por László Erdélyi
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Acaba de finalizar la 27a. edición del Festival de Jazz de Punta del Este y el público se retira, tarde, casi a medianoche, para buscar su transporte en el medio del campo entre las vacas que duermen, el rocío y el silencio. Hay un cierto aturdimiento por el abrupto contraste sonoro que de golpe se ha instalado. Los saxofones, las trompetas, la batería, el piano, el contrabajo y las voces han callado. Es en estos momentos cuando el silencio grita desde un lugar muy profundo y las notas comienzan a instalarse en la memoria de cada uno de los concurrentes, para quedar ahí, titilando, fraseando, volviendo una y otra vez durante días, semanas, meses, quizá hasta la próxima edición del festival. Ese es el poder de esta música tan significativa, el jazz, con su juego de improvisaciones, de progresiones y combinaciones de notas que se dan una vez y nunca más, creaciones fugaces que retumbaron en este rincón del campo, bajo las estrellas, casi al final de la sierra de la Punta Ballena en una calle polvorienta llamada Swing Street.
Pero lo que siempre atrae, más allá de lo exótico del entorno de aromas de pinos y eucaliptus y choripanes, es el hecho artístico. Su mentor, Francisco Yobino, se encargó cada vez y desde hace 27 años —junto al grandísimo Paquito D’Rivera— de poner la vara muy alta la hora de armar la grilla de artistas que subirán al escenario. Los nombres que ya estuvieron en las 27 ediciones del festival quizá a muchos no iniciados en el mundo del jazz no les suenen familiares, pero son figuras —a veces leyendas vivas— que a cualquier conocedor lo dejarán “flipando”, dirían hoy los jóvenes. Estuvo hace años Ron Carter, el más grande contrabajista vivo de la actualidad y que hace pocos meses festejó su cumpleaños número 85 junto a sus colegas en un concierto homenaje en el Carniege Hall de Nueva York. O el destacado pianista Cedar Walton, ya fallecido. También el pianista Kenny Barron, que ocupó la tapa del número de diciembre 2022 de la revista Downbeat votado por los lectores para su ingreso al Salón de la Fama. O el pianista del momento, Emmet Cohen, que ahora está trasmitiendo conciertos online desde Nueva Orleans con su trío de jazz en Twitter. Uno de esos mini conciertos de los primeros días de enero 2023 tuvo a Paquito D’Rivera como invitado al clarinete. Sí, nuestro Paquito, el que iba a estar un par de días después, como desde hace más de 20 años, encargado de la dirección artística en Punta del Este, de conducir, hacer reír con sus chistes, y para disfrutar escuchando su saxo alto y clarinete. Believe it or not. Qué energía.
El jazz no es sólo improvisación, ritmo, armonía. También es historia, leyendas, y homenaje a sus mayores. Yobino se ha encargado de señalarlo en un enorme mural que siempre se despliega junto al escenario del festival, con la larga lista de nombres discriminados por instrumento, sea la voz, el saxofón, el clarinete, la batería o el contrabajo, entre otros. Con nombres de todo el universo, no solo de la cuna del jazz, Estados Unidos —y de la capital del jazz, Nueva York. También muchos brasileños, argentinos (Pipi Piazzolla, Hernán Jacinto) y uruguayos. Ese legado local lo representan, entre otros, el guitarrista Nico Mora o el contrabajista uruguayo Popo Romano, como también el compromiso ético hacia los jóvenes, que son el jazz del mañana. Por eso en ese mural también está la jovencísima y talentosa Juli Taramasso, contrabajista y nieta de Romano.
Algunos nombres de ese mural volverían a escena el 6 de enero de 2023. Todavía clareaba el día, a las 20 horas en punto, cuando comenzó la magia.
Saber cuando no tocar. Abrir un festival es un compromiso mayor para el artista, porque no se sabe cómo reaccionará el público, cuál es su estado de ánimo. Este 6 de enero estaban los habitués, los fanáticos de todos los años, pero el público general todavía arrastraba sus petates saliendo de la playa tras un día soleado y no había podido llegar.
