La ley que prohibió tomar alcohol, que duró 13 años, y que cayó por insensata

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Anales de la prohibición

La Ley Seca fue promovida, en esencia, por mujeres cansadas de ser golpeadas por sus maridos borrachos. El investigador Daniel Okrent cuenta con detalles esta historia.

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El último trago, La verdadera historia de la ley seca de Daniel Okrent es una historia de la prohibición del alcohol en Estados Unidos. Comienza echando un vistazo a las relaciones de los estadounidenses con la bebida desde el siglo XIX, y desde aún antes, con los padres de la Independencia: “Washington tenía un alambique en su granja, John Adams empezaba cada mañana con una jarra de sidra y la afición de Thomas Jefferson por la bebida iba incluso más allá de su célebre bodega de vinos, pues se extendía al whisky de centeno que elaboraba con su propia cosecha. James Madison consumía una pinta (aproximadamente medio litro) de whisky al día”. En un discurso pronunciado en Springfield dijo Washington que el licor “por lo general se añadía en el primer biberón de un bebé y era el último pensamiento de los moribundos”. Alexander Hamilton consideraba que el licor era un componente casi esencial de la democracia.

El consumo de alcohol creció en ese país de manera exponencial durante el siglo XIX. En 1830 el consumo per cápita era de “26,5 litros de alcohol puro al año (…). Para hacerse una idea de lo que fue buena parte del siglo XIX, basta con ver lo que beben los estadounidenses hoy y multiplicarlo por tres”. Y el incremento era simplemente exageradísimo: “En 1850 los estadounidenses bebieron 136 millones de litros de cerveza; hacia 1890 el consumo anual se había disparado a 3.236 millones de litros. En ese período de cuatro décadas, la población se había triplicado, pero el consumo de cerveza se había multiplicado por veinticuatro”.

Según Okrent, lo que más contribuyó a semejante boom “se debía a la inmigración; primero de los irlandeses y, luego, de los alemanes. Estos últimos, además, no solo trajeron consigo el gusto por la cerveza, sino una generación de hombres que sabía cómo fabricarla (…). La cerveza, por otra parte, según sus fabricantes, era solo ‘pan líquido’ (…). En total, las mejores estimaciones indican que el número de salones estadounidenses aumentó de cien mil en 1870 a casi trescientos mil hacia 1900”.

Una de las principales fuentes de financiación de la guerra de independencia fue un impuesto al alcohol promovido por Hamilton y, aunque se derogó en 1802, “en 1812 se volvió a aprobar hasta 1817 y regresó de la mano de Abraham Lincoln en 1862 para financiar la guerra de Secesión (…). Durante la mayor parte de los treinta años siguientes, el impuesto sobre el alcohol aportó anualmente al menos el veinte por ciento de todos los ingresos federales. (…) Hacia 1910 el gobierno federal estaba recaudando (…) más del setenta por ciento de todos los ingresos (…). Puesto que no se recaudaría mucho mediante un impuesto sobre el alcohol si no había bebidas alcohólicas en el país, este problema debió parecer insalvable al movimiento por la Prohibición. A menos, claro está, que la presión por la Prohibición se pudiera fusionar con otra campaña reformista: la creación de un impuesto sobre la renta personal”.

De este modo, “para cuando una enmienda constitucional que autorizaba el impuesto sobre la renta llegó a votación en el Congreso, los contrarios al alcohol y los partidarios del impuesto coincidían (…). Con el impuesto a la renta aprobado había llegado el momento de que todos los enemigos del alcohol se concentraran en el siguiente objetivo: ‘la prohibición nacional’”.

Enemigas poderosas

El licor se volvió un problema muy preocupante. En 1851 el estado de Maine promulgó la primera ley de prohibición del alcohol y un entusiasta de la medida, Horace Mann, “al parecer no se sonrojó al decir que la ley de Maine era tan importante como ‘la invención de la imprenta’ ”.

