CONFESIONES DE UNA ARTISTA
La argentina Juana Molina dejó de ser actriz para dedicarse a la música, y de forma muy personal. Su estilo lleva la impronta de un uruguayo destacado.
Este contenido es exclusivo para nuestros suscriptores.
"Toqué una nota y me vibró el cuerpo, no sé qué me pasó. Fue como cuando yo dudaba de Picasso y de pronto, en una retrospectiva en Los Angeles, en un pasillo largo me topé con una maternidad y me vino una emoción que no podía parar de llorar. Y yo decía ¿Pero qué pasa con este cuadro? Creo que ahí entendí todo lo que significa la pintura. Con la guitarra SG me pasó eso. Se me cortó la respiración”. Juana Molina (1962) repasa a cara lavada su encuentro con una guitarra eléctrica que, ahora, se ha vuelto una extensión de su cuerpo tanto como el sintetizador Korg naranja que la acompaña desde que enterró a la actriz de comedia, para reinventarse como una cantautora 2.0 hace ya dos décadas. A fines de los 90 iba camino a ser la nueva Niní Marshall capaz de replicarse en decenas de personajes pero eligió ser la Sara Gallardo folktrónica: una narradora minimalista y arborescente con una voz propia que refleja al otro lado del río y en clave contemporánea el imposible planeta de Eduardo Mateo.
Juana es una rara avis de la canción argentina que tuvo que consagrarse en Japón y Estados Unidos para borrar la huella de su éxito en la televisión. Su último show en el Centro Cultural Kirchner la enfrentó con un auditorio desbordado por un público muy joven que no tiene memoria de su vida anterior. Sin embargo aquella Juana sobrevuela a la renacida con un arsenal histriónico que demanda anotaciones propias de un guión para poder transcribirla. Hablábamos de una guitarra entonces, su nueva mejor amiga.
—Esa guitarra es el símbolo de AC/DC…
—Sí, pero no tengo nada que ver con Angus Young aunque AC/DC me gusta, un poco. Tampoco creo que mi público se identifique con eso, son muy jóvenes.
—Eso es muy llamativo. Tu público es de una generación distinta a la tuya y a la que te seguía a principios de los 2000. ¿Cómo se dio eso?
—Es raro. Me fui poniendo más grande y el público se ha ido volviendo más y más joven. Antes mi amigos me pedían entradas y ahora me las piden para sus hijos. Y ellos no vienen. Es algo que empezó hace cinco o seis años con el disco Wed 21 que salió en 2013. Recuerdo que venía de una gira y al volver a Buenos Aires tocamos en Vorterix. Cuando se abrió el telón fue una sorpresa porque nunca había visto gente tan joven en un show mío. Impactante. Todos prendidos fuego. Una cosa insólita. Me preguntaba mientras tocaba, “¿Qué está pasando acá?”. Desde entonces los shows son así, pura energía. Están tan encendidos que bailan todo. Hasta los lentos.
—¿Lentos? ¿En qué año estamos Juana?
—Y sí, “lentos”…
—¡Pero vos no tenés baladas!
—Me refería a la velocidad, no a esos “lentos”. Hay temas que ni siquiera tienen ritmo y no se qué bailan pero lo bailan igual. Entran en frecuencia. Es lo que siempre quise que le pasara a la gente con mi música. Porque cuando yo escucho algo que me gusta mucho entro en ese estado. El éxito de una música es que vos recibas la sensación. Cada vez más lo que hago en vivo se parece a lo que me sale cuando improviso sola en mi casa. Y siento que mi público me sigue en esa. Me siento un fotón a veces.
—¿En el término físico decís o qué?
—Si, claro. Sino ahí tendrías el título. “Juana Molina: Soy un fotón” (imposta una voz como de vedette). El fotón actúa de forma diferente según quien lo esté observando. Es algo de la física cuántica. Si hay observadores ya siento que no tengo la misma libertad.
—Eso nos lleva al principio. Tenías algo entre la fobia y el pánico por mostrar tu música. ¿Te acordás?
—Hablaría de terror directamente. Lo que sentía era terror.
—Te costó mucho sacarte la actriz de encima y salir a mostrar tu música.
—No fue un paso sino pequeñas arrastraditas, pasitos de bebé. Ahora ya pasó pero fueron años de horror para mí y para el público y eso era lo peor porque no me daba cuenta. Yo estaba encerrada en mi burbuja de horror y la gente la pasaba como el culo. Hice cada cosa en los shows (se lleva las manos a la cara) que quisiera pedirles perdón.
