por Juan de Marsilio
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El 15 de octubre de 1923, en Santiago de las Vegas, cerca de La Habana, a Mario Calvino, agrónomo, y a Giuliana Luigia Evelina “Eva” Mameli, botánica, les nació un hijo al que nombraron Italo para que no olvidara sus raíces, pues por entonces no pensaban volver a Italia. No obstante, dos años después regresaron a la patria —donde el nombre del niño iba a tono con la impronta patriotera de los inicios del fascismo— y se instalaron en San Remo, ciudad natal de Mario. Así comenzó su andanza uno de los mejores escritores del siglo XX, Italo Calvino (1923–1984), cuyo centenario invita a revisitar su vida y obra.
Los padres. El padre del escritor, nacido en 1875, había sido anarquista, adoptando en la madurez un reformismo coherente y moderado. En 1909 fue a México con un cargo oficial, y presenció los primeros años de la Revolución Mexicana. En 1917 se trasladó con su esposa, once años menor, a Cuba. La madre era pacifista, librepensadora, devota del deber cívico y la ciencia. Eran los padres ideales para inocularle al muchacho anticuerpos espirituales contra el fascismo. La familiaridad de Don Mario con sus trabajadores ayudó a que el joven Italo, a quien al principio esto desagradaba, se fuese decantando hacia valores y actitudes humanistas y de izquierdas.
La ciudad. Calvino no se acordaba de Cuba (cosas de la vida, en 1962 se casaría en La Habana con la traductora argentina Esther Judith Singer, más conocida como Chichita Calvino, que le sobrevivió hasta 2018 y se ocupó de su obra póstuma). La infancia del escritor fue en San Remo, tanto, que en no pocas fichas biográficas se declaró nacido ahí para evitar largas explicaciones. Ciudad balnearia en la costa de Liguria, con un bello casco histórico y cerca de la frontera con Francia y Mónaco, visitada por turistas de toda Europa y hogar de colonias de exiliados entre las que destacaban los británicos y los rusos blancos, su cosmopolitismo hacía más respirable la Italia del Duce.
La guerra. En 1941 Italo había ingresado a estudiar agronomía en la Universidad de Turín, donde enseñaba su padre. Cuando en 1943 fue llamado a integrarse al ejército de la República Social Italiana, desertó y se unió a la resistencia, empresa en la que lo acompañó su hermano menor, Floriano, y que le dio materia para su primera gran novela, pues Calvino salió de la guerra decidido a dedicarse a las letras. El sendero de los nidos de araña, publicada en 1947, cuenta la historia de Pin, un muchachito de las calles de Génova, hermano de una prostituta, para la que consigue clientes. Tras robar un arma los alemanes lo apresan, pero huye de la cárcel junto a un partisano comunista. La novela pinta un cuadro matizado de la resistencia, lo que salva al libro de los dos extremos —muchas veces hipócritas e interesados— que la sociedad italiana de post guerra adoptó para con el movimiento partisano: minimizarlo y hasta criminalizarlo, para facilitar el reintegro a la sociedad y a la política de muchos ex fascistas, o pintarlo perfecto, cuando entre los partisanos hubo de todo. Su actitud en esta novela anticipa al Calvino de la madurez, que en 1957 deja el PCI sin abandonar una ética de izquierdas, lúcida y autocrítica. Un detalle importante sobre este libro es que Cesare Pavese (1908– 1950) compañero de trabajo de Calvino en la Editorial Einaudi, tras leer algunos de sus cuentos, lo alentó a contar una historia de más largo aliento.
Realismo. Eran los años del neorrealismo italiano, que se expresaba en narrativa y cine, centrándose en la vida del “popolino”: los humildes, incluso los marginados, los verdaderos protagonistas de la historia. La diferencia con el realismo socialista —o mejor: estalinista— es que los neorrealistas italianos, en general, evitaron los panfletos maníqueos, lo que les causó —no sólo a los que eran comunistas— tirones de orejas y llamados a la prudencia. Uno de los más eficaces argumentos para lograr que un militante deje de pensar es sugerirle que sus críticas, “le hacen el juego al enemigo”. Calvino, ni siquiera de joven, entró en la trampa. Aunque ya en los tempranos ’50, con El vizconde demediado, comenzó a apartarse del realismo, nunca lo dejó del todo, y su influencia se nota todavía en La especulación inmobiliaria y en La jornada de un escrutador electoral, de 1957 y 1963.
