Educadora argentina
En su libro Enseñar distinto dice, por ejemplo, que el docente cansado debe conectar con lo que le entusiasma, y que hay que reducir la brecha digital.
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Melina Furman (1975) es bióloga, pero sobre el fin de su carrera optó por la educación, área en la que se doctoró por la Columbia University. De larga trayectoria como investigadora, formadora de docentes y asesora de centros educativos, estuvo en Montevideo presentando su libro Enseñar distinto (Siglo XXI) que plantea muchas preguntas clave que los docentes deberían hacerse, entre ellas, ¿cuánto tiempo hemos dedicado a estudiar y hasta a enseñar temas que no terminamos de entender? ¿O a repetir “como loros”?.
—¿Cómo pasaste de la biología a la educación?
—Al final de mi carrera trabajaba en neurociencia de laboratorio. Quise ser bióloga para comprender los misterios de la mente, para entender el cerebro humano. En el laboratorio, registrando qué genes se activaban cuando unos ratones aprendían u olvidaban algo. Pero la tarea, que había supuesto interesantísima, me aburría mucho. Crisis vocacional: seis años de estudio, beca de doctorado... Pero algo no me cerraba. En esa búsqueda empecé con cosas relacionadas con la educación: escribir divulgación, organizar campamentos científicos, armar un portal de internet para chicos. En Facultad enseñaba química biológica, que de estudiante me había aburrido. Fue una sorpresa descubrir que era lindo enseñarla. Di el volantazo. Me licencié en biología y decidí estudiar educación, porque no vale tocar de oído.
Inerte o profundo
—En tu libro hablás de conocimiento inerte y aprendizaje profundo. ¿En qué se diferencian?
—El conocimiento inerte se detecta fácil: son esas cosas que uno estudió, nunca entendió y a lo sumo las usa en un crucigrama. La memoria está llena de cosas así, que no terminamos de entender. Son enemigas del aprendizaje. Y se sabe hace mucho. El concepto lo formuló Alfred Whitehead, en 1910. Pero la escuela, hoy, sigue generando conocimiento inerte. En mis talleres surgen muchos ejemplos de cosas que los docentes creemos saber pero en realidad no entendemos. No es que saberlas no sirva: se trata de ver cómo enseñarlas para que se entiendan y tengan sentido en la vida del estudiante. Y eso es el aprendizaje profundo, lo que de veras comprendemos.
—¿Dónde poner el énfasis de cambio? ¿En el currículum? ¿La evaluación? ¿Los métodos?
—Es difícil, hay que abordar todas las aristas. El currículum escrito tiene alcance limitado (y he participado en muchas elaboraciones curriculares). Hay que generar buenas condiciones de trabajo para los docentes, proveer recursos. Una de las grandes claves es la formación docente, inicial y continua, que permita seguir aprendiendo. Y luego cada docente tiene que tomar el currículum y decidir a qué contenidos esenciales les da más tiempo.
—La educación, ¿política de gobierno o de Estado?
—De Estado. Los cambios en educación son muy lentos, requieren el acuerdo de mucha gente. Como dije, uno de los ejes es la formación docente. El otro es generar condiciones en los centros de estudio. Al estudiar países con fuertes transformaciones educativas —Canadá, Polonia— hay mucha evidencia de que el camino es invertir para que haya comunidad de trabajo entre colegas, y el centro de estudios sea unidad de cambio. Eso requiere directivos formados y comprometidos, pero también espacio y tiempo para reunirse. Enseñar es mucho más que estar frente a la clase. En Finlandia le pregunté a una docente cuántas horas trabajaba en esa escuela. Al principio no entendía la pregunta. Ella trabajaba en un solo centro, con tiempo pagado para corregir, estudiar, reunirse. Le costaba imaginarse a nuestros docentes, yendo de un centro educativo a otro.
—¿Deberían participar los padres y estudiantes en la toma de decisiones?
—No sé. En la Universidad el cogobierno ha demostrado ser útil. En los otros niveles, creo en la escucha. En especial a los estudiantes. En algunos centros que hemos investigado, propusimos a los chicos diseñar la escuela ideal. Armaban una semana de clases, sacaban y ponían materias, cambiaban el horario, pero todos pedían poder elegir algo y opinar.