No obstante, fueron las “mujeres protestantes de procedencia anglosajona” de pequeños pueblos, las enemigas de los fabricantes de cerveza. El 22 de setiembre de 1873 “setenta y cinco mujeres de Hillsboro marcharon en columna de dos desde una iglesia presbiteriana, las filas ordenadas por altura, de más bajas a más altas” encabezadas por Eliza Jane Trimble Thompson. Iban a los lugares de expendio de licor (salones, hoteles, farmacias) “se arrodillaban y rezaban por el alma del propietario. (…) Si se les permitía entrar en el local, se arrodillaban sobre un suelo se serrín mugriento por años de bebidas derramadas. (…) Si no podían entrar, permanecían fuera, resistiendo durante horas el frío invernal. En la farmacia de William Smith, el propietario se unió a ellas en la plegaria y prometió no volver a vender licor nunca. (…) En once días, Thompson y sus hermanas convencieron a los propietarios de nueve de los trece establecimientos en los que se bebía en la ciudad de que cerraran sus puertas. No muy lejos (…) las alcantarillas estaban llenas de alcohol que habían vertido propietarios de salones arrepentidos. (…) En más de ciento diez ciudades y pueblos, todos los establecimientos que vendían alcohol cedieron ante el huracán desencadenado por Eliza Thompson”.

Los movimientos sufragistas de las mujeres apoyaron todas las manifestaciones en contra del consumo de alcohol. Un historiador, Gilbert Seldes, vincula directamente ambos movimientos. Estaba convencido “de que los principales motivos por los que las mujeres exigieron el voto a mediados del siglo XIX tenían que ver con el alcohol: querían que se cerraran los salones o, al menos, que se regularan. Demandaban el derecho a tener propiedades y exigían proteger la seguridad financiera de sus familias ante la prodigalidad y el derroche de sus maridos alcoholizados. Querían el derecho de divorciarse de esos hombres, de que fueran arrestados si las golpeaban y de proteger a sus hijos para que sus maridos ebrios no los maltrataran y aterrorizaran. Para lograr todas estas cosas, necesitaban cambiar las leyes que relegaban a las mujeres casadas a un estado análogo a la esclavitud y, para cambiar esas leyes, necesitan el voto”.

“En 1893 un pastor llamado Howard Hyde Russell fundó la Liga Anti Salón (Anti-Saloon League, ASL). Su programa tenía un punto: solo les interesaba el alcohol y cómo librar de él a la nación”. En 1908 Wayne B. Wheeler tomó el mando de las ASL. El consenso, que Okrent comparte, es que Wheeler llegó a ser “la persona más poderosa y con más autoridad de Estados Unidos; controló seis congresos, dictó lo que hacer a dos presidentes y controló personalmente el equilibrio de poder tanto en el Partido Republicano como en el demócrata (…). Los editores del New York World lo proclamaron (a Wheeler) ‘el matón legislativo ante quien el senado de Estados Unidos se pone en pie y mendiga’”.

Un paraíso terrenal

“Hacia 1890, los términos ‘húmedo’ y ‘seco’ como nombres y adjetivos, devinieron de uso común, señal de que el país entero había empezado a dividirse por el tema de la Prohibición”. Comenzada la guerra, las usaron para alimentar el sentimiento anti germano en contra de las cerveceras, que eran de alemanes o de sus descendientes.

En 1917 se volvió a someter la prohibición como reforma constitucional en el Congreso de Estados Unidos. Ganó la prohibición por 282 contra 128, con doce meses de gracia para la entrada en vigencia. Uno podía comprar el alcohol que quisiera durante ese año. Un congresista llamado Andrew Volstead fue el encargado de redactar la ley. “Para cuando la ley Volstead se aprobó, a los secos se les había subido a la cabeza su dominación política y se habían convencido de que retendrían en el futuro el suficiente poder político para corregir cualquier error u omisión que hubieran podido cometer. Creían que su causa se había vuelto sagrada durante la larga marcha hacia la ratificación.”

El 16 de enero de 1920 comenzó a regir la Ley Seca en Estados Unidos. El predicador Billy Sunday celebró el advenimiento de un paraíso terrenal: “‘El valle de lágrimas ha terminado’ proclamó. Las barriadas pasarán a ser tan solo un recuerdo. Convertiremos las prisiones en fábricas y las cárceles en almacenes y graneros. Ahora los hombres caminarán erguidos, las mujeres sonreirán y oiremos reír a los niños. El infierno se vaciará y quedará en alquiler para siempre”. Según Okrent sucedió lo contrario: “A lo largo de la década siguiente el producto de ochenta años de marchas, oraciones, presiones, negociaciones de votos y elaboración de leyes sería sometido a toda una legión de problemas, entre ellos la hipocresía, la avaricia, el surgimiento de organizaciones criminales asesinas, la corrupción de las instituciones y los irreformables impulsos del deseo humano. Otra forma de decirlo (y se dijo mucho de este modo en la década de 1920): los secos tenían su ley, pero los húmedos tendrían su licor.”

