Una obra inclasificable

Un libro de viajes insólito para visitar los lugares donde la naturaleza recupera el planeta

La escocesa Cal Flyn fue a cada lugar para entender por qué las zonas muertas en realidad están vivas, entre otras incógnitas

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Cal Flyn
(foto Nancy MacDonald)

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por László Erdélyi
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Las cifras de contaminación no cierran, y eso es un gran misterio. De acuerdo a las proyecciones de los científicos debería haber más carbono en la atmósfera. Las imágenes alarmantes de la reducción de la selva amazónica, responsable de absorber una parte importante de ese carbono, mantienen encendidas las alarmas. El planeta se estaría calentando de forma catastrófica. Pero no, el carbono anunciado no está, y los científicos no se ponen de acuerdo por qué. La única explicación posible es que ese carbono esté siendo absorbido a gran escala en alguna parte de la esfera terrestre o de los océanos. La cuestión es dónde.

Una posible respuesta está en un notable libro de viajes de la escocesa Cal Flyn (Inverness, 1986) titulado Islas del abandono, La vida en los paisajes posthumanos. Esa respuesta aparece desde un ángulo inesperado, porque esta narradora, psicóloga y periodista opta por el relato de viajes enriquecido por la ciencia medioambiental, la historia, la política, el cine, la literatura y la poesía. Viajó a esos lugares inhóspitos y dijo aquí, es aquí donde la naturaleza vuelve a absorber el carbono. Son espacios que, de forma curiosa, han sido abandonados por el ser humano por su extrema contaminación, por cuestiones políticas, sociales, pandémicas o de mercado. Y cuenta el viaje, pero con una prosa digresiva e intensa que logra trasmitir emociones complejas.

Mientras camina entre las montañas de residuos de la primitiva extracción de petróleo que se llevó a cabo en West Lothian, Escocia, en el siglo XIX, va describiendo las rocas “color rojo marciano y gris violáceo” u otras “de aspecto liso casi grasiento del sílex astillado y un matiz verde oliva”. Son colores y texturas que deslumbran. O mientras se cuela al sitio prohibido que no está marcado en los mapas, el Place à Gaz, donde al final de la Primera Guerra Mundial decidieron tirar en un pozo a cielo abierto todas las armas químicas no utilizadas en la batalla del Verdún (1916), va describiendo los efectos de esos gases mortales que los hombre se tiraron unos a otros, por ejemplo “el fosgeno —cuyo agradable olor a heno recién cortado oculta sus consecuencias letales” o “el gas difenilcloroarsina con olor a ajo”. En ese veneno todo junto sobrevive, de forma inexplicable, la fauna y la flora, que se adaptó. Así, La tierra baldía que describió T.S. Eliot en su inmortal poema del siglo XIX, esa que fue abandonada por el hombre, se estaría regenerando en muchos lugares no sólo con una carga de colores, olores y texturas que resultan tan exóticos como fascinantes. De forma paradójica, esas “tierras baldías” estarían salvando al planeta.

Flores silvestres. La Unión Soviética colectivizó las tierras privadas, es decir, las confiscó para el Estado y las transformó en grandes granjas administradas por funcionarios del aparato comunista. El experimento fracasó, pues disminuyó la producción agrícola y mató a millones de hambre, sobre todo en Ucrania, pero igual continuó. En 1991, con la caída de la Unión Soviética, este sistema colapsó de un día para el otro, las granjas fueron abandonadas o no pudieron lidiar con las reglas del mercado. “Casi una tercera parte de todas las tierras cultivables soviéticas —se calcula que 63 millones de hectáreas, un área equivalente al tamaño de Francia— permanece abandonada” relata Flyn. En Estonia, por ejemplo, esas tierras fueron devueltas a sus antiguos dueños, pero muchos se habían ido o emigrado, o no querían cultivar. “La tierra cayó en desuso” y los grandes galpones, almacenes e invernaderos por los cuales Flyn deambula asombrada son monumentos vacíos a un régimen político de un pasado no tan lejano.

