Desde el Canelones rural, a pocos kilómetros de Montevideo, inventa personajes que nutren una narrativa única, personal, que no para de sumar lectores. Acaba de publicar su última novela, El inglés.
MARTÍN Bentancor nació en Los Cerrillos en junio de 1979. Se crió y vive en la zona rural de Canelones. En este año ha publicado la novela El inglés (Estuario) con la que obtuvo el Premio Anual de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura (MEC) en Narrativa Inédita. En 2013 ganó el Premio Nacional de Narrativa "Narradores de la Banda Oriental" con su novela Muerte y vida del sargento poeta (Banda Oriental, 2014), entre otras distinciones. Publicó, además, libros de relatos, nouvelles, novelas gráficas y novelas escritas en conjunto con Rodolfo Santullo. De su carrera literaria, su vida en el campo, de sus lecturas y proyectos, se habló en una tarde del invierno montevideano.
—Es difícil imaginar cómo puede surgir un escritor de una persona que se crió en un ambiente sin libros.
—Mi familia era de pocos recursos económicos. No teníamos luz eléctrica y tampoco había libros en casa. En ese entonces ir a lo de mis abuelos Antonio e Hilda que vivían en El Colorado, paraje cercano a Las Piedras, era una aventura. Me proyectaba hacia lo moderno, porque mis abuelos tenían luz eléctrica, pero también hacia el pasado por las historias que me contaban a ese ritmo cansino del campo. A mi abuelo le gustaba relatar sus cuentos mientras mascaba tabaco y mi abuela se enojaba al ver cómo escupía los restos de lo que masticaba por cualquier lado.
—¿Tenían televisión?
—A tanto no llegaban, apenas había radio. Un día en que mi abuela Hilda me vio aburrido, desempolvó de un baúl tres libros de una colección de historias de vaqueros. En la escuela yo leía pero no tenía libros. Escribí en la tapa de la única de esas tres novelitas que conservo, la fecha en que me la regaló: 16 de febrero de 1992. Inauguró el bien material de más valor que poseo: mi biblioteca. El triste vaquero estaba escrito por un español que escondía su verdadero nombre detrás del seudónimo Raf Sagram. Es de 1952 y había pertenecido a mi padre. Gracias a esa novelita, que guardo con tanto cariño, y a mi abuela, me enamoré de la palabra impresa.
—Y empezaste a contar historias.
—Escribía en unas libretas que mi abuelo, que era sereno, traía a la casa. Empecé a narrar a la manera de un folletín, aunque yo no conociera esa forma de contar. Cada tanto le dejaba un capítulo a mi abuela que siempre terminaba con la palabra "continuará". Ella lo leía y me daba su opinión, e indicaciones para mejorarla. Desde ese momento no dejé de escribir. Supe que era lo que quería hacer en la vida.
—Una de tus primeras novelas, Las otras caras del verano (2008), fue escrita junto a Rodolfo Santullo, algo que repitieron en Aquel viejo tango (2011). ¿Cómo fue esa experiencia?
—En realidad escribimos otra novela más, Una noche cualquiera, que fue la primera, pero nunca fue publicada. Santullo es un escritor de género, apasionado por la novela policial. Escribir con él sobre esa temática me dio una gran experiencia. En algunos casos, como en la primera novela, cada uno escribía un capítulo y lo dejaba abierto para que el otro tuviera que resolver un problema planteado. Rodolfo se especializó en esa área como escritor pero yo, de a poco, me fui alejando del relato policial. Hoy tenemos proyectos diferentes, tan válidos uno como el otro.
—Tus primeros relatos, por ejemplo los del libro Procesión (2009), se ubican en el campo.
—Es el ambiente donde crecí y vivo. La visión de eso que se denomina "campo" varía según la percepción de cada uno. Nace de aquellos relatos que escuché a mi abuelo, a mi padre, a sus amigos, de los cuentos que se daban en los boliches. Por eso no es extraño que muchas veces la acción de mis historias se ubique en el pasado o sea de otros años. Sin embargo no es que tenga un interés por lo nativista o lo telúrico en sí mismo. En esas historias que escuché hay caballos, hay gauchos, entonces es lógico que aparezcan pero sin ningún otro fin que ser funcionales a lo que se relata. Es el ambiente donde me siento cómodo.
—Sin embargo tu novela La Redacción (2010) se desarrolla en un ámbito urbano.
—Que tampoco me es ajeno y quizás sea mi libro más autobiográfico. En mis primeras épocas de Facultad trabajé en una revista de avisos clasificados que en determinado momento se amplió a otras áreas. Me llamaron para ser el editor de Cultura. Eso significaba escribir todas las notas escondiéndome detrás de varios seudónimos. Terminamos trabajando solamente cuatro personas que queríamos cobrar el dinero que se nos debía. El final era inevitable, por más resistencia que pusiéramos. Ese proceso de decadencia que se dio en los últimos días de la revista es lo que se relata en la novela.
