La poesía y la pérdida de la mente crítica

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Eduardo Milán

Poéticas de Milán

No es culpa de la crítica si el mundo está en estado crítico.

Es posible que la poesía pueda “salvar” al mundo. Si cambio el verbo por rescatar —apartar del peligro. El mismo Bifo que se hacía la pregunta —“¿Puede la poesía salvar al mundo?”— denunciaba la pérdida de la mente crítica en este mundo de hoy. Nada más cierto. No pueden convivir mundo hipertecnológico, con la alienación insondable que produce, con práctica crítica. El mundo está en estado crítico. Pero la crítica ya no es el atrevimiento creativo que heredamos de la Ilustración. No es culpa de la crítica si el mundo está en estado crítico. Echarle la culpa es como echarle la culpa al murciélago. Ambos están colgados, uno para dormir, otro para pagar por los desmanes fatales de la puesta en práctica de la hiperproducción. La crítica ahorcada cuelga de la cuerda en horca que no quiso el cuello de Francois Villon. Si la poesía desdobla el ensamblaje que a partir de Baudelaire sumó a su juego el acto de pensarse a sí misma y por esa vía de empezar por casa —la palabra era la casa del hombre, la rima era el techo, la telaraña de sonido que irradiaba hacia el costado y hacia abajo porque arriba el cielo lo cubría, el cielo que todavía respiraba un aire hondo en sueños libre como una carretera que levantara beatniks en los sesenta donde fui feliz— alarga un puente de oxígeno a una humanidad que no se recuerda a sí misma y a una naturaleza saqueada y minada en sus entrañas entrañables: “Mundo mundo/ vasto mundo/ si eu me chamasse Raimundo/ seria uma rima, nao uma solução”. No tengo imagen anterior de un mundo tan perfectamente codificado como el actual. Y la poesía —esa era la clave de Bifo— se sale de código. Sólo las irrupciones que la izquierda fósil nombra como “espontaneístas”, “sin sentido” y condenadas de antemano, parecen devolver a las colectividades su sentido. Sólo lo no codificable nos devuelve a lo común. Si el Cancionero de Cavalcanti uniera fuerzas con los sonetos de Quevedo, Lupercio de Argensola y Góngora, si “faray un vers de drey nien” se une a “un no sé qué que quedan balbuciendo” y este enlaza —no le echa un lazo: lo rodea con la simpatía de su tartamudeo hipnótico, envolvente— con “He visto las mejores mentes de mi generación” y junto a todo lo que no cito tiene la potencia de un octubre chileno y de un setiembre colombiano y la alegría —que se conmemoró el 30 de mayo— anterior a la masacre de los Comuneros de París que disparaban a los relojes públicos —tiempo nuevo o nada: pare la hora vieja que ahorca lo que va a venir— entonces la poesía salva en el sentido de ráfaga de vida que se quiere continua al mundo insostenible que tiene cambiar.

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