Martín Caparrós sobre el hambre y la comida que se tira

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Martín Caparrós

Ensayo removedor

Recorrió el mundo del Níger a la India, de Estados Unidos a Madagascar y a la Argentina. Y en todos habló con quienes pasan hambre.

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Aunque ya no se le dice “hambre”. El término es muy emotivo, pesado, puede tomar visos de sensacionalismo, herir susceptibilidades. Se prefiere el eufemismo: desnutrición, subalimentación, malnutrición, inseguridad alimentaria. Pero es hambre. Y va desde no poder comer todos los días, no comer más que un tipo de comida, a estar en los puros huesos y morir. Las cifras oficiales sobre el hambre en el mundo las dan diversos organismos, entre ellos la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), que a veces da cifras que no son o cambia el modo de contar y entonces las cifras cambian. Se estima que alrededor de 800 millones de personas en el mundo pasan hambre, y que 1.300 millones de personas carecen además de casa, ropa, luz, agua. ¿De qué y cómo sobreviven? En general esperan el alivio momentáneo de la “ayuda humanitaria”, detrás de la que hay países, organizaciones, oeneges. Les dan comida, sí, pero a cambio de algo. Martín Caparrós sostiene muchas cosas en este libro monumental, El hambre, y una de ellas es que es a cambio de sumisión. La misma que explicaría el porqué de que tantos millones no se rebelen contra todo aquello, externo e interno, que los convierte en “desechables”.

Lugares y números

Las hambres no son todas iguales. La panza hinchada y los huesos marcados de los niños africanos, la languidez cadavérica de los indios y la obesidad mórbida de los estadounidenses marca distintos niveles, procedencias y resultados. En 2014 se publicó por primera vez esta vasta crónica de Martín Caparrós, que ahora aparece revisada y “ambientada en pandemia” para significar, acaso, que hay infinidad de muertes cada día que no se contabilizan en vivo y en directo. La muerte por hambre a veces viene bajo la forma de una hambruna provocada por incidentes puntuales: desastres naturales, guerras, tiranos; otras por algo más estructural y permanente: la banalidad del mal, la burocracia (burocratés, dice Caparrós) aliada a los grandes intereses. Es de los periodistas que van al lugar de los hechos. Para este libro viajó a Níger, India, Bangladesh, Estados Unidos de Norteamérica, Sudán del Sur, Madagascar, y volvió a su país, Argentina. Visitó ciudades, requirió de intérpretes, conversó con pordioseros y brokers, con hombres y mujeres, con médicos y enfermos. Conoció gente que vive a pan y agua todos los días, que cuando enferma tiene, con suerte, la ayuda de Médicos sin fronteras, y si tiene la suerte de ser ayudada debe tener mucha más para no morir. Y conoció a corredores de Bolsa que explican y creen en las bondades del sistema y en la inevitabilidad de sus daños colaterales.

Las historias de vida que relata, las entrevistas que hace, son similares. En calles llenas de basura, frente a madres que ven morirse a sus hijos, cuando les pregunta qué precisarían para ser felices contestan: “Mi felicidad es cuando no tengo hambre. Si tengo comida soy feliz, si no, no soy”. Se lo dice alguien en Dacca, capital de Bangladesh, país algo más chico que Uruguay, unos 148.000 km², donde viven aproximadamente 160 millones de personas. Otra mujer, en Níger, ante la pregunta de qué le pediría a un mago, responde: una vaca. Caparrós insiste, si le pudieras pedir cualquier cosa qué le pedirías y la mujer responde “dos vacas” porque “con dos sí que nunca más voy a tener hambre”. Parece increíble, pero esto no ocurre porque no haya comida suficiente en el mundo. De hecho, sobra. Alrededor de la mitad de la comida que el mundo produce no se come. Se pierde antes de llegar a la boca. Se pudre en campos o depósitos o transportes mal acondicionados, se deteriora en los mercados o en las heladeras particulares, la devoran los roedores, etc. En los países ricos se tira entre un 30 y un 50% de lo que se compra. Parte de lo que se tira va a parar a los basurales. En Argentina, Caparrós visita los de José León Suárez, en el partido del Gral. San Martín, en el Gran Buenos Aires: “tirar a la basura es un gesto de poder. El poder de prescindir de bienes que otros necesitarían; el poder de saber que otros se preocuparán de desaparecerlo”.
El problema del hambre es que hay gente a la que la comida no le llega. Y cuando le llega es bajo la forma de un asistencialismo que garantiza dos cosas: que su muerte no inundará nuestras pantallas y su eventual rebelión no inundará nuestras calles.