—A la distancia, ¿cómo ves esos dos libros?
—Me gustaría volver a escribirlos con la experiencia que tengo hoy. Evitaría algunos clisés, varios errores, pero representan una época de mi escritura de la que no reniego.
LA CUESTIÓN DE LOS PREMIOS.
—En los últimos años obtuviste varios premios literarios. ¿Cuál fue la razón que te impulsó a enviar trabajos a esos concursos?
—Obtener una distinción es, en cierta forma, legitimar lo que hiciste. Ese reconocimiento abre puertas, trae la posibilidad de editar y que esa publicación no pase desapercibida. Hay algo de aquello que dice Marge, en un capítulo de Los Simpsons,cuando gana un concurso de cocina: "Alguien, en algún lugar, considera que soy mejor que alguien más". Obtener el Narradores de la Banda Oriental y el Premio Anual del MEC me dio otra proyección. Pude ingresar al ámbito del periodismo cultural que es una actividad que disfruto y me permite intentar vivir de ese trabajo.
—Tenés que haber escuchado algunas críticas referidas a los premios literarios. Por ejemplo, que los ganan siempre los mismos autores.
—Esa apreciación carece de asidero y se desmiente al observar la lista de escritores que han obtenido reconocimientos literarios en los premios más importantes de nuestro país: el Onetti, el Narradores y el del MEC. Hay gente que obtuvo premios sin ser conocida, hay otros escritores que ya tenían su carrera hecha, han ganado personas que no han vuelto a escribir y otros ganadores desarrollaron una carrera literaria. No son siempre los mismos, eso está claro, y me parece que los mecanismos de elección son transparentes. Hay muchos mitos, desconfianzas y algo de resentimiento por parte de algunos autores que no han obtenido reconocimiento en esos concursos.
—En el Narradores de la Banda Oriental a partir de 2005 se ha dado la coincidencia de que lo ganaran escritores que rondaban los treinta años y del interior del Uruguay. Ese grupo, ¿configura una generación?
—Hay un cierto apuro de algunos críticos por ser los primeros en descubrir una nueva generación de escritores. Reconozco que no los he leído a todos. Por lo que leí me parece que no hay una impronta común o características reconocibles en su escritura que permita hablar de una generación. Ser del interior no creo que sea un elemento que unifique. En mi caso, si bien yo me crié en un ambiente rural, vivo a treinta y pocos kilómetros de Montevideo. Somos autores que tenemos una obra en formación que habrá que ver hasta dónde llega, algo que no solo nos pasa a los de mi edad. Otras generaciones también tienen sus obras en desarrollo y no descubro puntos de unidad. Reconozco que el tema no me interesa demasiado.
CAMPOS DEL INGLÉS.
—¿Cuándo comenzás con las historias de la Tercera Sección?
—Con el cuento "Dominación", que fue publicado por Estuario en el libro Sobrenatural (2012). Encontré un espacio geográfico donde me interesaba contar denominado Tercera Sección, que corresponde a un lugar que existe en Canelones. En treinta años esa zona cambió muchísimo. La Tercera Sección que relato no es la actual sino la de mi niñez. Los personajes, los tipos humanos que aparecen en esas historias, son personas que yo conocí en aquél tiempo. Desde ese primer cuento aparecen personajes que se repiten, como el Comisario Lestido, que va a ser fundamental en el segundo paso de esta zaga que es la novela Muerte y vida del sargento poeta y que continúa en El inglés. Ya en esos relatos se habla de "los campos del inglés".
—¿Existe ese lugar?
—Al final de la novela del sargento poeta aparece un glosario de la Tercera Sección. Ahí están algunos personajes de la zona como el payador Juan Pedro López. También aparece una entrada sobre "los campos del inglés". En media página se cuenta la historia del inglés William Collingwood, la forma en que llegó a estos pagos y como fue su vida allí, en el límite de Canelones con San José. Es una gran extensión de campo a orillas del río Santa Lucía que se conoce como "lo de Radesca". Ahí ubico "los campos del inglés", una porción de tierra que hoy está abandonada. Siempre me interesó ese sitio, la forma en que podía rendir literariamente. Fue así que creé la historia de cómo Collingwood se entera de la existencia de esos parajes, como compra los campos por un comisionista y como, finalmente, resuelve instalarse ahí por la década del veinte.
—El inglés se desarrolla en una noche, en un velorio de campaña donde un veterano cuenta la historia de ese británico y su relación con el muerto. Resulta algo extraño que la novela no tenga división en capítulos.
—En este proyecto literario, el de la saga de la Tercera Sección, le doy mucha más importancia a cómo se cuenta que a la historia en sí misma. Al fin de cuentas las historias siempre son más o menos las mismas desde La Ilíada. Lo que cambian son las herramientas literarias que se utilizan para relatarlas. La novela tenía que asimilar ese velorio de campaña, que transcurre en una noche, en el que una persona relata una historia que relaciona al muerto con el inglés. También me propuse que casi no hubiera diálogo y que la figura central, un maestro del pueblo, no fuera quien contara. Hay partes de la historia que el lector y el maestro no conocen, y algunos momentos en que se pierde parte del relato.