El desafío lo asumió un grupo que Yobino fue armando a lo largo de los años y que denominó “Amigos de El Sosiego”. Es, podría decirse, la banda del Mercosur, ya que reúne en escena a Pipi Piazzolla en la batería (Argentina), Diego Urcola en la trompeta (Argentina, pero radicado en Nueva York), David Feldman al piano (de Río de Janeiro), Nico Mora y Popo Romano, ambos de Uruguay. Paquito los presenta uno por uno y al final larga un chiste que se reiterará, “Si está el Pipi, está el Popo”, desatando la carcajada general. El quinteto homenajeó al saxofonista Jimmy Heath (1926-2020), compositor y director de orquesta, hoy una leyenda que también participó en 2005 de este festival junto a su hermano Tootsie, con actuación inolvidable.
Tras un concierto que no superó los 50 minutos (el jazz es estricto con los tiempos), y la sugerencia de Paquito de “ir a comer un choripán”, comienzan los comentarios del público. Eso es miel para los oídos de este cronista, atentos a la expresión espontánea. “Yo vengo por el Popo”, “Feldman es el mejor pianista de jazz de Río de Janeiro”, o “el Pipi no luce en este quinteto como en Escalandrum”, su grupo en Argentina.
El siguiente grupo era el más pequeño del festival, el dúo de la cantante armenio-neoyorquina Lucy Yeghiazaryan y el pianista acompañante, el napolitano Rossano Sportiello. Lucy, en su tercera presentación, ya es conocida por el público y el año pasado deslumbró con sus interpretaciones, su precisión tonal y sus fraseos. Decía un crítico neoyorquino que, tras cada actuación, Lucy deja una magia en el aire que nadie olvida. Pues sí, deslumbró con su homenaje a la cantante Etta Jones, pero la sorpresa fue Sportiello que comenzó a crecer y así siguió a lo largo de todo el festival (el dúo se presentó todos los días con diversas propuestas). La conversación que se establecía, la escucha entre ambos, entre el piano y la voz, fue generando una experiencia musical crecía y no permitía separar las partes, mientras el público esperaba esas notas sugeridas del piano que a veces no aparecían, pero estaban. Paquito se encargó de destacarlo señalando que el italiano posee la cualidad “de saber cuándo no tocar nada” y, sin tocar esa nota, hacerla sonar en la cabeza de los espectadores.
Pero el festival prometía más.
Llamen a los bomberos. “Esto trata de improvisación, nunca sabes qué es lo que va a suceder” decía Paquito en uno de los conciertos online junto a Emmet Cohen. En el jazz, a diferencia del pop que es pura repetición, el artista y quien los escucha están preparados para lo imprevisible.
Los maestros que subieron a escena junto a Grant Stewart prometían ser el gran número del festival, “la pesada” dirían los jóvenes. La presencia del saxofonista Vince Herring, por ejemplo, una de las leyendas vivas del jazz actual, movió una fibra especial en Paquito, quien recordó que “allá por los años 80, cuando llegué a Nueva York tratando de hacerme un lugar en la escena del jazz, pasé por Times Square y vi a Vince Herring con 15 años tocando en la calle con otros dos músicos. Lo escuché y pensé, ‘si a los 15 años toca así, ¡qué hago yo acá!’”. Herring lo escuchó sin entender, pues no habla castellano. La cuestión es que cada vez que Herring subía a escena y miraba al público era como una aparición, la imagen corporizada del gran Louis Armstrong y su espíritu como llegado desde una dimensión paralela. Durante sus solos no quedaba claro si era él quien sostenía el saxo o el saxo lo llevaba a él, tal era la simbiosis entre hombre e instrumento. Algo parecido ocurrió con el baterista Joe Farnsworth, otra leyenda. Rubio, jovial, con un porte desfachatado al caminar, y siempre de un estricto traje claro, camisa y corbata, durante sus solos de batería el escenario se prendía fuego (“¡llamen a los bomberos!” pedía Paquito). No solo había precisión, escucha y sensibilidad; era pura energía contagiosa que elevaba al público a un estado de gracia, a un clímax infernal donde la gente empezaba a gritar y aullar, temerosos de que todos, el músico, ellos, las vacas y el choricero fueran a estallar. Luego de la furia llegó la calma, el silencio, y el pecado mortal entre el público de decir “escuché al mejor baterista del mundo, lo vi, estuvo delante mío”, un reafirmar una apropiación, cuando en realidad Farnsworth integra una elite que la revista Downbeat redujo a unos pocos nombres. Los CDs de Farnsworth estaban a la venta en una pequeña mesa, a 20 dólares, en grabaciones realizadas junto a Wynton Marsalis, Kenny Barron y Peter Washington.
