por Mercedes Estramil
.
Con los años y dentro del panorama de la literatura actual puede decirse que el inglés Julian Patrick Barnes está apostando a despedirse como un outsider, desmarcado de todo tipo de efectismo o planteo de fórmula exitosa (violencia, sexo, shock léxico, grandes mensajes). En lugar de eso, viene apostando por una narrativa antiestridente, frugalmente sólida. Así es, sobre todo, tras la muerte de su esposa, la agente literaria Pat Kavanagh, en 2008. Tanto en novelas (El ruido del tiempo, El sentido de un final, La única historia) como en relatos (Pulso) o libros de corte ensayístico-biográfico (Niveles de vida, El hombre de la bata roja), Barnes da lecciones de elegancia narrativa a la vez que confirma su autoridad para narrar en un tiempo propio, alejado de modas, clisés, fórmulas. El fuerte de su narrativa radica en la fluidez con que todo está servido, de modo que ni sus tramas son tan ligeras como parece, ni su erudición tan pesada como amenaza. Elizabeth Finch no es una excepción.
El enigma. La novela cuenta dos historias a lo largo de una estructura tripartita. Una es la de Elizabeth Finch, profesora para adultos de clases de Cultura y Civilización que comienza el año prometiendo un curso divertido y riguroso. La otra es la de un breve emperador romano, Flavio Claudio Juliano, famoso por haber abjurado de la fe católica y haber perseguido a los cristianos (en lo que pudo ser y no fue un cambio de paradigma histórico); de ahí que lo apodaran “Juliano el Apóstata”. Las dos historias las cuenta Neil, el narrador, un hombre de mediana edad, divorciado y con una vida hecha, es decir “deshecha” como escribió Onetti en “Bienvenido, Bob”. Neil es un “Bob” inglés al que no le han salido bien las cuentas. Su hija lo define como “El Rey de los Proyectos Inacabados”. Asiste a las clases de la profesora Finch y entra en un círculo amoroso, mental o físico, con tres mujeres: la holandesa Anna, con quien tiene un breve amorío; la sentimental Linda, que trata de enamorarlo, sin éxito; y la profesora.
Si habitara el siglo XIX, Elizabeth Finch sería una institutriz puritana y severa con algún muerto guardado. En el XXI es una docente poco ortodoxa, políticamente incorrecta, enemiga de la frivolidad, cuestionadora de la historia oficial y guardiana implacable de su intimidad. Ese combo es el que atrae al alumno Neil, y también algo de él atrae a Finch. Ese algo no alcanza para un romance, pero posibilita que luego de terminadas las clases y durante muchos años, Neil y Elizabeth almuercen un par de veces al año, pagando ella y hablando de los intereses de ella; por ejemplo, el paganismo de Juliano “El Apóstata”. En esos encuentros, Neil acomete la tarea más difícil de cualquier ser humano: descubrir quién tiene enfrente, descubrir quién es él mismo. Claro que no lo consigue, y una vez desaparecida Finch, procura desentrañar ese enigma en encuentros con el hermano de esta, Christopher, pagando Neil y hablando de sus obsesiones. La cuestión de quién paga cada vez da cuenta de un ida y vuelta de la historia.
Porque Elizabeth Finch es una reflexión sobre la historia, la oficial y la silenciada, la íntima y la pública. Dice Neil: “Si algo nos enseñó EF fue que la historia es un camino largo; más aún, que no es algo inerte y comatoso, ahí tumbado esperando a que nosotros la enfoquemos con un catalejo o un telescopio; que es, por el contrario, una cosa activa, efervescente, volcánica, a veces”. Y dice Elizabeth: “Querría señalar que el fracaso puede enseñarnos más cosas que el éxito, y un mal perdedor, más que un buen perdedor. Que los apóstatas son siempre más interesantes que los auténticos creyentes, o que los santos mártires. Los apóstatas encarnan la duda, y la duda, la duda intensa, es el signo de una inteligencia activa”. Quizá los únicos apóstatas que escriben la historia sean los novelistas.
Sabor de adiós. En mayo de 2023 murió, silenciosamente, Martin Amis (n. 1949), primero amigo y luego ya no por líos editoriales y egocéntricos de Barnes (n. 1946). Los dos encarnan un quehacer literario que los posiciona como narradores y pensadores de la cultura occidental, quizá en lo ensayístico filosófico no al nivel de Sebald o Magris, pero de todos modos jugando en las ligas mayores. Con la partida de Amis, el dream team británico de esa generación se queda con Barnes (y también McEwan) como delantero que ya se viene despidiendo en esa obsesión suya por la muerte y los finales de todo. Y otra vez, Elizabeth Finch no es la excepción. Hay un sabor de adiós y de sana aceptación de lo real —su definición del amor como algo en esencia “artificial” y sin embargo la “única historia” que importa— en esta novela.
Se le ha criticado ser una novela inacabada o que propone líneas que no resuelve. Esa objeción implica no entender de lo que está hablando Elizabeth Finch: el vacío inconmensurable que esconde el título pomposo (el nombre) de toda vida humana, y la imposibilidad absoluta de llegar al meollo último y primero de cualquier ser. La estructura y el desenlace acompañan y afirman ese nudo. En el esquema de Barnes, que viene pensando ese asunto desde hace rato, tan lejos está el Juliano real (por más bibliografía que haya sobre él) de una verdadera exégesis, como su ficticia Elizabeth, como los eslabones últimos, los “testigos”: el anodino Neil que vive repitiendo que esa “no es su historia”, o el relegado hermano mayor de autoestima pobre, o los otros alumnos o el anónimo personaje que alguna vez Elizabeth saludó de una manera especial y nadie identifica. Todo lo que sabemos de ellos, por tanto, es apenas un esbozo, una promesa incumplida de biografía y revelación. Lo único que hay que hacer y que se puede hacer con todo eso es hacer ficción de lo real. Es en ese sentido que el narrador afirma que los teólogos pueden ser excelentes novelistas, y que también pueden serlo los historiadores, los poetas, los filósofos, y por supuesto los biógrafos.
Leyendo Elizabeth Finch se entiende esa desconfianza que algunos lectores sentimos ante las biografías, preguntándonos cómo hacen los biógrafos para “componer una vida, una vida viva, una vida coherente, a partir de todos esos datos circunstanciales, contradictorios y perdidos por el camino”. Es obvio que la vida es una novela siempre.
ELIZABETH FINCH, de Julian Barnes. Anagrama, 2023. Barcelona, 200 págs. Traducción de Inga Pellisa.