Antropología social en la cocina

Gustavo Laborde sobre el mate, los chivitos y el canibalismo

Hay sabores que identifican a una nación. El libro de Laborde los explica partiendo de una fuerte base teórica.

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Gustavo Laborde
Gustavo Laborde, antropólogo social.
(Juan Manuel Ramos/Archivo El País)

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por Mercedes Estramil
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Cuando en 2022 se presentó este libro en el Salón Azul de la Intendencia Municipal de Montevideo, en el marco de la Feria Internacional del Libro, la historiadora Ana Ribeiro dijo que después de leerlo venían ganas de comer. Es cierto, y también de experimentar con la comida, más allá de la tríada asado/mate/dulce de leche, de las pizzas y los chivitos, y de pensarla. En Los sabores de la nación. Cocina e identidad en la historia de Uruguay, el antropólogo social Gustavo Laborde sacia preguntas: ¿qué comemos los uruguayos, de qué modo y por qué?, ¿cómo lo gastronómico fue y es fruto de la historia? y ¿cuántas cocinas y recetarios tenemos?

Laborde rastrea históricamente la gastronomía de nuestro suelo y define tres proyectos culinarios imbricados en tres formulaciones identitarias: cocina “criolla”, “uruguaya” y “nativa”. Generoso con muchos paladares —eruditos o legos, pero hambrientos— sirve en plato grande un texto novedoso, atractivo, condimentado y exquisito. No es la primera vez que lo logra, ya lo hizo con El asado. Origen, historia, ritual del 2010. Ahora repite, pero este uruguayo que comenzó a estudiar Letras en la Facultad de Humanidades y luego se cambió a Antropología reconoce que está un poco empachado y quiere cambiar de campo de estudios. Bromeando, admite que le gustaría tener un restorán en el que serviría comida criolla, uruguaya y nativa, “sobria, sin pretensiones, pero de excelente calidad”, dice. Y recurriría a un marketing descarado apelando a lo nacional y lo popular. El restorán se llamaría Gervasio y el logo sería, obvio, el perfil del prócer.

Un paisaje en la cazuela.
Una ironía de tu libro es cuando señalás que en el origen de nuestra colonización hay un “banquete” de carne humana, la canibalización del explorador Juan Pedro Díaz de Solís. Ahí pensé que hay una filmografía culinaria que hace hincapié en lo morboso y letal a través de la comida (La gran comilona, El menú, El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, Cerdita, El hoyo, Dumplings, por citar algunas). Esa dimensión macabra, ¿la encontrás en la realidad actual o la proyectás a la futura de algún modo?
—El sarcasmo se podría extender, si consideramos que una de las celebradas hazañas uruguayas contemporáneas es la tragedia de Los Andes. Decir que el canibalismo parece ser una práctica cultural que caracteriza la alimentación de los uruguayos sería un disparate, pero peligrosamente basada en hechos reales. Ciertamente el canibalismo ha sido un tema central y persistente en el arte y, desde luego, en la reflexión antropológica. Si bien las noticias sobre casos de antropofagia son constantes, tanto de grupos que la tienen como práctica habitual como de individuos aislados que incurren en ella, creo que ahora se da en términos simbólicos. La crítica decolonial ha propuesto que América es un amplio espacio geográfico-cultural determinado por la imagen del monstruo antropófago, y a la vez como un cuerpo devorado por el colonialismo. La intertextualidad, el consumismo o la apropiación cultural pueden ser vistos como prácticas en las que el otro es devorado o incorporado. Como decía Borges en El informe de Brodie, a la larga, todo lo que comemos es carne humana.

¿Qué le da mayor identidad a una cocina: el producto, la realización, el origen, la adaptación, la práctica afirmada por la costumbre?
—Recuerdo que el gastrónomo catalán Josep Plá decía que la cocina de un país era su paisaje metido en la cazuela, pero eso es una verdad a medias. Nuestra bebida nacional es el mate, y no hay un solo yerbatal productivo en nuestro país. Lo mismo les pasa a los italianos con el café o a los suizos y belgas con el chocolate. Incluso a los españoles y a los portugueses con el bacalao. Una cocina también refleja el mercado y el comercio del país.