—¿Lo antiguo es todo obsoleto? ¿Cómo distinguir tradición de inercia?
—Es parte de la mirada curiosa y honesta sobre nuestra práctica. Decidir si enseño algo porque es bueno enseñarlo o porque está ahí, aunque no sepa para qué sirve. O porque siempre me funcionó con los alumnos. Hay que decidirlo caso a caso. Sin cambiar por cambiar. Parte de la idea del libro es ver lo que ya está bien. Eso no debe cambiarse.
Enseñar enamorando
—La educación es una carrera subestimada. ¿Qué les dirías al joven que aspira a ser educador?
—Le diría que la educación es un camino muy nutritivo internamente, fascinante. Que hay muchos modos de ser educador, no todos obvios. Se puede ser maestro de aula. O educador no formal, fuera de la escuela. Se pueden diseñar materiales educativos, hacer documentales. Se puede ser asesor de escuelas. Trabajar en política educativa, investigar.
—¿Has sido docente de aula en primaria o educación media?
—Formal, de aula, no. Trabajo extracurricular, sí. Desde hace mucho trabajo con escuelas, muy adentro, como asesora de ciencias naturales y acompañante didáctica. Nunca fui maestra. Me hacía ruido, al principio, hasta que comprendí que desde mi lugar soy útil. Me tranquiliza ver que mi trabajo con los docentes funciona. Me hace sentir que no estoy en un escritorio, tirando recetas.
—Vos planteás que los docentes tienen que enamorar a sus estudiantes del conocimiento…
—Es una aspiración. La clave es la metodología, la didáctica. Lo que importa es cómo el docente presenta los contenidos, cómo evalúa, cómo cierra la clase. La hechura de la enseñanza. Eso que no atendemos porque parece que pasa mientras tanto, pero es fundamental para que los chicos se lleven del aula algo que les cambie la cabeza y se den cuenta. Es algo que se puede enseñar y aprender, un objetivo alcanzable. Hay que apuntar a buenos docentes, que logren enseñar bien.
—Tú decís que, al menos por momentos, los chicos deberían sentirse científicos o artistas. Pero la mayoría de sus maestros no lo son.
—Hay distintos modos de lograrlo. El docente debería trabajar en investigaciones escolares, con sus alumnos, pero investigaciones al fin. En su formación, tendría que haber alguna experiencia auténtica de investigación guiada. Pero no alcanza: debe complementarse con buenas guías de enseñanza. En algunos países la formación incluye pasantías en laboratorios, para que sepan qué es hacer ciencia. Y lo mismo en las artes. En nuestros países, esa inversión nos queda lejos.
—¿No pensás que muchos docentes también tendrían que cambiar su modo de aprender?
—Como en toda profesión. Pero en la docencia, más. Hay que tener encendida la chispa de seguir aprendiendo. Tomar cursos. Pero aprender también de nuestras clases. Hay que cambiar el chip de qué concebimos como aprendizaje. Tenemos que ser investigadores de nuestras prácticas, para ver qué nos sale bien y qué nos sale mal.
—Y al docente cansado, ¿qué le dirías?
—Que trate de conectar con los aspectos de la tarea que lo apasionen. El vínculo con los alumnos, sentir que transforma vidas. O los contenidos de su asignatura que lo entusiasmen. Conectar con eso que mantiene encendida la llama, pese al cansancio. En mi experiencia, incluso con docentes cerca de jubilarse, cuando conectan con algo creativo, que los hace sentirse orgullosos, se renuevan. La vida es larga y la enseñanza puede ser una picadora de carne, pero renovarse es posible.
El aburrimiento
—¿Motivar es entretener?
—No. Hay estudios que muestran que ciertas clases más divertidas dejan menos aprendizaje que otras con menos luces de colores, pero pensadas para que el que aprende tenga que hacer un proceso propio. La motivación tiene que ver con encontrarle sentido a lo que estás aprendiendo. No tiene que ser necesariamente divertido ni apasionante: debe tener sentido. Ese es el primer escalón del cambio. Yo les pregunto a los docentes “Esto que tenés que enseñar, ¿por qué está bueno aprenderlo?, ¿qué se pierde alguien que no lo sabe?” No sirve enseñar algo sólo porque está en el programa.
—¿El aburrimiento sirve para algo?
