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El hombre que marcó una era

La paradójica vida de J. Robert Oppenheimer: creador y víctima de la bomba atómica

Tuvo recursos casi infinitos a su disposición, se sintió un dios, pidió el fuego y se lo entregó a los hombres. Como Prometeo, el dios de la mitología griega.

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J. Robert Oppenheimer
(foto Alfred Eisenstaedt/ detalle)

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por László Erdélyi
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Es curioso cómo la figura de Oppenheimer se ha instalado sobre todo entre los más jóvenes. Fue un personaje central del mundo de sus abuelos, un mundo que ellos tienden a soslayar o ignorar, a veces con razón. Y sin embargo hoy está presente en sus charlas y comentarios como si su obra maestra, la bomba atómica, fuera una realidad cercana, igual que aquel 6 de agosto de 1945 cuando fue lanzada en Hiroshima por única vez contra seres humanos con efectos devastadores. Pero sí, es cercana, porque las amenazas que lanza Putin hacen que un apocalipsis radiactivo sea sospechosamente real.

Los responsables son dos periodistas norteamericanos y un director de cine inglés. Kai Bird (n. 1951), especialista en las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, y Martin J. Sherwin (1937-2021), también especialista en temas nucleares, escribieron una notable biografía titulada Prometeo americano, El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer, que acaba de llegar traducida por Raquel Marqués García, y que ha resultado muy premiada (por ejemplo, recibió el Premio Pulitzer). A su vez, el realizador Christopher Nolan, también multipremiado director (del que este cronista destaca películas como Dunkerque o la trilogía de Batman The Dark Knight, con relato y ritmo dramático inolvidables), tomó como base el libro de Bird y Sherwin para guionar y dirigir la película Oppenheimer, recién estrenada.

Ambas producciones, el libro y la película, instalan relatos poderosos, de esos que dejan larga huella en la memoria de los lectores/espectadores. El libro es preciso y ameno, tanto que sus 700 páginas de relato (+notas, fotos, bibliografía y un índice alfabético muy útil) se leen como bala, a pesar de la cantidad de nombres e historias que aparecen. La película va más allá, apelando a recursos dramáticos y visuales que complementan y amplían lo de Bird y Sherwin. Porque Christopher Nolan no sólo sabe muy bien cómo funciona la industria del cine, y domina un amplio espectro de recursos expresivos. En este caso, como un iluminado, supo dar ritmo a una historia tan larga como controvertida sin aburrir un solo instante durante tres horas, con un adicional: los metamensajes.

Como si fuera una obra de la mejor literatura, la película Oppenheimer está llena de guiños y referencias veladas que remiten al libro, tanto que hoy es casi imposible separarlas. Por ejemplo sobre el antisemitismo de la clase política norteamericana durante el proceso en su contra de la posguerra, personificado en el burócrata arribista Lewis Strauss, el malo de la película interpretado por el actor Robert Downey Jr. O también en el suicidio u homicidio de la ex pareja de Oppenheimer, Jean Tatlock, dejando entrever que las operaciones negras y los asesinatos ilegales de disidentes llevados a cabo por agentes del gobierno no empezaron con el 11/S y Guantánamo. La buena literatura cuenta historias que corren por debajo, provocando la imaginación o ampliando lo literal hasta planos insospechados. Para lograr esto en cine (un mundo que posee reglas propias) hace falta mucho talento.

Psicoanálisis. Oppenheimer fue un ser paradójico capaz de exponer las contradicciones morales de sus actos, y hacerlo de forma dramática. Fue un asesino en términos simbólicos cuya ciencia mató a cientos de miles. Uno que inventó la capacidad de autodestruirnos como especie apretando un botón, aunque luego no dudó en gritar “¡paren la bomba!”, planteando cuestiones filosóficas trascendentales para la supervivencia de la especie. Tanto el libro como la película no desplazan a Oppenheimer a un lugar cómodo, alejado, sino que dicen “él es como tú y como yo”, con sus enigmas y contradicciones morales. Eso genera empatía con el personaje. Es tan natural y humano que da miedo.

