Cuentos del autor norteamericano
Los relatos tienen tensión, detalles significativos, manejo del tiempo, variación de escenarios y personajes con gran complejidad psicológica.
David James Poissant es un nombre nuevo en la narrativa estadounidense que cruza fronteras, y lo es desde su primer libro, El cielo de los animales, un título atractivo copiado de un poema homónimo que James Dickey publicó en 1962. Acaso Dickey tampoco es muy conocido por aquí, pero incluso tuvo un papel actoral en Deliverance (La violencia está en nosotros, 1973) de John Boorman. Citar la película no es casual. Poissant nació en 1979, es neoyorkino, pero criado en Georgia a partir de los siete años, en el marco de una familia modesta. Se define como demócrata y anti Trump al punto de no poder elegir pareja republicana. También se define como un “lector que escribe”, marcando prioridades que seguramente vayan cediendo, y a la hora de señalar gustos refiere tanto a grandes nombres (Raymond Carver, Alice Munro, Denis Johnson, Flannery O’Connor, Michael Cunningham) como a otros menos notorios (Rick Bass, Julie Orringer, Charles D’Ambrosio, Ron Rash, Nicholson Baker) de los que conviene tomar nota. Sus procesos de escritura son largos, tiene hasta ahora publicados este libro de relatos y la novela Vida de lago (2021), inspirada en uno de ellos.
Lazos destructivos
La primera característica formal a verificar en un libro de relatos es su cohesión, la necesidad o no de juntarlos para un resultado concreto. A menudo se trata de un rejunte de material, otras veces son conjuntos armados intencionalmente como una estructura con sentido. Es el caso de El cielo de los animales, por varias razones. Para empezar, el relato que abre (“El hombre lagarto”) se complementa de un modo extraordinario con el último. Dan Lawson es el narrador del primero. Está separado de su mujer desde que golpeó a su hijo al descubrir que era gay, estuvo preso, y trabaja en un restaurante gracias a su amigo Cam, un exalcohólico también separado y dueño de la tenencia de un hijo chico. El conflicto puntual sobreviene cuando Cam se entera de la muerte de su padre, con quien no se llevaba, y debe ir desde St. Petersburg hasta la casa de este, en Florida. Los amigos hacen ese viaje juntos y lo que cruzan en el camino y lo que encuentran en esa casa es el núcleo simbólico de lo que les ocurre por dentro. Cada detalle en Poissant es significativo, dice algo que modifica el conjunto. Un televisor sintonizado en un canal de guerra, un puñado de cartas devueltas sin abrir y un lagarto encadenado y herido son algo más que datos. El televisor se apaga, las cartas no se abren y el lagarto es liberado. La lección de que la recompostura —esa suerte de kintsugi emocional— debe llegar a tiempo, queda en el aire, sostenida, hasta configurarse como una maldición en el relato que cierra y da título al volumen, en el que es Dan quien cruza el país en busca de una reconciliación con su hijo enfermo de SIDA.
El arco tensado entre estos relatos brillantes se sostiene con intermitencias a lo largo de los intermedios. Poissant alterna historias ingeniosas y menores (“100% Algodón”, “Knock Out”, “Lo que quiere el lobo”, “El bebé brilla”); textos crudos, correctos, sobre crisis vitales (“El fin de Aarón”, “El último de los grandes mamíferos terrestres”, “Cómo ayudar a tu marido a morir”, “James Dean y yo”); y piezas mayores donde los quebradizos lazos de pareja y de familia estallan. En este renglón están varias historias: la de Brig, un divorciado de treinta años seducido por una chica de diecisiete, Lily, a quien le falta un brazo (“La amputada”); la de Sam y Joy, padres mediocres de un chico superdotado que no aceptan haber comprado una idea falsa de felicidad (“Reembolso”); la de Mark, que visita en el día de Acción de Gracias a su hermano Joshua, sin perdonarle una falta grave del pasado (“Nudistas”); la de dos chicos que juegan a superhéroes y terminan traicionando la amistad frente a un imprevisto (“El niño que desaparece”); y la de Lisa y Richard, pareja en terapia desde que pierden a su beba por muerte súbita (“La geometría de la desesperación”), relato que será retomado con un salto en la ficción de treinta y cinco años en la novela Vida de lago, cuando Lisa y Richard se reúnan por última vez en la casa veraniega con sus hijos varones y aquella muerte lejana y otros secretos de familia cobren su precio. ¿Qué convierte a estas historias de perdedores y pecadores, siempre al borde del colapso económico y afectivo, aderezadas por un zoológico permanente, real o imaginario (serpientes, hipopótamos, bisontes, gatos, ciervos, perros, lagartos, patos, abejas, etc.), en algo a la vez previsible y sorprendente? No hay otra explicación más que el modo en que están contadas.
Síndrome del impostor
Poissant ha declarado que vive lo que en su país se denomina el “síndrome del impostor”, esa sensación de haber pasado a jugar en las grandes ligas sin merecerlo aún. Claro que no es una cuestión de volumen de trabajo, así que su paraguas debería ser guardado en el cajón de la falsa modestia. En este debut literario pone en cuestión un universo nutrido de temas que nunca pierden vigencia: agendas minoritarias, enfermedades, guerras, comunicación. Por ej. en los relatos de apertura y cierre la virilidad es un parteaguas doloroso y ni el padre obcecado ni el hijo gay logran salir de sus cotos privados y entender al otro. Tal vez solo los hermanos que protagonizan “Nudistas” logren cerrar con felicidad ese proceso de anagnórisis, expiación y redención que casi todos los personajes de Poissant atraviesan. La violencia está en todos, a veces implosionando y otras explícita: un accidente de auto, una violación, una pelea a golpes, un cáncer. Prisioneros de sus circunstancias, los personajes se revuelven, viajan, ejecutan cambios, aunque les pase como al Brig de “Amputada”: “para deshacerse del infierno había tenido que sacrificar el paraíso”.
Al menos en los mejores relatos de El cielo de los animales, Poissant ha sabido conjugar la tensión permanente, el detalle significativo, la complejidad psicológica de los personajes, el manejo del tiempo (flashbacks y flashforwards en constante peloteo) y la variación de los escenarios de un modo certero. Sabe (lo ha dicho) que el escritor debe leerse a sí mismo como editor, no como enamorado de sus historias. Ha dejado que los personajes respiren y vayan a las profundidades, sin descuidar el lenguaje —tiene frases deslumbrantes y metáforas seductoras libres de resbalones preciosistas— y sin tirar línea ideológica, separándose de sus posturas personales aun sin traicionarlas, pero en el entendido de que no está escribiendo al servicio de ellas sino de la creación.
EL CIELO DE LOS ANIMALES, de David James Poissant. Edhasa, 2016. Traducción de Teresa Arijón y Bárbara Belloc. Barcelona, 352 págs.