—Estar aburrido, a veces, lleva a descubrir o crear cosas nuevas. En clase, el aburrimiento no es útil. Pero en la práctica, para fijar lo aprendido, sí que es necesario. Pero nunca hay que pasar al ejercicio repetitivo sin que los chicos hayan captado el sentido de lo que hacen.
—¿Cómo mejorar la relación entre padres y docentes?
—Con la pandemia, la escuela entró en la casa y viceversa. Muchos padres redescubrieron lo necesaria que es la escuela. El camino es la conversación franca. La escuela tiene a veces un mensaje de “déjennos, que sabemos lo que hacemos”. No sirve. Las familias, sobre todo en algunos sectores, son muy críticas, poco respetuosas del trabajo de la escuela, con poca confianza en lo que ella puede hacer. Es de las cosas que más cambió en estos años, y hace más difícil el trabajo docente, cuando algunos padres van a quejarse sin pensar que el profesor podría tener razón al reprobar a un estudiante. La escuela, además de sus muchas otras tareas, necesita comunicarse mejor con las familias, para mostrar qué hace y por qué.
—No es fácil…
—No. Y las preocupaciones de las familias a veces son legítimas. Soy madre, estoy de los dos lados del mostrador, y en esta pandemia ha sido difícil para los padres seguir las marchas y contramarchas de una escuela que se reinventaba constantemente, para sobrevivir pese a la pandemia. Pero dialogar es el camino.
—¿Cómo superamos las desigualdades que la pandemia hizo visibles?
—Con política educativa en serio, invirtiendo en recursos de infraestructura para los sectores más postergados. Debemos reducir la brecha digital. El acceso a internet debería ser un derecho humano. Hay que acompañar a las escuelas más pobres. Y salir a buscar a los que no volvieron a las aulas (medio millón en Argentina), preparando a las escuelas para recibirlos, tras dos años tan duros.
—¿Cómo podrían ayudar los padres en el consumo audiovisual de los chicos?
—Acordando el tiempo de pantalla. Hay criterios de la OMS y asociaciones de pediatras: antes de los dos años, nada de pantallas y luego ir subiendo, buscando que aprendan a autorregularse. Lo otro es el contenido: no es lo mismo jugar un videojuego que programarlo, ver a un youtuber que ver un documental. Hay que ayudarlos a elegir y hacerle aikido a la tecnología. Se puede. Mis hijos, en la pandemia, se entusiasmaron con jugar al ajedrez online.
—¿Cómo enfrentar el retraso en lectura y escritura?
—Lo primero es la alfabetización. Muchos chicos en América Latina pasan de año en la escuela sin leer y escribir bien. No soy especialista, pero leo sobre esto y converso con gente que sabe en serio. Este problema tiene que ver con los métodos de alfabetización que estamos usando, más allá de la pobreza estructural, que también afecta. Nos pasa el tren por delante y no lo vemos. Es una tragedia silenciosa. Hay que atajar la mala alfabetización: no pueden pasar a segundo y tercer grado chicos que no lean perfecto, fluido. Hay que detectar a los que no lo están logrando y trabajar en grupos más chicos, con métodos que sirvan. Con los chicos que no están pudiendo dar el salto, hay que trabajar la conciencia fonológica, la relación entre fonema y grafema, sonido y letra. Luego la comprensión lectora y la escritura, que es algo de lo que no nos estamos ocupando. Hay técnicas para mejorarlo, pero no se practican. Y no entender lo que se lee implica que luego sea imposible aprender matemáticas, historia, geografía ni nada. Hay que enfocar el tema en serio, cambiar las estrategias.
—¿Cuándo deja un docente de aprender a enseñar?
—Idealmente nunca. Quien disfruta enseñar, sigue aprendiendo siempre. Pienso que la docencia, tan desafiante, tan intensa, hace que a veces tengamos el termostato en piloto. El espíritu de este libro es volver a encender esa llama, la creatividad en la tarea, el disfrute de conectar con los alumnos y el sentir que uno lo está haciendo bien. Yo siempre les pregunto a los docentes qué les entusiasma de lo que enseñan, qué les hace sentir orgullo. Y ahí se encienden las miradas y salen cosas increíbles, que hacen confiar en que las transformaciones son posibles.