—¿Por qué estabas tan insegura con tu música?
—La inseguridad venía por un poco de vanidad, porque yo creía que tenía que salir todo perfecto y no era así.
—¿Que tu padre fuera un cantante de tangos reconocido te ponía un límite?
—No porque lo que yo quería hacer no tenía nada que ver con lo suyo, aunque le debo mucho.
—La influencia se nota pero no en la superficie. Diría que es una estética común de lo suave. Como cantante de tangos Horacio Molina no trinaba.
—Él detestaba eso.
—Era algo así como el anti Julio Sosa…
—Total. A él le daba mucha bronca que a la gente le gustara tanto Julio Sosa. Le parecía forzado.
—Da la sensación de que aquel horror venía de una autoexigencia familiar.
—Mi familia era tremenda. Gente muy criticona. Mis primas eran terribles y aunque nos divertíamos muchísimo se vivía en un estado de bullying constante. Esa era la única manera de relacionarnos que teníamos: a través del humor y la burla.
—¿Por eso te escondés en la tapa de Segundo (2000)?
—La editora de ese disco decía que mi cara tenía que verse en la tapa para que se pudiera vender. Y yo tenía dudas sobre eso. ¿De qué me servía salir linda? Y entonces surgió eso de ponerme todo el pelo en la cara. Les dí una foto mía en la que no se me ve la cara. Y encima de mala calidad. Lo que no quiere decir que el disco sea malo porque, de hecho, muchas de las películas que más me gustan son de baja producción. Pero hoy se le da a la producción un lugar exagerado. Eso es porque las cosas duran un segundo y si no impactás en ese segundo se pierden. Todo lo que no cumpla con ese estándar pasa a un segundo plano. Mamá vio a Edith Piaf cuando vino a Buenos Aires y su recuerdo siempre es el de una señora que iba al supermercado a hacer los mandados hasta que parada frente al micrófono se transformó en un monstruo. Primero entonces la música: la idea, el guión de la película, no los efectos especiales. Fue justamente por la producción de Gustavo Santaolalla que Rara es y no es mi primer disco. No representa lo que yo tenía en la cabeza y por eso está fuera de mi catálogo. Ahora aparecieron los demos que son increíbles y me gustaría volver a sacarlo más adelante.
Solo bien se lame
—Detrás de todo esto hay una idea de austeridad. Y eso lleva a pensar en la marca de Mateo en tu música, alguien que solo con su guitarra construía un mundo.
—Por favor… Podríamos pensar en Nick Drake también pero me gusta más Eduardo Mateo de todos modos. “Cello song” se parece muchísimo a Mateo y no creo que se hayan escuchado entre sí jamás.
—¿Llegaste a verlo a Mateo?
—Sí, pero era muy chica. No sabía que Mateo era Mateo cuando lo conocí. Era un amigo más de mi padre que tenía un disco.
—¿Guardás recuerdo físico de él?
—Como si fuera una foto, una presencia apenas.
—¿Tenés el disco todavía?
—Sí, dedicado por él a mi viejo.
—Esa revelación debe haber permanecido guardada dentro tuyo porque Mateo no era un artista que se escuchara mucho…
—Ese disco llegó a casa como cualquier otro. Y no había filtro alguno. Lo elegí como descarté otros. Este era uno de los discos que yo escuchaba de la discoteca de mi casa donde sonaba música todo el día. Y los escuchaba hasta que los hacía mierda. Si vos agarrás mi copia de Mateo Solo Bien se Lame vas a encontrar que “Jacinta” está impecable y el resto del disco no, porque lo gasté. Y eso es porque nunca escuchaba “Jacinta” y sigue sin gustarme. Es una bossa nova pura que no tiene nada filtrado por la onda de Mateo. Es como si demostrara que él podía ser Joao Gilberto si quería.
—No hubo otro artista antes de Segundo que lo retomase en clave contemporánea en Buenos Aires. Debió haber sido un placer muy solitario, ¿no?
