Crónica
Los caídos argentinos quedaron sin enterrar en el campo de batalla. Un británico los recogió y creó un cementerio para ellos. Lo peor vino después.
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Es periodista. Maneja la narrativa de sus crónicas y perfiles con la calidad de una pianista de elite. Su escritura tiene el trabajo quirúrgico de la poesía. Una palabra, una frase escrita por ella dice lo que a alguien normal le tomaría tres o cuatro páginas. Ella no es normal. La única norma que forja su credo irrompible es no inventar. El resto, está a su servicio.
—Si vos no saltás el surco de la invención, que es lo único que no podés hacer; inventarte cosas —personajes, situaciones, etc.—, todos los recursos narrativos que utiliza la ficción, los podés usar. De ahí el resultado.
Pero sus lectores la conocen. Se sabe que cada nota le lleva sangre, pocas lágrimas y sudor, mucho sudor. Después de tantos artículos y libros que la han puesto en lo consagratorio, puede decirse que Leila Guerriero es Leila Guerriero.
Nieve y olvido
Leila Guerriero aparece en el zoom rodeada de libros. El fondo de su pantalla es una muralla que parece tener cierto orden, aunque, viendo el color de los lomos, da la sensación de que es un orden creado bajo un código entendible solo por ella. Sus manos se mueven como su escritura; precisas, elegantes. Guardan el espíritu de sus notas. Dibujan el aire todo el tiempo con justa coreografía.
Mientras hacemos esta entrevista la están por llamar para grabar un podcast en Colombia, y a su vez, prepara su viaje a Guadalajara en un par de días. Sin embargo es tan generosa con el tiempo como quizá lo deban ser sus entrevistados. Todo ese tiempo que le dan, lo devuelve en tanto pueda.
Está en un momento de reediciones; “es como la jarra loca de los libros”, dice. Se acaba de reeditar su primer libro, Los suicidas del fin del mundo (Tusquets, 2005) y apareció una versión ampliada de su libro Frutos extraños (Alfaguara, 2009), pero también la editorial Anagrama dio a conocer una crónica, La otra guerra. Una historia del cementerio argentino en las Islas Malvinas (2021). Se trata de un breve libro documental donde se develan varios de los sucesos que tienen que ver con la posguerra que aún no han terminado. Entre ellos, el reconocimiento de gran parte de los doscientos treinta cuerpos de soldados argentinos que, una vez terminada la guerra, quedaron regados en el suelo seco y helado de las islas, entre la nieve y el olvido.
Fue Geoffrey Cardozo, un oficial inglés de treinta y dos años entonces, quien dio sepultura a los cuerpos que habían caído en un conflicto bélico de setenta y cuatro días.
Una guerra corta y un dolor eterno.
—¿Cómo apareció el interés por esta historia?
—A partir del texto de “los forenses” (Se refiere a una crónica sobre el Equipo Argentino de Antropología Forense, “El rastro en los huesos”, por el que en 2010 recibió el premio de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano). Yo quedé muy cercana con algunos de los antropólogos. Yo qué sé, cercanos cercanos, como festejar cumpleaños juntos, vienen a casa a cenar… Y, bueno, ellos son muy discretos pero, por supuesto siempre hablamos de qué están haciendo, en qué andan, y en los últimos años me contaron, hasta dónde se podía, que habían sido propuestos como las personas que iban a trabajar en campo e identificación en el territorio, pero antes de que se hubiera firmado todo el acuerdo y toda la cosa burocrática para poder hacer el trabajo. Lo que me contaban son todos esos viajes, que están contados en el libro, que tuvieron que hacer para contactar a los familiares. A mí me sonaba increíble, yo decía “pero ¿cómo? ¿el Estado no tiene un listado de los nombres, para estar en contacto?”, para pagar las pensiones incluso, ¿dónde se hicieron las notificaciones? No. Hay gente que al día de hoy no se puede contactar. No se sabe dónde viven.
El libro no sólo es una crónica acerca de los avatares por los que ha pasado el cementerio, se trata de un rastreo de las emociones que chocan entre las diferentes asociaciones que Malvinas dejó y, a la vez, el conflicto ético y sentimental que mueve el estruendo constante de una guerra que hace más de cuarenta años se supone apagada.
