gente que no fue a la guerra pero supo dar cuenta de sus efectos: Dalton Trumbo en Johnny cogió su fusil, Javier Cercas en Soldados de Salamina o Jean Echenoz en 14, por ejemplo. Fogwill tampoco fue. Era un sociólogo y poeta metido a publicista que recién con un cuento publicado en 1980 titulado “Muchacha punk” había saltado a la fama y la sostuvo, en parte gracias a un perfil provocador y un ego importante.
Los Pichiciegos está narrada por Quiquito, un soldado desertor que junto a otra veintena de chicos sobrevive bajo tierra, en cuevas o trincheras cavadas por ellos mismos en tierras malvinenses. Son oriundos de San Juan, Formosa, Buenos Aires, Santiago, Tucumán, etc., jovencitos que no saben quién fue Yrigoyen, ni la historia del peronismo ni la del continente, ni saben inglés ni dónde nació Gardel (pero eso quizá no lo sabe nadie). Lo principal es que no saben por qué están ahí y ya no se lo preguntan, no son objetores de conciencia ni van a ser héroes. Les importa fumar y no enfermarse. Se autodenominan “pichiciegos” desde que un santiagueño les habla de un animal, el “pichi” o mulita o peludo, que hace cuevas bajo tierra. Pero incluso en su marginalidad mantienen reglas, disciplina, un sistema de poder donde unos mandan y otros obedecen. No pelean contra el enemigo inglés sino contra el frío, el hambre, las minas enterradas, los bombardeos sorpresivos, el miedo a ser descubiertos, las heridas, la ansiedad y la locura. Manejan un lenguaje básico, no pontifican ni elucubran sobre la guerra; buscan calor, dicen “mamá” en sueños o cuando tienen miedo. “Cargar” el miedo es una de sus constantes. En ese punto y sin pretender medallas de antibelicismo Fogwill muestra mucho más que un campo de batalla. Es el efecto que lograba Tim O’Brien en Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, cuando en el primer relato de ese libro contaba cuántas cosas cargaban los soldados y el peso de cada una de ellas, y resultaba que eran muchos kilos, pero una de las cosas más “pesadas” eran los 300 gramos de una carta de amor de alguien que quizá ya los hubiera olvidado, pero conectaba con la vida y el futuro, algo que acaso ya no tenían.
OVEJAS.
La guerra de las Malvinas tuvo lugar entre el 2 de abril y el 14 de junio de 1982 y provocó casi un millar de bajas (649 argentinos, 255 británicos, 3 civiles), aunque ninguno de los bandos contendientes “declaró” la guerra. Simplemente Argentina se mandó e invadió, buscando recuperar la soberanía sobre las Malvinas, Georgias del Sur y Sándwich del Sur. Tras varios intentos fracasados de intermediación diplomática por parte de las Naciones Unidas, Estados Unidos y Perú, Margaret Thatcher decidió mover la flota inglesa. El resultado fue una aplastante derrota argentina, que contradijo el triunfalismo prometedor de la prensa de la época. En Los Pichiciegos está la historia no oficial, muchachos llamados o apodados Turco, Viterbo, Luciani, Ingeniero, Galtieri (un vehículo para poder decir: “Es que vos sos muy forro, Galtieri”), que en su lista de prioridades tienen “culear”, dormir, estar en la casa, comer bien, ver a los padres, o ser “malvineros”: “…me gustaría ser un malvinero y tener una de esas estancias enormes, vivir ahí, tener mujer, perro, todos rubios y fumar en pipa y mirar el pasto, cuando haya, sin que me vengan a joder los británicos ni los argentinos”. Pero que en la realidad ven ovejas asustadas explotando al pisar una mina, o le disparan una bengala al oficial enajenado que está vejando a un soldado, o mueren asfixiados mientras duermen. O sobreviven y tiempo después serán asistidos psicológicamente, pero ya no zafan, ni ellos ni la sociedad que los envió y los recibe, vivos y a la vez muertos (desde otro ángulo, Fogwill había tocado esto en un soberbio relato previo a la guerra, publicado en marzo de 1982: “Los pasajeros del tren de la noche”).
Los Pichiciegos es una de esas novelas que logran dar el salto mayúsculo entre su referencia y su concreción. La prosa es concisa y cortante y los episodios parecen flashes, disparos. Ningún personaje cala, pero el conjunto sí, así como el conjunto de todos los diálogos, si se empieza a desbrozar, dice mucho más de lo que parece, y nada está colocado en vano. Por algo uno de los chicos le cuenta a los otros el relato “Los buques suicidantes” de Horacio Quiroga, aquella historia fantasmal e inexplicable de marineros que se suicidaban, uno tras otro, porque sí. Es la historia hipnótica de los propios pichiciegos, de la guerra y quizá de la humanidad.
LOS PICHICIEGOS, de Fogwill. Alfaguara, 1983, reed. 2019. Buenos Aires, 191 págs.