Gabriel Matzneff, Vanessa Springora y la pedofilia francesa

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Vanessa Springora

El coraje de confesar, y denunciar

Vanessa Springora tenía 13 años cuando conoció a Gabriel Matzneff. Él escribió sobre esa y otras relaciones, todos sabían de la pedofilia, y nadie hizo nada. Ahora es ella la que escribe.

Gabriel Matzneff es un escritor francés de segunda fila, que hizo fama por la temática de su narrativa: las relaciones sexuales entre protagonistas adultos y niños o adolescentes de ambos sexos. Esa literatura, sutil a veces, explícita otras, tenía el plus morboso de ser autorreferencial. Matzneff (n. 1936), descendiente de emigrantes rusos, impactó en 1974 con un panfleto pedófilo: Los menores de dieciséis años; luego una editorial prestigiosa como Gallimard publicó sus Diarios; y en 2013 se le concedió el Premio Renaudot de ensayo. El caso es que para entonces todo el mundo sabía que Matzneff era pedófilo, que se vanagloriaba de eso, y que personalidades ilustres de la Francia literaria habían apañado su condición y su defensa pública de la misma: Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Gilles Deleuze, Roland Barthes, Jacques Derrida, Louis Aragon, por mencionar los más top. La condición “atenuante” —a ojos de muchos y exceptuando sus excursiones a Filipinas como turista sexual— era que esas relaciones eran consentidas por los menores y por los padres de estos, que obviamente no tomaban cartas en el asunto. Las tomó, treinta años después de los hechos, una mujer: Vanessa Springora, con un libro de confesión y denuncia titulado El consentimiento.

Los hechos

Vanessa Springora (n. 1972) tenía trece años cuando conoció a Matzneff, de cuarenta y nueve, a instancias de su madre, vinculada al mundo editorial. Al comienzo la relación fue epistolar, él prodigó los elogios de la conquista, y enseguida pasaron a la intimidad. Una terminología literaria —lolita, maestro, musa— le ponía freno a la legalidad y a la moral. ¿Dónde quedaba la libertad del “amor” si se comprimía en un formato cronológico? La consigna del mayo francés del ’68 de “prohibido prohibir” todavía duraba. Sin embargo, el romanticismo y beneplácito de Springora disminuyeron cuando descubrió que no era la única y que su relación estaba siendo escrita, igual que las demás. Aun así le llevó dos años cortar el lazo y soportar durante muchos más el asedio de Matzneff y la lenta cura interior de una emocionalidad traicionada en varios planos. Años antes le había ocurrido lo mismo a Francesca Gee, una quinceañera seducida también por Matzneff, que no solo contó su historia sino que puso la foto de Gee en la portada de su novela Ebrio del vino perdido (1981). Lo cierto es que editoriales como Gallimard, Table ronde, Julliard, Léo Scheer y Stock, entre otras, publicaron a Matzneff durante décadas. Ahora, #MeToo, libro de Springora y entrevistas de Gee mediante, el mundo editorial da un viraje y expulsa a Matzneff. Ahora la justicia lo encausa. Pero todo estuvo siempre a la vista, expuesto por el propio autor con un grado de desparpajo considerable y defendido por intelectuales que viajaban a la Antigüedad para mostrar que después de todo las relaciones carnales entre adultos y niños son cosa vieja y sabida. Los casos famosos abundan. Podría mencionarse la historia de Charles Chaplin, cuyas dos primeras esposas tenían dieciséis años y la cuarta, Oona O’Neill, diecisiete; aunque con esta última la diferencia de treinta y seis años no impidió que vivieran juntos hasta su muerte y tuvieran ocho hijos. O la de Horacio Quiroga, que también las elegía adolescentes. O la de Charles Lutwidge Dodgson (Lewis Carroll), el fotógrafo y escritor victoriano que se expresaba artísticamente fotografiando niñas desnudas.

Explicación hay para todo y además la vida es injusta: ese también es un argumento. Pero las preguntas de hasta dónde llega la libertad de expresión o qué valor tiene el consentimiento en contextos de desequilibrio, están a la orden. Separar al artista del individuo puede convenir a la apreciación estética pero no al marco legal o al moral que cada sociedad implementa para que sus individuos no se maten o lastimen tanto unos a otros. En ese contexto de tantas aristas, lo que hizo Springora fue un tiro por elevación en el momento oportuno.

El plato frío

En El consentimiento, Springora toma el procedimiento literario de Matzneff, que será aludido por la vocal de su nombre, G, y se larga a contar la historia de ambos logrando crear un personaje Matzneff repulsivo, manipulador, cobarde e inseguro hasta cuando declara que lo veía encantador. Springora narra sin pretensiones literarias y sin perder de vista el múltiple y a la vez unitario objetivo: denuncia, justicia, catarsis y venganza. No lo cuenta todo. Aclara que hay cartas privadas que destruirá (lo contrario a lo que hacía Matzneff, que las incluía en sus libros). Pero lo que sí cuenta, con afectación victimizante y por momentos saludable ironía, contiene un efectismo calculado: “A los catorce años, se supone que un hombre de cincuenta no te espera a la salida del instituto, se supone que no vives con él en un hotel ni te encuentras en su cama, con su pene en la boca, a la hora de la merienda”.

También se supone que luego de una pelea con G., cuando va a la casa del amigo filósofo Emil Cioran, este no debería responder así: “G. es un artista, un grandísimo escritor, algún día el mundo se dará cuenta. O quizá no, ¿quién sabe? Usted lo ama y debe aceptar su personalidad. G. nunca cambiará. Es un inmenso honor que la haya elegido. Su papel es acompañarlo en el camino de la creación, y también doblegarse a sus caprichos. Sé que él la adora. Pero a menudo las mujeres no entienden lo que necesita un artista. ¿Sabe que la esposa de Tolstói se pasaba el día mecanografiando lo que su marido escribía a mano y corrigiendo incansablemente el más mínimo error con absoluta abnegación? El amor que la mujer de un artista debe dar a su amado tiene que ser sacrificado y oblativo”. O la memoria de Springora es alucinante para recordar un parlamento extenso de décadas atrás, o se trata de una reconstrucción (magistral, por otra parte) que pone de manifiesto el punto de vista sesgado, patriarcal, parcial y conveniente de buena parte de la sociedad.
La propuesta de Springora es que este libro sea un ejemplo, aleccionante, de que se puede salir de la situación. Desde otro lugar lo hicieron Virginie Despentes, aguerrida, menos bienpensante, después de una violación, y Kathryn Harrison, tras una relación incestuosa y consentida con su padre. “Lo que ha cambiado hoy, y de lo que se quejan fustigando el puritanismo del momento tipos como él y sus defensores, es que, tras la liberación de las costumbres, también está liberándose la voz de las víctimas”, dice Springora, y no es menor que, reconociendo el puritanismo del momento, tome el derecho a la voz propia y asuma la autoridad de su vida y su expresión, al margen de la postura que cada cual tenga sobre el abuso, la sexualidad, la censura, la libertad de expresión y el arte.

EL CONSENTIMIENTO, de Vanessa Springora. Lumen, 2020. Traducción de Noemí Sobregués. Montevideo, 192 págs.

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