¿Cómo impacta en el comer la conjunción de fenómenos como la digitalización, el sanitarismo existente y las agendas antiespecistas?
—El sanitarismo e, incluso, la agenda antiespecista son fenómenos antiguos. No porque sí la palabra receta designa tanto un procedimiento terapéutico como culinario. En la Antigüedad Clásica, pero también en culturas tan diversas como las amazónicas, los alimentos se combinaban más que con fines gustativos, fisiológicos. La idea de la cocina como medicina es muy vieja. De la teoría de los humores que dominó el pensamiento clásico y medieval proviene una de las entradas más clásicas de nuestras mesas: el melón con jamón. En el pensamiento hipocrático era la forma equilibrada para ingerir fruta. Condenar el asesinato de animales para consumir su carne es también una idea muy antigua, aunque ciertamente en los últimos años la teoría, y la práctica, se ha desarrollado muchísimo. En cuanto al fenómeno de la digitalización sí vemos impactos concretos. Se advierte en la forma en que circula el saber culinario. Por ejemplo, cada vez más gente ya no lee una receta sino ve un video con la receta y puede mirar de primera mano los gestos corporales que demandan algunas preparaciones. También se advierte una creciente exhibición fetichista de la comida. En esto vemos la siempre señalada analogía entre la sexualidad y la comida. El sexo y la comida son dos actividades cuyo propósito e interés pasa, literalmente, por el cuerpo. Sin embargo, vemos que el simulacro muchas veces sustituye a la práctica. Mucha gente obtiene placer no tanto en practicar la sexualidad o la cocina, sino en contemplarlas en una pantalla. Finalmente, la digitalización impacta en la comensalidad, en la forma en que se comparte la comida. No parece casual que en sociedades cada vez más individualistas (Japón, Corea, Estados Unidos), se den fenómenos como el mukbang o el ASMR, que es comer con otros individuos conectados en red. No se comparte la mesa, sino la pantalla.

Si tuvieras que sugerir el menú perfecto que mixture la cocina criolla, la uruguaya y la nativa, ¿qué no podría faltar?
—De lo criollo, no pueden faltar el asado, aunque hay muchas otras cosas que se perciben criollas como el mate y la fariña, que son de origen indígena, o las empanadas, el puchero, los escabeches, los alfajores o los almíbares, que provienen de la tradición mozárabe (ocho siglos los árabes ocuparon la península ibérica). En el siglo XIX, lo criollo eran también los locros, las mazamorras y las humitas, y la carbonada con fruta se consideraba el plato nacional uruguayo. Pero estos clásicos ya no están vigentes. Lo uruguayo se asocia a los platos “bajados de los barcos”, así que no pueden faltar las milanesas, pizzas, pastas, pascualina, zapallitos rellenos, pero también los cappelletti a la Caruso o el chivito. La cocina nativa se basa en productos locales como cangrejo sirí o camarones de las lagunas de Rocha y en los frutos nativos como el arazá, butiá, guayabo o pitanga. Un chef suficientemente entrenado es capaz de combinarlos muy bien.

¿Cómo impacta en eso que se da en llamar identidad nacional el hecho de que comamos pan precongelado, pollo que parece de plástico, frutas y verduras gigantes, pero sin el sabor que tenían hace 50 años?
—La pregunta encierra la respuesta. En mi investigación insisto, incluso quizá demasiado, en que la identidad es un proceso en permanente construcción y no una entelequia inmutable y esencial: muta, cambia, se redefine. Las reses que comían los orientales del siglo XIX no eran esa maravilla genética terminados a granos que comen los uruguayos del siglo XXI, pero hacer un asado tiene un significado culturalmente compartido por los uruguayos. Todos recordamos con nostalgia el pan o las frutas de nuestra infancia, pero también vemos que las hortalizas etiquetadas como ecológicas, los pollos orgánicos o el pan de masa madre ocupan un lugar cada vez más relevante en el mercado, aunque solo lleguen a consumidores snobs y pudientes. Estos consumidores, por cierto, también elaboran sus propias identidades en base a un consumo conscientemente manipulado.