El quinteto de Stewart también sumaba maestría con el contrabajista David Williams y el pianista David Hazeltine. Williams, a quien Paquito calificó como un infaltable de la escena jazzística neoyorquina, uno que “siempre está”, mostró precisión, técnica y escucha a lo largo de todas las presentaciones, y hasta cantó, algo que sorprendió el lunes 9 de enero casi a la medianoche. Hazeltine, por otra parte, puso el piano al servicio del quinteto. No es vano es considerado uno de los pianistas más completos en cuanto a técnica e improvisación, sino también como arreglador y compositor. Emana autoridad. Su calma presencia trasmitía todo lo que estaba bien.
Pero el Quinteto depararía otras sorpresas. Uno de los momentos más emotivos ocurrió mientras realizaban el homenaje a Cedar Walton del viernes 6, cuando Herring le confesó al púbico que había tocado más de veinte años en la banda de Walton, Farnsworth un período similar, y Williams más de treinta. Muchos años tocando juntos. Así homenajearon a su maestro, como viejos compinches.
Juventud divino tesoro. Paquito se presentó con su propia banda integrada por los jóvenes Walter Gorra al piano, Hamish Smith al contrabajo, Juan Chiavassa en la batería, y el propio Diego Urcola en trompeta y trombón (“el siempre presente Urcola, donde está él, estoy yo” aclaró Paquito).
Gorra es cubano, Smith es neozelandés, y Chiavassa es argentino. Smith, por ejemplo, tiene 24 años y su presencia fue un imán (lo invitaron el lunes 9 a compartir escenario con Lucy y Sportiello). Este gesto de Paquito, de dar oportunidad a los jóvenes, es una clara decisión ética, una que apuesta a la sobrevivencia del jazz a través de las nuevas generaciones. Gorra y Chiavassa no fueron menos virtuosos. Gorra en particular, antes de tocar un tema propio dedicado a Chick Corea, contó que durante la composición del tema estaba preocupado porque se parecía demasiado a Corea, a lo cual Paquito le dijo “si quieres evitar a los abogados, dedícasela a él”, y así nació “One for Chick”. Otro punto alto fue la referencia de Paquito a Mozart antes de tocar “Mozart`s Adagio”. “¿Saben ustedes quién fue el compositor más grande de todos los tiempos? Un niño”, y del público le respondieron ¡Mozart! “Nosotros con Wynton Marsalis hicimos una investigación en la Universidad de Louisiana, y descubrimos que Mozart era en realidad de Nueva Orléans”. Tras la carcajada general agregó que iban a tocar el concierto para clarinete de Mozart, pero de la manera correcta. (más risas). “Este es nuestro homenaje a Wolfgang Amadeus Mozart, el de Nueva Orleans, al que le decían... Johnnie”. El propio Paquito comentó, antes de empezar, que estas apuestas pueden salir muy mal, pero vaya que salió bien. Y no sorprendió. Como banda fue de lo más sólido del festival, había una notable escucha mutua entre sus integrantes.
La influencia cultural de Estados Unidos ha sido y es poderosa. Algunos dirán que el ejemplo indiscutido es Hollywood, pero están equivocados. La influencia de Hollywood siempre termina donde comienza Bollywood, la gran fábrica de sueños hindú. El jazz, sin embargo, es universal. Llegó a cada rincón de la tierra, no tiene fronteras que lo detengan. Es búsqueda, disciplina, humildad y amor por las cosas bien hechas. “En momentos que en el mundo se están matando, aquí podemos reunirnos y disfrutar de lo mejor que nos puede dar la vida”, dijo Paquito. Por eso el lema del festival, “Quien ama la música, ama la vida”.