Una mujer que no calla
"La poesía sentimentaloide solo es mala poesía" afirma la poeta Gabriela Onetto en esta entrevista.
Estar con Gabriela Onetto (Montevideo, 1963) en el comedor de su casa obliga a mirar hacia arriba. El techo es tan alto que la mirada se pierde. Entra luz y hay espacio para pensar. Gabriela es Licenciada en Filosofía y su formación inicial la recibió en México. En 1998 publicó El mar de Leonardi y otras humedades, libro de relatos que le valió el Premio Narradores de Banda Oriental (1997), y casi veinte años después publicó su primer poemario, Espiar/Expiar (2015), con el que obtuvo el Premio Onetti (2014). Simultáneamente dio a conocer una novela corta llamada Montagú (2014), casi inencontrable, y durante décadas ha colaborado en diversas antologías. Es productora de video y guionista, y coordina talleres de motivación literaria donde trabaja lo autobiográfico y la mitología como estímulos creativos. Primero tallerista, luego amiga y socia de Mario Levrero, llevaron adelante el taller remoto Letras virtuales.
Sueño instagrámico
—¿Cómo ves el panorama literario actual en Uruguay?
—Estoy en un largo momento en el cual la lectura no está en el centro de mis intereses. Lo digo así, impunemente. Lo que me pasa, si bien me fascina el texto y lo que genera, es que siento que ya no puedo quedarme solo con la palabra escrita o impresa.
—Así que no mencionarías a nadie...
—No recuerdo qué leí de Daniel Mella que me gustó. También leí cosas de Ercole Lissardi y me gustaron. Amir Hamed también. Tal vez La azotea de Fernanda Trías, que es una gran escritora. Ni me acordaba de ella, y eso que soy amiga. No soy seguidora de escritores a lo rock star.
—La novedad literaria no te interesa.
—Para nada. Además, cuanto mayor sos más finito es el tiempo. Lo que he elegido es escuchar o leer lo mismo en trescientas versiones diferentes, o ver una película de vuelta. Lo hago con otros ojos.
—Interesante ese concepto.
—A veces nos parece, principalmente a los que venimos de una mayor pobreza, que es algo raro que hoy existan conceptos como “industrias creativas” y decís: “pah, qué bueno, nos están tomando en cuenta”, pero no, es exactamente lo contrario. Nos convirtieron en un producto a comercializar. Lo que importa es que generes un producto cultural que pueda ser vendido en una industria editorial.
—La escritora argentina Mariana Enríquez es buena. Pero da la impresión de que ya no importa si lo que hace es de calidad, porque hay un acuerdo tácito en decir que todo lo que hace es una genialidad.
—Porque está de moda. La venta no tiene nada que ver con la calidad y cuando llegás ahí tenés que estar dispuesto como escritor a ser vendido también como producto. Vas a ser evaluado con conceptos como “prototipos”, “retorno de inversión”, “producto mínimo viable”.
—Todo debe ser cuantificable.
—Nadie prioriza los proyectos que presentan procesos de investigación, porque la investigación de estos ingenieros, la innovación tan mentada, pretende que de antemano sepas cuál va a ser el resultado.
—A propósito, ¿en tus talleres aún observás el sueño romántico de los que quieren ser escritores?
—La gente que se acerca viene por la veta existencial. Nunca los puedo guiar para la carrera literaria porque no es lo mío. Levrero lo decía: existe el escritor que escribe “por” y el que escribe “para”. Hay gente que quiere ser escritor antes de tener la necesidad o de entender la verdadera tortura de escribir.
—¿Tortura?
—Sí, decía que si no había una imagen que lo molestara o le generara una curiosidad o perturbación suficientemente importante, no podía trascender la pereza que le daba sentarse a escribir. La única manera era que le pasara algo y a partir de allí investigar. En cambio, si pasa al revés, si planificás a la manera yanqui, después tenés que sentarte a ejecutar.
—Es otra cosa.
—No quiere decir que no se pueda escribir así, pero la verdad es como perder el alma. Vos decías “sueño romántico”, pero creo que es otro tipo. El romántico escribe como forma de verse, de construir, el sueño del ego, del individuo.