—La otra cosa que me contaron, que era para ellos muy evidente, era todo el entramado de malentendido y manipulaciones que se había dado puertas adentro de la Asociación de los Familiares. Que, al principio cuando me lo contaron…
Su cara se contrae en neblina. Como su aún no entendiera partes de la historia que ella misma investigó hasta lo profundo.
—A vos te dicen; hay una asociación de familiares de víctimas de una guerra y les ofrecen identificar los cuerpos de sus soldados y te responden que no. No lo entendés, suena absurdo. Entonces, bueno, fue el trabajo de entender qué era lo que subyacía allí, las ideologías, las tensiones políticas, lo que pasa, de pronto, si se reconoce el cuerpo de una persona que tuvo actuación como represor durante la dictadura, qué pasa con el concepto de héroe. Todas esas cosas que terminan siendo muy abstractas, porque es puro contenido simbólico… Qué hacemos con la ideología, qué hacemos con el héroe, qué hacemos con la derecha, termina impactando de forma concreta en la vida real de mucha gente que sigue atada a decisiones macro con las que quizás no está de acuerdo, o con las que quizás está de acuerdo porque le dijeron que le dijeron que no había otra cosa y termina sin poder hacer el duelo, psíquicamente dañado, llorando en 2021 a un muerto que se murió en 1982 como si se hubiese muerto hace dos días.
Aparecen, entonces, personas que durante las entrevistas lloran, como si fuera la escritora quien les está dando la noticia de su familiar muerto. Allí están las otras guerras.
—Lo que me interesa es el impacto que la historia con mayúscula puede tener en la historia de la gente con minúscula.
La investigación que realiza Guerriero pone en jaque varias cosas. Deconstruye los símbolos, y las esquirlas de la patria, del héroe, de todo lo que va cayendo.
—Hay que ver, en el relato de los que quedan, que si vos dejás de ponerle una épica a eso, deja de tener sentido. Es muy terrible pensar que tu hijo se murió por nada, completamente engañado. Es mejor pensar que se murió convencido.
—En el libro hay muchos manejos entre las asociaciones para rechazar la identificación de los cuerpos, ¿te encontraste con algo así durante tu trabajo?
—No, con un rechazo así no. Llegué a todos los familiares del mejor lugar posible, que fue por el contacto de la gente del Equipo Argentino de Antropología Forense, la gente que había estado en contacto directo con los familiares. Primero las entrevisté a ellas y después lo que hice fue decirles, “necesito hablar con, por lo menos, quince o veinte familiares”, no solo de capital sino también de provincia y del interior, y no solo que estén en la Asociación de Familiares con quienes, por supuesto tenía que hablar, y era fundamental hablar con María Fernanda Araujo que era la presidenta de la Asociación y fue muy complicado hablar con ella, sino con gente que estuviera por fuera de la asociación porque yo quería ver hasta qué punto la postura de los familiares era o no era monolítica en este rechazo a la identificación, y cuanto conocimiento tenían. Entonces lo que hicieron fue llamar ellas a los familiares, y no es que vas y decís “necesito contacto de familiares” sino que vas, contás, buscás diversos casos que de alguna forma vayan recorriendo todas las maneras posibles de ser; viuda, hermana con hermano muerto, hermano con hermano muerto, sobrina de un oficial de carrera.
El dolor
Leila Guerriero entreabre la tierra. Así La otra guerra, es una forma litúrgica de resucitar el llanto recordando altares, prendas de difuntos, poemas, últimas cartas. Sin embargo no pareciera desligarse del dolor. Al contrario, el dolor es, en su texto, un protagonista.
—Yo creo que soy una persona sumamente sensible porque si no, no podría transmitir todo eso, pero creo que la sensibilidad está puesta a la hora de transmitir. Yo tengo que poder ser capaz de llevar una página y que un lector sienta el peso de esa conmoción, pero no estar temblando, llorando. Yo sí sé, no soy tonta, ni cándida, que en entrevistas de esta clase voy a tocar puntos dolorosos. Si yo veo que una persona se siente mal, mal, mal, mal, mal, que está a punto de colapsar, y no quiere ir más por ahí, modero mis preguntas, las modifico, salgo un poquito del terreno, veo si puedo volver. Pero mi intención no es producir dolor. Aunque sé que produzco dolor. Ahora, ese dolor es el dolor del otro que yo tengo que transmitir para contar la historia.