La Ley Seca propició la fabricación clandestina de licor sin control sanitario y el contrabando procedente de todas las fronteras —Canadá, las Bahamas y México. Los borrachitos se alejaban tres millas de la costa hacia aguas internacionales para tomar. Entonces los secos propiciaron leyes que ampliaban el mar territorial a doce millas. Así como la ilegalidad de la marihuana propició después las huertas en pequeños apartamentos, los alambiques caseros eran tantos que ciertos barrios de grandes ciudades “apestaban a vapores de alcohol” y la corrupción era generalizada en las ramas policiales dedicadas a hacer cumplir la prohibición

La ley de la prohibición dejó varios vacíos que fueron aprovechados por los más avispados. Por ejemplo, “en 1917, cuando el vino era legal, los estadounidenses consumieron 265 millones de litros contando importaciones, producción nacional y elaboración casera. Hacia 1925, los estadounidenses bebían 568 millones de litros sólo de vino casero, el cual era completamente legal”. La misma ley también autorizaba “la manufactura y venta de vino sacramental”. Siendo que de un litro podían sacarse 10 sorbos para la comunión, todo indica que los gringos se santificaron al extremo en esos años, pues la producción de vino sacramental se disparó de tal modo que el principal fabricante tenía una reserva de tres millones y medio de litros. A la vez, el vino para ritos de la religión judía llegó a casi dos millones de litros. No sin razón, Churchill declaró que la prohibición era “a la vez cómica y patética”.

Otra excepción a la prohibición eran los “whiskies medicinales”, para los que se necesitaba receta médica. Quince mil médicos solicitaron licencia para recetarlo. Gran descubrimiento: ahí fue cuando resultó que las bebidas alcohólicas eran “utilísimas para tratar veintisiete dolencias distintas, entre ellas la diabetes, el cáncer, el asma, la dispepsia, las mordeduras de serpiente, los problemas de lactancia y el envejecimiento”. Por una inexplicable coincidencia, la producción de alcohol industrial se triplicó entre 1920 y 1925 en los Estados Unidos.

Así como las mujeres sufragistas ayudaron a establecer la prohibición, también un movimiento de mujeres, encabezado por una mujer rica, aristócrata, elegante y personaje de las revistas de sociedad llamada Pauline Morton Sabin, abogó por la derogación: pensaba que la prohibición “se había convertido en un intento de entronizar la hipocresía como la fuerza dominante en ese país”. Entre 1920 y 1930 se desarrolló una guerra política entre secos y húmedos. Los primeros ganaron las elecciones prácticamente a lo largo de todo el decenio. Los primeros odiaban a los inmigrantes; algún seco los describió como “los derrotados, los incompetentes y los fracasados: la capa más baja de la sociedad europea (…), la escoria del Viejo Mundo”. Eran tantos los arrestos por beber que “sería necesario convocar unos dieciocho mil jurados por día para seguir el ritmo de los arrestos. Para el sistema judicial, la situación era insostenible; para la policía, la distracción de otras responsabilidades más importantes; resultaba lamentable”. La sociedad no lograba adaptarse a la prohibición. Para el alcalde de Detroit la prohibición era “una broma trágica”.

Sin embargo, los secos se sentían invulnerables. Un seco muy arrogante había dicho que “hay tantas posibilidades de derogar la décimo octava enmienda como de que un colibrí vuele hasta el planeta Marte con el monumento a Washington atado a la cola”. Pero la crisis de 1930 obligó a buscar nuevos ingresos fiscales. El Estado estaba quebrado. En 1930 los impuestos a la renta bajaron un quince por ciento, en 1931 cayeron un veintisiete por ciento más y “en conjunto se produjo una vertiginosa caída del sesenta por ciento de los ingresos en sólo tres años”. Eso facilitó el final de la prohibición. El colibrí que arrastraba un monumento llegó a Marte en marzo de 1933. La prohibición duró trece años, diez meses y diecinueve días. Brindemos por un tan excelente libro, que cuenta esta historia como si fuera una novela.

El autor

El último trago fue publicado por El Ático de los Libros en 2021, y traducido por Joan Eloi Roca. Su autor, Daniel Okrent (n. 1948), ha sido editor en Time, en The New York Times y en varias editoriales. Con El último trago obtuvo el premio Albert J. Beveridge al mejor libro de historia del año.

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