—¿El sueño posmoderno entonces?
—El sueño instagrámico.
Letras virtuales
—Con tu labor como productora de video, ¿cómo te llevás con el cambio de lógica al escribir?
—Siempre traté de no contaminar la escritura con esa lógica. Le pasa a los músicos cuando hacen jingles publicitarios. A mí me pasó con el video. Después de hacer videos empresariales de ensachetadoras no tenés ganas de escribir.
—Hablaste de redes sociales y publicidad. ¿Qué pensás de los nuevos formatos de escritura? La novela en Instagram, la novela por WhatsApp, etc.
—Esos formatos me parecen más comerciales que otra cosa.
—Están muy ligados a la novedad y no tanto a lo literario en sí, ¿no?
—Claro, muy ligados a las posibilidades creativas que se abren, por eso cada vez me siento más limitada por el libro, por el texto. Empiezo a escribir una cosa y paralelamente imagino formatos que involucran Internet. Lo que sí es que nunca haría algo por encargo, jamás.
—Pensando en poesía, ¿cómo visualizás lo que pasa en Instagram específicamente?
—No sé, creo que lo que pasa es que la gente no puede aplicar su creatividad en esos moldes y que deberían buscar sus propios moldes. No es un hashtag al que yo adhiero o, si lo es, está todo mal.
—El tema es la manera que tiene la poesía de representarse allí. Por ejemplo, hay un regreso a la poesía sentimentaloide.
—Yo le digo poesía mala.
—Ja ja. ¿Cómo te parece que el escritor tradicional, que viene del papel y de la supuesta poesía “en serio”, puede insertarse en esas plataformas? Porque ahí, mal o bien, pasan cosas.
—Si bien soy una especie de millennial cincuentona, dado que me gustan las innovaciones, a los poetas del papel habría que preguntarles si les interesa adaptar su decir a esas plataformas. Creo que ese formato surge naturalmente de gente que no se va a poner a leer o a escuchar poesía un rato largo. Solo lo va a hacer así, al tuntún, no le da para concentrarse más porque ya está saltando a otra cosa. Más allá de la calidad de su poesía, el poeta instagramer es auténtico en el sentido de que está respondiendo a una forma cambiante de ser.
—Acorde a la forma de consumir, de vivir y de relacionarse, es cierto.
—Cualquier persona nativa analógica te va a decir que eso es espantoso, o como cuando los jóvenes están en la mesa y están todos con celulares, etc.
—¿Una crítica conservadora?
—Es una forma distinta de comunicarse. La gente que rechaza esas formas de comunicación es porque cerró su concepto de relacionamiento, o de lo que es la identidad. Los poetas de Instagram, con esas palabritas que escriben, o que leen, son naturales porque es lo que capta su atención.
—¿Pero sería poesía para vos?
—Depende del caso. Tampoco los que escriben en papel te aseguran nada. Fui jurado del Premio Onetti y la verdad es que había un montón de gente que era insufrible, o sea que en papel hay cosas que tampoco son poesía. No toda expresión es literatura. La poesía tal vez se presta más para la catarsis, pero en narrativa podés ser más riguroso. Por eso en los talleres no acepto poesía, solo narrativa.
—¿Por qué?
—No es con los poetas, es con la poesía de taller. Soy una persona absolutamente incompetente para devolverte algo que te pueda orientar.
Levrero, maestro y amigo
—En enero se cumplieron 80 años del nacimiento de Mario Levrero y sé que tuvieron amistad.
—Él siempre enfatizaba en darme por la cabeza, pero re bien. En uno de nuestros emails-carta arrancó suave: “Mi querida pies grandes” (porque mi correo era @bigfoot), para luego señalar mi tendencia a confundir el mérito con el triunfo: “Está bien que te presentes a los concursos, que ganes premios y menciones; lo que no está bien es que creas que todo eso implica un reconocimiento real y sincero por parte de esas gentes, y que dependas de ese (falso) reconocimiento”, decía. Tengo la impresión de que esas palabras le calzan a mucha más gente que a aquella melindrosa, no tan joven y ya de 33 años, a quien iban dirigidas sus advertencias.