Entonces, en la antigua base de misiles nucleares de Tallin o en los campos agrícolas abandonados aparecieron flores silvestres, yuyos, luego retoños de todo tipo, sauces apretujados, enebros. Y pasto, mucho pasto, con algunos brotes de árboles de abeto. Así, tanto en Estonia como en el resto Europa del Este, Ucrania y Rusia, se estima que hay un mínimo de 10 millones de hectáreas de bosques regenerados. “Es un resultado inesperado, entonces, del colapso de la Unión Soviética: el mayor sumidero de carbono artificial de la historia”. Se estima que desde 1991 redujeron las emisiones de dióxido de carbono en 7,6 gigatoneladas. “Rusia ha superado cómodamente los términos del Protocolo de Kyoto por el mero hecho de abandonar las tierras de cultivo”. A nivel científico creen que sí, que parte de esa reducción ocurrió allí, pero no toda. Creen que hay más explicaciones. El crecimiento de las áreas forestadas uruguayas de los últimos 30 años sería otro aporte. Pero está lejos de ser una “isla de abandono”. Lo que interesa a Flyn es lo que sucede en las tierras cultivables que el hombre abandona y que crecen año a año por una compleja serie de factores, algo que ya es una tendencia mundial, sobre todo en China, Europa y América Latina. La España rural, por ejemplo, se está despoblando, mientras crecen sus bosques. Incluso en Brasil, tras las políticas de Bolsonaro, “se abandonan grandes extensiones de selvas previamente taladas”. El planeta, así, se beneficia a una escala sin precedentes.

El libro Islas del abandono presenta doce sitios donde se dan distintos procesos de abandono y recuperación, pero no en plan ecología barata, del tipo naturaleza buena versus hombre malo. Flyn va por otro camino, uno que no moraliza sino que describe y expone los misterios, y algunas de sus razones. Cautiva, por ejemplo, el relato de todo lo que la gente deja, sus cosas, historias y emociones, qué fuerzas los obligaron a irse de esos sitios, o qué presiones psicológicas actuaron sobre quienes se quedaron, “soportando la ausencia de los otros o aflorando tras su ausencia” señala Flyn. Ahí está la riqueza de este relato, uno que se abre con elegancia y ritmo poético por un mundo tan silencioso y oculto como acechante y paradójico.

Son lugares misteriosos. Por ejemplo las zonas divisorias por razones políticas, como la que separa a la Chipre griega de la turca, o la que aparta a Corea del Norte de Corea del Sur. En Chipre el protagonista del relato es Yiannakis Rousos, un griego que ve entristecido cómo su casa familiar por generaciones quedó del otro lado, del lado turco, abandonada, junto a todos sus frutales y árboles que vio cómo se iban secando. La zona colchón que separa la isla de Chipre desde 1974 puede tener hasta cinco kilómetros de ancho, y en su recorrido se ha convertido en una auténtica “línea verde” donde no pisa el ser humano, so pena de ser detenido. Allí proliferan los halcones, zorros, serpientes, 358 especies de plantas, 100 de aves, 20 de reptiles y anfibios. Todos “muy sensibles a los seres humanos”, que allí no están, aclara el doctor Salih Gücel, líder del proyecto científico griego y turco que relevó el área.

También ocurre en la zona desmilitarizada que separa a las Coreas, una tierra de nadie de 250 kilómetros de largo por cuatro de ancho. Tras casi 70 años de ausencia de humanos han aparecido allí especies muy amenazadas como tigres siberianos y leopardos del Amur, además del oso negro asiático, el venado acuático coreano y el diminuto gato leopardo, entre otros. El hombre se retira y la naturaleza retorna. Como durante la Segunda Guerra Mundial en aguas británicas. La pesca cesó durante seis años, generando una auténtica zona protegida. Al finalizar la guerra el Mar del Norte explotaba de peces. Los años posteriores fueron zafras de notables capturas, hasta que diez años más tarde lo agotaron.