Mesa y mesocracia.
Al día de hoy, ¿en qué aspectos del comer se evidencia en nuestro país la diferencia de clase o cierta marca de elite?
—Por razones históricas, como la ausencia de aristocracia, un verdadero patriciado y alto clero, en Uruguay no hay diferencias de clase muy marcadas que se manifiesten en la mesa. Por eso yo planteo el juego entre la mesa y la mesocracia uruguaya. El asado, por ejemplo, es una práctica compartida por todos los uruguayos. Unos en la parrilla pondrán falda o asado de segunda y otros un ojo de bife o una entraña de feed lot. Pero el procedimiento y el significado es el mismo. En contraste con adquirir una propiedad o un coche, la cocina da más juego para exhibir otro tipo de diferenciación que no sea solo de clase o capacidad económica. A diferencia de Argentina, las clases altas uruguayas nunca fueron particularmente ilustradas. Entonces alguien de clase media puede alardear su buen gusto o mayor roce cosmopolita por medio de platos más creativos, refinados o con etiquetas étnicas globales mientras que un acaudalado productor o comerciante no trasciende el asado y la milanesa.

En tu libro sobre el asado afirmás que este se consolidó como signo de identidad cuando su consumo se extendió del campo a la ciudad. ¿Qué futuro le ves en el marco del prometido avance de la carne sintética?
—Creo que la carne sintética tendrá futuro si realmente se vuelve un producto barato. No creo que tenga futuro como producto gourmet, porque los consumidores más exigentes quieren conocer la biografía de las cosas: en qué condiciones se crio, cómo fue alimentado, qué raza es. La carne sintética no tiene ninguna característica diferencial más que un plus de tipo moral que solo valoran los que ya están dispuestos a renunciar al consumo de carne, no los carnívoros.

¿Uruguay le da la espalda al mar en la cocina?
—Por crónicas, el Montevideo del siglo XIX consumía más pescado. Los primeros recetarios uruguayos, tanto los de fines del XIX como los primeros del XX, dedicaban amplios capítulos a las recetas de pescado. Hasta donde entiendo, el poco consumo de pescado en Uruguay no sólo se debe a la centralidad cultural de la carne, sino también a problemas logísticos: siempre le costó tener una flota y una industria pesquera. En los últimos tiempos entiendo que el consumo de pescado subió, un poco a influencia del discurso médico y otro poco porque se ha vuelto un producto gourmet, y por el esfuerzo de la pesca artesanal.

¿Tendrá aceptación y consumo masivo la “cocina nativa”?
—Es un enigma para mí. Cuando hice el trabajo de campo había varios restaurantes que trabajaban en esa línea, pero ahora no hay tantos. La moza de uno de ellos, en La Pedrera, me dijo que había que hacer un gran trabajo para convencer a los clientes uruguayos para que probaran unos ravioles de jabalí con salsa de butiá. Argentinos y brasileños los comían sin problema, pero los uruguayos no son tan audaces. Incluso Conaprole llegó a sacar una partida limitada de helado de frutos nativos, pero no repitió. Ahí también vemos un problema de mercado, porque la cocina nativa está jugada a los frutos nativos y los mariscos de las lagunas de Rocha, pero esos productos no están en la feria ni en el super, entonces es difícil. No es como el arándano, que está en todos lados y se ha incorporado al consumo de los uruguayos.

—¿Qué pensás de los programas televisivos nuestros y de otros países de competencias gastronómicas?
—No me atraen demasiado. Creo que tienen más que ver con la construcción de un personaje, de un héroe, y muy poco con la comida. De Uruguay no he visto ninguno. Me gustó uno que se llama The Final Table, pero mi equipo favorito, que tenía una audacia increíble para cocinar, perdió la final.

LOS SABORES DE LA NACIÓN. Cocina e identidad en la historia de Uruguay, de Gustavo Laborde. Banda Oriental, 2022. Montevideo, 315 págs.

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