—No porque hayas ganado o perdido un premio sos mejor o peor escritora.
—Claro, el consejo real era “no se te ocurra jamás dudar ni por un instante de vos misma. En eso tenés que ser firme como una roca, porque el mundo es muy malo”.
—¿Cómo conociste a Levrero?
—Mirá, durante muchísimos años tuvimos una amiga en común, Linda Núñez, pintora, que se pasó la vida diciéndole, “tenés pila que ver con mi amiga Gabriela”, y a mí lo mismo, y yo ni siquiera lo había leído.
—¿De qué año hablamos?
—Y… 1996. Ese año entendí que la escritura era algo vertebral y sentía que para hacer un taller tenía que confiar en la persona de una manera distinta. Se me cruzó en el camino Suleika Ibáñez y dije “ella sí”.
—¿Eso fue antes de Mario?
—Eso fue el mismo año. Apareció Suleika y en la semana de inicio me llama Linda y me dice que va a empezar Levrero un taller literario y que tengo que ir. Le dije que ya había quedado con Suleika, pero Linda insistió en que había hablado con él y “dijo que le lleves tus textos y que vayas mañana a tal dirección”.
—Te dejó todo arreglado. ¿Cuál fue tu primera impresión?
—Era una cosa multitudinaria. Mi primera impresión fue: tengo que venir acá. Empecé también el de Suleika y ambos me preguntaban si era la primera vez que iba a un taller. No mentía, pero nunca les decía que estaba en el otro a la vez.
—Ja ja. ¿Cuánto tiempo estuviste yendo a los dos?
—Un año.
—Luego seguiste con Levrero.
—No, porque me echó.
—¿Te echó?
—Sí, al terminar el año me echó porque, según él, inhibía a mis compañeros y decía que estaba despegada, lo cual era un error garrafal. No quería hacer las veces de maestro de una persona que era mucho mejor que él, decía.
—Tremendo.
—“Si lo que querés es un apoyo, hay muchos grupos de terapia ad hoc”.
—Ja ja, qué gracioso.
—A partir de ese momento pasé a una especie de taller honorario individual. Me recibía todas las semanas.
—Más que un taller, una amistad.
—Sí, fue una amistad fulminante, incendiaria, al punto que nos llamábamos “Carlitos” el uno al otro, porque según él ambos pertenecíamos al alma de Gardel.
—¿Qué es lo que más extrañás de él?
—La enseñanza, el ejemplo y la reafirmación de la autenticidad. Me costó superarlo y estuve enojada mucho tiempo.
—¿Por qué?
—Porque se murió. A quién se le ocurre. Se murió y me dejó con un fardo. No estaba preparada para despedirme. Tenía 64 años.
—¿Te escribió para “despedirse”?
—Me escribió, y empezó a despedirse un par de años antes. Me mandó una cantidad de fotos que él había sacado, como poniendo sus papeles en regla, y quería hacerme la sesión en vida de los derechos de las consignas del taller. Claro, nació mi hijo y me borré una semana, lo cual era muchísimo en la correspondencia que teníamos. Cuando pude le mandé un email diciéndole “Carlitos still alive”, y él contesto: “Aleluya, después te escribo más, cuando me desenrede de algunas cosas”, para luego finalizar con un: “Besos, aplausos y vítores”. Esas fueron sus últimas palabras para mí, un viernes, y el lunes de mañana murió.
—¿Te acordás del último encuentro?
—Había venido de viaje a Uruguay en 2003 y me acuerdo perfecto de la última escena con él, cerrando afuera y luego en el viejo ascensor de rejas del apartamento de Bartolomé Mitre, despidiéndome. Ya no nos íbamos a ver porque me volvía a México. Para hacerle la broma de Carlitos empecé a cantar “Volver” y, mientras me iba, él la tarareaba bajito.
Oído
“El 80% de la poesía que se escribe es pésima. El problema es que si te ponés a cantar y desafinás, cómo te explico que estás fuera de tono. No puedo. A la persona que no tiene oído no hay manera de hacerle entender. No se puede enseñar a escribir poesía”.