—Como cuando el maestro va al baño.
—Exacto. Cuando vuelve escucha el final de lo que está diciendo Samurio, que es el que cuenta la historia, pero no lo interroga para saber qué se perdió. Te reitero, lo importante es cómo se utiliza el lenguaje, que pasa a ser un componente esencial para mí, y cómo se cuenta esa historia que en realidad no tiene nada de extraordinario. El lugar, el ambiente, es parte fundamental de la trama. Ocurren cosas que quiebran el relato como la mujer que le envía mensajes de texto al maestro, una hija que entra en un momento, el gordo que cambia de posición en la tertulia porque en realidad es más importante lo que ocurre en el velorio que la historia del inglés. Al final de cuentas Samurio elabora el relato a partir de cosas que le han dicho, no de primera mano.
—La pregunta es inevitable: ¿cuál es la razón del manchón de tinta en la página 118?
—Quería hacer un corte. Las opciones eran dejar un espacio mayor entre los párrafos, poner algunos asteriscos o algún otro recurso tradicional. Opté por esa mancha que iba a ser más grande pero al final con la editorial acordamos que fuera así. De haber presentido los líos que trajo, lo pensaba dos veces. Varias personas devolvieron el libro por esa mancha. Me han pedido que aclare el punto en las entrevistas pero el juego es que la gente entienda lo que quiera entender.
—Un recurso un tanto extraño.
—Lo utilizó Juan José Saer en su novela El limonero real (1974) pero ahí la mancha parece una especie de rectángulo un poco raro. Es un corte del relato, nada más. No hay nada debajo de la mancha, no quiso ser un recurso revolucionario o de avanzada, ni quiso aparentar inteligencia. En definitiva, no inventé nada.
EL ROBO A SAER.
—Siempre mencionás a Saer como una de tus mayores influencias. ¿Cómo llegaste a él?
—Leí una larga entrevista que le hizo un diario argentino y me interesó lo que decía. En una librería montevideana encontré Glosa (1985) y me maravilló. Trata de dos personas que no son grandes amigos, apenas son conocidos, que se encuentran en la calle y caminan juntos veintiuna cuadras para hacer unos trámites. Durante esa caminata reconstruyen una reciente fiesta que se hizo en honor a un poeta, Washington Noriega, en la que ninguno de los dos estuvo presente. El mecanismo me pareció genial porque mantiene la tensión del relato, durante más de doscientas páginas, nada más que con esa charla. Lo que importa no es la fiesta, o qué pasó en ella, sino la conversación de esos dos personajes en esas veintiuna cuadras. Quise leer más cosas de Saer y tuve la suerte de que encontré otra librería que tenía toda su obra a precio de oferta. Lo único que lamento es que ya no me queda nada nuevo por descubrir, aunque la relectura siempre es sabia. Como hacemos todos los escritores, he robado mucho a Saer. Hice una cuestión personal mencionarlo siempre, como un deber de gratitud y justicia.
—¿Qué otros autores te marcaron?
—Podríamos estar hablando horas pero te voy a mencionar a dos totalmente distintos entre sí, ambos extraordinarios: Vladímir Nabókov y William Faulkner. Nabókov despreciaba a Faulkner, lo consideraba un fabulador del sur. Era un aristócrata en decadencia que recorrió el mundo. Tiene un cierto humor en sus libros que yo intento imprimir a mis textos. De Faulkner, que nunca salió del sur salvo cuando fue a Hollywood para escribir guiones, me gusta esa cuestión rural que refleja en forma impecable.
—¿En qué proyecto estás?
—Escribo una novela que creo que será la más compleja y también la última que transcurrirá en la Tercera Sección. Es una historia que se narra desde muchos puntos de vista. Hace dos años que la empecé y calculo que me va a llevar un año o año y medio más de escritura. Espero poder seguir la rutina que tengo actualmente, para que no me lleve más tiempo que el proyectado. Aunque no es fácil.
—¿Qué necesitás para poder mantener ese ritmo?
—Para escribir necesito silencio y con dos niños pequeños en mi casa eso no es sencillo. Tengo una aliada incondicional en mi esposa. Con ella tenemos sensibilidades y gustos diferentes pero siempre supo que esta era mi vida.
—¿Cómo te ves en unos años?
—Mi proyecto de vida no es muy diferente a como vivo hoy. Escribir, trabajar en mi literatura y elegir la mejor forma para contar una historia. Para mi escribir, el proceso de creación, es un momento de disfrute. Nunca lo sentí como una carga y mucho menos como un sufrimiento. La fama es puro cuento, el dinero que se obtiene por esta actividad es marginal, así que a gozar de la escritura.
Con Martín Bentancor