La cercanía de Oppenheimer al psicoanálisis, teoría que dejó en evidencia la condición paradójica de la mente humana —la de manejar opuestos sin solución— corre por debajo sobre todo en el libro. Su crisis psicótica en Cambridge, asociada al episodio real/imaginario de la manzana envenenada (Oppenheimer quiso matar a su jefe, el profesor Patrick Blackett, quien luego ganaría el Nobel),) lo puso en manos de psiquiatras y del psicoanálisis. A su vez, en la relación amorosa con Jean Tatlock, a ambos “les interesaba mucho el inconsciente” y sus misterios, diría el propio Oppenheimer. La propia Tatlock se trató con un discípulo de Freud.

Esa condición paradójica es intolerable para los seres obsesivos como un Lewis Strauss o un Joseph McCarthy (que lideró la cruzada anticomunista de los años 50 en Estados Unidos), gente que lee el mundo en blanco y negro (entre comunistas y no comunistas, en este caso) revelando así su mediocridad. Lo hacen por oportunismo o incapacidad, pero no son seres desprevenidos. Para ellos la realidad no tiene matices, y más estando empoderados por sus votantes (padres o abuelos de los futuros votantes de Donald Trump). Para ellos el que duda es peligroso, pues pone en peligro ciertos absolutos llamados “nación” “bandera” o “patriotismo”.

Oppenheimer también fue paradójico en su necesidad constante de ser el centro de atención, algo hasta cierto punto incómodo, por infantil (desde que perdimos a papá y a mamá, añoramos esa etapa donde éramos el centro de todo). El libro lo recalca al mencionar una y otra vez que “Oppie”, como le llamaban sus afectos, era siempre el alma de la fiesta y “las mujeres lo adoraban”. Algo inusual en un nerd salido de la física teórica, por cierto, pero también impropio de un hombre de ciencia que debe, siempre, ser crítico y rendirse humildemente ante la evidencia.

Pero su gran inteligencia le permitía salir airoso de esas contradicciones. Por si fuera poco, el momento histórico puso en sus manos los recursos científicos y materiales que ningún científico tuvo jamás en la historia —la ciencia siempre se ha movido en ámbitos de austeridad y escasez de recursos. Era el sueño del pibe. Ni hablar de cómo lo trataban sus colegas, muchos de ellos premios Nobel (él nunca lo obtuvo). Los deslumbraba con su brillantez (alguno lo comparó con Leonardo da Vinci por la amplitud de sus intereses, incluso filosóficos). El premio Nobel Max Born llegó a decir que “era un hombre con mucho talento, y era consciente de su superioridad de un modo bochornoso e inoportuno”. En Gotinga, Alemania, estuvo trabajando en plena revolución de la física teórica con Max Planck, Einstein, Heisenberg, Schrödringer, Pauli y Otto Hahn, muchos de los cuales luego serían sus rivales en el programa de la bomba atómica nazi con el que Oppenheimer competía en el Proyecto Manhattan.

La meta era derrotar al nazismo, lo que borraba cualquier duda o anulaba cuestiones morales. “Quiero tener la bomba antes que los nazis” decía firme Oppenheimer cuando era arrinconado por otros científicos. Una vez un historiador chileno de quien no recuerdo el nombre dijo que en la historia jamás ha habido un catalizador tan poderoso como el nazismo, cuya sola presencia o mención define de forma instantánea la división entre buenos y malos.

Oppenheimer se estaba enfrentando al mal, y con recursos casi infinitos. Se sintió, por qué no, un Dios, uno moralmente absuelto, con derecho a pedir el fuego y ofrecerlo para ser desatado sobre los hombres. Un Prometeo.