Si bien no hay duda de que los números del hambre son altos, Caparrós señala que la FAO ha cambiado más de una vez su modo de contabilizar, con lo cual, retrospectivamente, las estadísticas cambian: “Las cifras de la FAO son canónicas: son las que se usan para determinar políticas y prioridades. Y sus cambios no solo sirven para que los grandes poderes mundiales se queden más tranquilos y convenzan a sus súbditos de lo bien que funcionan sus políticas; también se usan para decidir el destino de miles de millones de dólares en ayudas y partidas. Para evaluar —en buen burocratés— la ‘continuidad de las políticas’, la ‘asignación de los recursos’. Para justificar programas, para preservar empleos, para tranquilizar donantes, para aquietar conciencias, para reducir presupuestos de ayuda: para decir que entendemos el hambre”. Pero el hambre es inentendible, al margen de que sea conveniente.

El nuevo oro

En 1991 el grupo Goldman Sachs (que entonces solo era de inversión; se transformó en comercial tras la bancarrota de 2008) vio que había un filón en la comida y comenzó a invertir en alimentos. La comida se volvió una inversión como el petróleo o el oro. Cuanto más alto es el precio mejor es la inversión, y más cara es la comida. Los que no puedan pagarla con dinero la pagarán con hambre. Caparrós se informa de esto con un bróker de Chicago —ciudad limpia pero con mendigos— que quiere hablar desde el anonimato. Entre 2005 y 2008 el precio global de la comida subió un 80%, y habilitó a que un periodista del Washington Post dijera que “la comida es el nuevo oro”. Algunas cifras son contundentes: cuatro corporaciones de las que no oímos hablar todos los días (Archer Daniels Midlands, Bunge, Cargill y Louis Dreyfuss) manejan más del 75 % del mercado mundial de granos. Esas compañías son las que en realidad definen los precios globales de lo que comemos, son las que negocian fortunas en especulación, las que evaden los mayores impuestos, deforestan a su antojo, etc., y trafican con la confianza y la ingenuidad: “El gran invento de estos mercados es que el que quiere vender algo no precisa tenerlo. Es más, sería una rareza vender lo que uno tiene: se venden promesas, compromisos, vaguedades escritas en la pantalla de una computadora. Y los que saben hacerlo ganan, en ese ejercicio de ficción, fortunas”.

El hambre es una forma de generar y ejercer poder. “Comer carne es un alarde bestia de poder” dice Caparrós. Discute la idea de que los indios son vegetarianos por convicción o ideología y expresa que es porque no tendrían con qué pagar la carne. En caso de tener la vaca no la pueden matar porque les da leche, excrementos para abono, y fuerza de tracción para trabajar la tierra. India es un gran exportador de comida y uno de los países más ricos del mundo, pero el primero en cantidad de desnutridos. Sus madres niñas, pobres y/o descastadas, paren bebés chiquitos que si llegan al año no pesarán mucho más de cuatro kilos. Algunas pensarán que el mundo es injusto en sus repartos; las más dirán que así como Dios quiere que tengan hijos así tiene el derecho de llevárselos. De hecho, la ecuación del equilibrio, para la mayoría, consiste en tener el máximo número de hijos que puedan alimentar para que sobreviva el mínimo de hijos necesarios para cuidarlos en su vejez. En Bombay, vivir en una villamiseria es un lujo; hay 12 millones de villeros. La mitad de la población no tiene baño, vive y muere sin acceder a una red cloacal: “entre 2000 y 2010 murieron más chicos por diarrea que soldados en todos los conflictos desde la Segunda Guerra Mundial”.