Leila Guerriero es sensible.
Y es periodista.
—Si noto que alguien me cuenta la historia con detalles, y a pesar de que llora y se duele, quiere contar, yo como profesional o como periodista, me siento, diría… no bien, o sí, bien. Pero bien por eso, porque pienso que estoy haciendo bien las cosas, que el otro percibe que hay cosas que a mí sí me puede decir, que a mí sí me puede contar. Y que se siente tratado con respeto y ve que soy un vehículo posible para esa historia que nunca ha contado, o que ha contado a medias. Entonces, bueno, cada vez que me iba de una entrevista me quedaba repasando las historias, pero repasándolas también pensando en cómo eso podría narrarse.
Leila Guerriero es periodista.
Y es escritora.
—Lo que sí me pasó… eso sí fue muy curioso…
Dice moviendo las manos, mirando hacia un punto fuera de la cámara, como pidiendo ayuda a la memoria.
—Yo fui a ver a las hermanas Folch, no tenía auto ese día y fui con un taxista conocido, un señor grande, Antonio. Le dije “mire, tengo que ir a la provincia, no tengo el auto”, estaba lloviendo a cántaros y me dijo “yo la llevo, yo la llevo”, y le digo “pero mire que me tiene que esperar y tenemos que volver, porque no sé cuánto voy a demorar”. Me dijo “no se haga problema”, entonces fuimos, el barrio era un barrio súper humilde. No llegaba a ser un barrio marginal pero era muy humilde. Muy inundado. Antonio estacionó el auto medio sobre la vereda, era a la tarde, cinco, ponele, de la tarde. Invierno, que ya empieza como a oscurecer. Le dije “mire, déjeme preguntarle, Antonio, a estas señoras, si a ellas no les importa que usted se baje, porque yo no quiero que usted se quede acá, arriba del auto, en la noche oscura, me parece feo”. Les pregunté y me dijeron que sí, por supuesto, que pasara, unas señoras amorosísimas. Yo, la verdad, que siempre evito estar con otras personas en las entrevistas, sobre todo en esas entrevistas, pero me parecía inhumano dejar a una persona en esa situación. Así que, Antonio se bajó conmigo. Un tipo súper ubicado. Pero súper ubicado. Yo le había advertido, “bueno, no sé cómo es la casa. Si nos hacen sentar en una mesa, lo único que le pido; trate de quedarse un poquito apartado, no comente nada o interrumpa la conversación, porque a veces puede caer mal”, como explicándole un poco… El tipo correctísimo. Entró, estábamos las cuatro en una mesa chiquitita, él se sentó en las espaldas, obligado un poco por la situación porque no entraba en la mesa. No abrió la boca. Ahora, cuando volvíamos en el auto a Buenos Aires, ese hombre estaba arrasado. No podía creer lo que había escuchado. Me di cuenta de lo diferente que es la escucha de un profesional con la escucha de un pobre sujeto que se ve… estaba… no paró de hablar.
Parece recrear, en sus gestos, cierto pesar por haber hecho pasar a Antonio.
—Me dice —un hombre de setenta y algo de años— “en toda la vida escuché algo así, habiendo tenido familiares que estuvieron en la guerrilla, que fueron presos políticos, o sea que la dictadura no es algo que me pase por el costado… el relato de estas mujeres me pareció atroz, devastador, no puedo creer los hijos de perra lo que hicieron con esta gente”, y en un momento medio que se puso a llorar, y yo le dije “bueno, Antonio, no se preocupe, mire que yo escucho muchas de estas historias, lamento que se haya tenido que…”, “no, no, yo se lo voy a agradecer toda la vida esto que me pasó”. El tipo estaba como impactado, ¿viste?, y ahí, wow, claro, se ve que uno tiene la escucha muy entrenada, porque si no, podés quedar medio grogui. Pero sí, eso. Evidentemente, cuando uno es periodista…
Hace unos segundos de silencio, otra vez, buscando el punto fuera de la cámara.
—Tengo algo que está entrenado para eso.