Antepasados. Hay en la obra de Calvino una trilogía de novelas, “Nuestros antepasados”, integrada por El barón rampante, El vizconde partido al medio y El caballero inexistente, de 1957, 1952 y 1959. Este cronista las presenta así para sugerir un orden de lectura. Cosimo Piovasco di Rondò, protagonista de la primera, es un hombre de la Ilustración, cuya peculiaridad es cumplir la promesa hecha a su padre, en una discusión, de no volver a bajar de los árboles. En la segunda, Medardo de Terralba es un noble renacentista partido al medio por un cañonazo turco, y cuyas dos mitades —una maligna y la otra bondadosa hasta la estupidez— regresan por separado al feudo natal, y sólo hallan paz cuando, tras herirse entre sí en un duelo, un hábil cirujano las vuelve a unir. Por último, Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y Fez, es el mejor guerrero de Carlomagno, pero en realidad es una armadura vacía habitada por una fortísima vocación de ser. Amenas y disparatadas, escritas en clave simbólica, las novelas de esta trilogía constituyen una metáfora de lo mejor de Occidente: la libertad y la personalidad, la voluntad —aún en condiciones adversas— y el constante debate entre el bien y el mal, tanto en la persona como en la sociedad.
Metáforas. En Las ciudades invisibles Calvino despliega, sin desmedro de lo narrativo, sus dotes de poeta y ensayista. Más que una trama, el libro tiene un marco: cada vez que regresa a la Corte de sus viajes por el Imperio, Marco Polo relata a Kublai Khan lo que ha visto y ambos hombres, de inteligencias potentes pero distintas, dialogan sobre problemas filosóficos y, por eso mismo, prácticos. En la voz de Polo, cada ciudad es una metáfora y quien ha leído el libro no puede luego evitar tropezarse, en la realidad, con estas ciudades imaginarias. Es que lo que Calvino hace decir a su personaje sobre una de ellas (“Es el humor de quien la mira el que da a la ciudad de Zemrude su forma”) se cumple para todos los lugares y en todas las vidas, siempre que uno sepa mirar para ver.
Harvard. “Mi fe en el futuro de la literatura consiste en saber que hay cosas que sólo la literatura, con sus medios específicos, puede dar.” Esto está escrito en las Seis propuestas para el próximo milenio, un ciclo de conferencias que Calvino estaba invitado a dar en la Universidad de Harvard en 1986, que se publicaron de forma póstuma, y que muestran desde el título una valentía intelectual poco común en estos días: plantear un proyecto para mil años. La frase que abre este párrafo debería ser la oración laica diaria de docentes, libreros, escritores y editores. En este mundo el hombre recibe desde niño tal bombardeo de imágenes que pierde la capacidad de imaginar. En estos textos Calvino plantea seis cualidades que entiende que la literatura del milenio que él no llegó a vivir —que nosotros apenas veremos en pañales— debería cultivar: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad —en el sentido de captar y comunicar la complejidad del mundo— y el arte de empezar y acabar bien un texto. Son los valores que Calvino cumple con rigor y habilidad a lo largo de sus cuentos y novelas y, a excepción de la rapidez, porque no todos los clásicos logran un estilo ágil —tómese como ejemplo las largas descripciones introductorias en las novelas de Balzac— esas son las cualidades de todos los grandes libros.
Respecto a la rapidez, Calvino capta que la prisa, siempre enemiga de la reflexión y la profundidad, ha llegado para quedarse largo tiempo, lo que obliga al escritor, si quiere dar a sus lectores algo valioso, a cultivar la economía textual.
Tradición. Esta seguridad para proyectarse hacia el futuro en décadas de amorosa, lúcida y placentera lectura de los clásicos, Calvino la cuajó en un precioso libro de publicación póstuma, Por qué leer a los clásicos, donde escribe:
1. Los clásicos son esos libros de los cuales se suele decir: «Estoy releyendo…» y nunca «Estoy leyendo».
2. Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones de saborearlos.
3. Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.
4. Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera.
5. Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura.
6. Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir.
7. Los clásicos son esos libros que llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres).
8. Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima.
9. Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad.
10. Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes.
11. Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente o que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizá en contraste con él.
12. Un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los otros y después aquél, reconoce enseguida su lugar en la genealogía.
13. Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo.
14. Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone.
Hay que volver a leer a Calvino, no sólo porque los problemas en los que hizo foco siguen en curso, sino también porque sus propuestas e intuiciones siguen siendo potentes y fermentales. En cuanto a forma y estilo, puede decirse que sus textos han envejecido muy bien, o mejor, que como todos los clásicos, en lo medular, se conservan jóvenes.
El Calvino imprescindible
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El “Calvino imprescindible” incluye a El sendero de los nidos de araña, El barón rampante, o Las ciudades invisibles. Pero también se puede ingresar a su obra por los cuentos de Los amores difíciles, por ese formidable ejercicio de ficción dentro de la ficción que es Si una noche de invierno un viajero, o por Las cosmicómicas, que combina fantasía, humor y ciencia ficción, y cuyo narrador es un hombre “que tendría más o menos la edad del universo”.