Esas situaciones se dan en lo que Caparrós denomina el Otromundo, ni tercero ni en vías de desarrollo sino Otro, regido por la desigualdad y la miseria. Comparte una clasificación hecha por el irlandés Paul McMahon, que categoriza a los países así: “poderes alimentarios establecidos”: los países ricos; “exportadores alimentarios emergentes”: aquellos con grandes, dice, extensiones de tierra que se suman a la explotación agraria y aceptan los mecanismos del libre comercio (curiosamente ahí está señalado Uruguay junto a Argentina, Brasil, Rusia y otros); “(apenas) autosuficientes”: países con mucha población campesina, con millones de hambrientos; “importadores de alimentos ricos”: países con poca tierra cultivable que se benefician de industrias y exportaciones como el petróleo o los minerales y que sin producir muchos alimentos tienen dinero para comprarlos; y finalmente los “pobres y alimentariamente inseguros”: aquellos con baja productividad y sin recursos para importar lo que precisan. Los países ricos, con poca o mucha tierra, con industrias pujantes, siempre están mandando “exploradores” a ese Otromundo, a ver qué pueden explotar o comprar barato en él.

Estilos

Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) tiene un estilo de hacer crónica, una voz que coordina la incansable búsqueda de material informativo, la narración rica en léxico propia del escritor de ficción que también es, el desparpajo para decir lo que piensa y tomar partido, y un encuadre formal que hace que, por ejemplo, siempre anteponga lo que sus entrevistados dicen y luego escriba en otro renglón: “dijo fulano”. Un modo de priorizar el qué sobre el quién. Tiene un estilo de involucrarse con quien tiene delante y no lo oculta; frente a las respuestas frontales y brutales de entrevistados que tienen normalizada su condición miserable, Caparrós se siente un canalla o un “felpudo”, como si pidiera perdón por ser un letrado que escribe en los mejores medios y vive en el primer mundo, o un argentino no villero. “Es bueno tenerlo presente: cada centavo gastado en punteros y gobernadores y trembalas y prebendas varias, cada hilux nueva reluciente, cada día de joda en la Punta del Este, cada departamento a estrenar en la costanera rosarina son posibles porque aumenta la demanda de granos, los precios suben, los más pobres de Níger o Sudán ya no llegan a pagarlos, no comen y se mueren o matan o solamente agonizan lo más largo que pueden”.

También hace un mea culpa. En su lista de lugares hambrientos, al menos del pasado, figuraba China. En 2015 El hambre se publica en Taiwán y en 2017 en la República Popular China, pero la editorial de Shanghái le plantea a Caparrós la exigencia de eliminar un fragmento sobre la hambruna maoísta de 1960, que mató a más de 7 millones. Ahí un poco vendió su alma, porque aceptó eliminarlo.

Las historias de vida que elige contar en El hambre no dejan indiferente al lector, no solo porque son fuertes y efectistas y porque ejemplifican muy bien la tremedidad de las cifras, sino porque están dosificadas. El libro tiene tres bloques que se van intercalando: la presentación de esas historias, un análisis conceptual de la cuestión alimentaria, y una zona de catarsis y de knock out a la hipocresía en la que se desarticula esta pregunta: “¿Cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que pasan estas cosas?” Casi todo el resto de la humanidad que no pasa hambre lo consigue. E incluso los que pasan hambre o se alimentan mal lo consiguen. Las viudas de Vrindavan —que no pueden trabajar ni volver a casarse— van a esa ciudad a morir de hambre y aceptan su destino. Agricultores “ricos” de Madagascar tienen cebúes de sobra pero solo los comen en ocasiones especiales; el resto del año comen arroz. En Níger un hombre prefiere gastar en la adquisición de una segunda esposa en vez de comprar un arado que necesitaría para mantener a la primera. Pensionistas bienpensantes de países ricos compran tierras, invierten, en países a los que nunca irán.

Las explicaciones al porqué del hambre son múltiples, este libro señala como responsable al sistema capitalista (pero el hambre no es de ahora), pero también a la naturaleza humana. Dice Caparrós que “el destino es una forma de cruzar la calle”. Cruzar sin mirar, distraerse, trae consecuencias. A veces son a corto plazo, a veces no, pero llegan.

EL HAMBRE, de Martín Caparrós. Literatura Random House, 2021. Barcelona, 668 págs.

Crónica latinoamericana

Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) es uno de los autores destacados de la actual crónica latinoamericana. Ha publicado más de treinta libros en treinta países. Muchos de sus libros, como “El hambre”, forman parte de la Biblioteca Martín Caparrós que Literatura Random House lanzó en 2020.

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