T. S. Eliot. No era fácil ser de izquierda en aquellos años a pesar de Roosevelt, del New Deal... y de Stalin. El ámbito científico norteamericano era muy izquierdista, en una época definida por un capitalismo crudo que dejaba a la mayoría desamparado y con hambre, sobre todo tras la crisis de 29. La mención del largo poema de T.S. Eliot, La tierra baldía, tanto en el libro como en la película como referencia inspiradora de Oppenheimer, es una señal que los biógrafos y el director dejan caer de forma deliberada. Porque quien leía ese brillante poema en la década del 20 simpatizaba de inmediato con todos aquellos que el capitalismo dejaba tirados y al margen. El Partido Comunista lo sabía, y logró reclutar a muchos idealistas e incautos como Klaus Fuchs, que espió en Los Álamos para la Unión Soviética.

Es una pena que no haya mención en el libro a las grabaciones de Farm Hall. Un comando liderado por el inefable coronel Boris Pash —némesis de Oppenheimer, luego trasladado a Europa para que no lo moleste— secuestró, apenas derrotada Alemania, a todos los físicos y científicos alemanes que participaron del programa de la bomba atómica nazi, y los retuvieron en una granja para escucharlos sin que éstos lo supieran. Así dejaron testimonio de sus diferencias a la hora de construir la bomba atómica para Hitler, quién se equivocó (Heisenberg) y quién tenía los cálculos acertados (Otto Hahn), y que sin embargo fue soslayado. (ver El País Cultural No. 166).

A su vez es discutible, cuando no arriesgada, la afirmación de los autores del libro de que Truman sabía “sin duda alguna que los japoneses ‘buscaban la paz’”, lo que abría la posibilidad de no tirar la bomba. Pero la cronología de lo que ocurría en Japón dice otra cosa. El emperador japonés había anunciado que quería la paz, pero tras Hiroshima y Nagasaki (6 y 9 de agosto) se venía enfrentando al Ejército Imperial, que no quería rendirse. El 10 de agosto Tokyo amaneció bajo una lluvia de bombas convencionales de los B-29 norteamericanos, mientras los rumores de golpe de Estado y guerra civil por parte de los sectores militaristas crecían. En la madrugada del miércoles 15 de agosto oficiales sublevados secuestraron al emperador en el Palacio Imperial, pero la revuelta no prosperó y quedaron aislados. Horas más tarde el emperador anunció la rendición por radio. En lo que se conoce como “El día más largo” ocurrieron numerosos seppuku (suicidios rituales) de jerarcas del ejército imperial que parecían intocables, y que ya habían desobedecido al emperador en más de una oportunidad. (ver El País Cultural No. 438)

El Proyecto Manhattan ocupa la tercera parte del libro, y posee una épica triste, algo atormentada. Al fin y al cabo Oppenheimer y los científicos estaban poniendo su conocimiento al servicio de la muerte. Pero el ego jugaba fuerte. Cuando en una junta le preguntaron a varios militares y a Oppenheimer sobre la necesidad de tirarles a los japoneses una bomba atómica cuando un bombardeo convencional podía provocar una cantidad similar de víctimas —uno reciente a Tokio había dejado 100 mil muertos— Oppenheimer respondió que el impacto visual de un hongo atómico no tenía comparación posible. Quedó claro que nadie le iba a quitar el protagonismo a su bomba.

Así, el Prometeo americano, en referencia al dios Prometeo de la mitología griega que le robó el fuego a los dioses y se lo entregó a los hombres, al final fue castigado pero no por los dioses sino por unos burócratas oportunistas y mediocres que, increíblemente, inventaron un caso en su contra. Murió joven a los 62 años por un cáncer de garganta, originado quizá por su exposición a la radiación o por ser un fumador empedernido.
Solo Zeus lo sabe.

PROMETEO AMERICANO, de Kai Bird y Martin J. Sherwin. Debate, 2023. Barcelona, 860 págs.

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