Zona Muerta. Chernobil plantea otras paradojas. Apenas a 93 kilómetros de Kiev, la capital de Ucrania, su planta nuclear sufrió un devastador accidente en el año 1986. Cientos de kilómetros a la redonda fueron abandonados por la radiación, área que ha tenido mucha publicidad como posible territorio posapocalípticos, tanto en el cine de terror como en los videojuegos.

En esa zona prohibida, llamada también “zona muerta”, “el 70% ahora es bosque. Pripiat es territorio de abedules, arces y álamos, y una gruesa hojarasca cubre el asfalto; las ramas lucen desnudas y descoloridas, salvo por las bolas de muérdago y el líquen de color mostaza que empaña la corteza. En su parte más baja se apelmazan los arbustos, salpicados con las puntas rojas de rosas mosquetas reblandecidas. La hiedra se entrelaza en las ramas”. Un chillido agudo altera los nervios de Flyn. “Son alces. No van a hacerme daño, pero su grito me pone nerviosa. Están demasiado cerca. Este es su territorio. Me siento como una niña perdida deambulando en la naturaleza, lejos de un lugar seguro. Incluso aquí, en el centro de la ciudad”. Allí también vive el anciano Iván Ivanovich, que no para de hablar en ucraniano. Retornó a su casa pero está ilegal, como tantos miles, porque nadie puede volver, hasta que en el 2012 el gobierno ucraniano comenzó a hacer la “vista gorda” y a dejarlos en paz. Flyn le pregunta si ha visto lobos. “Por supuesto”, contesta, “demasiados”. También hay linces, jabalíes, castores. “Aunque la radiación no les hace ningún bien, los beneficios de la ausencia de humanos compensan con creces los daños” acota la autora.

El resto de los capítulos explora otros sitios abandonados, siempre contando los pormenores y sorpresas del viaje. El efecto del blight (deterioro urbano) en la ciudad de Detroit, por ejemplo, una ciudad donde 62 de los 300 kilómetros cuadrados están vacíos, aunque allí vive gente (casi no se ven). Flyn va y habla con ellos, y percibe una posible cura.

Describe también la fauna bentónica, organismos que sobreviven en entornos muy envenenados con dioxina, por ejemplo en Arthur Kill, Staten Island. Hay organismos como los cangrejos azules, de caparazón verde oliva, que se encuentran por miles y parecen deliciosos, pero cada uno tiene suficiente dioxina para provocar cáncer a una persona. Resulta revelador el proceso de adaptación genética de estos crustáceos, que Flyn llama “selección antinatural”, una que les permiten vivir en esos entornos tóxicos sin matarlos. “La naturaleza reacciona y responde, reacciona y responde”.

También está la invasión de especies exóticas de plantas y árboles en Amani, Tanzania, o la estadía de Flyn de unos días en la pequeña isla de Swona, frente a Escocia continental, que fue abandonada hace décadas por sus habitantes humanos. Pero quedaron las vacas, esas que vemos en el campo uruguayo y que miran con cara de idiotas, pero que en esa isla se desarrollaron sin el hombre. Viven en total libertad, poseen una estructura jerárquica de poder y llegan a viejas, algo impensable en una granja o estancia. “Poseen una organización social casi totalmente irreconocible. Resulta que gran parte de lo que consideramos comportamiento bovino no es necesariamente su verdadera naturaleza”. Flyn convivió con ellas, sola, a merced de la misma naturaleza. El resultado es una narración de suspenso y silencios, la mejor quizá de todo el libro.

También están las catástrofes por erupciones volcánicas y la posterior recuperación de la naturaleza, con evocaciones de carácter bíblico, centrada sobre todo en la isla caribeña de Montserrat. O el curioso comportamiento del mar de Salton en California. Siempre con sus peripecias de viaje, sus citas poéticas, o la opinión de los científicos que aportan estudios previos y cifras, consolidando los planteos. No hay forma de clasificar este libro, ni adjudicarle un género. Ahí radica su valentía.

ISLAS DEL ABANDONO, de Cal Flyn. Fiordo, 2023. Buenos Aires, 344 págs. Traducción de Lucía Barahona.

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