—Sí, no fue como cuando me compré “Relaller de Lles” (por el disco Relayer de Yes, pero Juana imita la forma en que se lo vendieron a los 14 años). Con Mateo pasaba que se los hacía escuchar a mis amigos y a los músicos y… No voy a dar nombres pero una persona bastante importante me dijo “es un poco blandito, ¿no?” Sí, sí, re blandito… Era como si a la gente le faltara algo para poder entenderlo. Es muy raro eso porque a mí Mateo me entró como un rayo, me atravesó el cuerpo entero. Además de la influencia hay puntos en común.
—Creo que esa idea del trance...
—Es que al mismo tiempo que descubrí la música de Mateo aparecieron los discos de música india que mis padres habían traído de Londres en 1967. Y yo me volvía loca con Ravi Shankar. Me puse en vibración inmediatamente.
—Más sitar rosa que Zitarrosa…
—¡Sí! Un sitar rosa. Toda esa cosa del mantra y la repetición me daba vueltas en la cabeza. También me pasaba algo con el ascensor de mi abuela. Era como un drone. Yo adoraba subirme ahí porque no se cuanto tardaba en bajar los nueve pisos pero yo me pasaba todo ese tiempo canturreando cosas por encima del zumbido. Era muy chica. Solo deseaba que nadie se subiera porque no era el tipo de niña prodigio que cantaba para su familia, era algo muy íntimo. Esas cosas hicieron que me enganchara tanto con Mateo.
—¿Cómo te deja a vos ese trance?
—No sé cómo me deja, solo sé que me gusta, dejarme llevar en eso. Cuando hice Segundo me dí cuenta que el demo ya era el disco, que no hacía falta arreglar nada porque sino se moría. En mi casa tengo grabadas cosas de diez horas de duración. Alguna vez me gustaría editar todo eso.
—Segundo empezaba nada menos que con los versos del Martín Fierro. El poema gauchesco en la voz de una mujer. ¿Cómo hay que leerlo desde hoy?
—Hmmm… Si hubiera tenido alguna intención no hubiera usado esos versos del Viejo Vizcacha que son consejos para un argentino choto. Horribles.
—¿Lo pensaste como parodia?
—¡No! Para nada. La primera versión, también con Alejandro Franov, era más bien una payada. Pero fue algo que surgió solo. No es que yo dije (adopta un semblante solemne): “Voy a hacer el Martín Fierro para defender mi tierra”. Nada de eso. ¡Ni loca!
—Hoy podría releerse como un gesto feminista. ¿Lo es?
—No, tampoco. Salió como podría haber salido el “Arroz con leche”. Jamás trabajo así. Hago y descarto muchísimo. Hice cosas que me parecían hits y a las tres semanas ya no las soportaba.
—¿Cómo es la recepción de tu música en Uruguay?
—Al principio me escuchaban más en Montevideo que en Buenos Aires. Me escuchaban más en cualquier otra parte: Japón, Estados Unidos. Pero fue culpa mía. Porque una cosa es no tener producción y otra no animarse a cantar en vivo. La gente se iba de mis shows, era así. Terminaba tocando sola. (cuenta la historia de un desafortunado show de Cat Power en un festival en Escocia. Imita a Cat Power y a los escoceses gritándole). Ahora tengo shows malos pero ya no me pasan esas cosas y al público tampoco.
—Mateo aparece en vos como una marca mucho más fuerte que todo el rock argentino. ¿Por qué?
—Es que en mi casa no se escuchaba eso. Mis viejos eran dos filtros tremendos. Jamás pusieron rock nacional en casa. Solo para un cumpleaños alguien me regaló Confesiones de Invierno de Sui Generis y era tipo “¿Qué estás escuchando?”. Pero ya estaba formada entonces. Todo lo que escuché hasta los doce años es lo que me constituye y hasta ese momento no hubo nada de rock argentino.
—¿Cómo terminó la historia con tu padre, le gustaba lo que estabas haciendo?
—Sí, el llegó a escuchar Halo (2017) cuando estaba internado y se volvió loco con ese disco. Pensaba que tenía que poner la voz al frente y no podía entender algunas de mis decisiones.
—En ese disco cantás “Si nacías sin el don de la belleza/ si la gracia de bailar no te había sido dada”.
—Ahí está todo. Mi vieja y mi viejo eran iguales en eso y ponían la vara demasiado alta. Entonces nunca se podía hacer nada porque todo tenía que ser perfecto. No sé porque no me rebelé contra ellos. Me da una rabia no haberme rebelado como todos los adolescentes. Hubiera querido odiarlos, putearlos y que me den vergüenza, pero no pude.