El arte contemporáneo en crisis
En su nueva plataforma, lala.art, Martín Sastre propone un singular mecanismo de adopción para que los artistas dejen de ser parias.
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"Quiero generar un movimiento que termine con esto. Así como se terminó en la industria del cine con el acoso sexual, el tema del plagio en la publicidad se tiene que terminar. Hay que ponerle un punto final a eso. Y los artistas estamos solos en esto”. Después de dos décadas completas con base en España y visa de artista nómade, Martín Sastre está pasando su primer año completo en Montevideo forzado por el lockdown de la pandemia que alcanzó a Sudamérica entre marzo y abril de 2020. Se lo ve por una de las plataformas de comunicación a distancia, pero en absoluto se ha tratado de un año sabático para el artista nacido en Uruguay en 1976. Desde su casa, Sastre ha convertido su cuenta de Instagram en una suerte de soporte, espacio expositivo y obra todo al mismo tiempo. Suena raro escucharlo en plan de lucha, pero es lo que es: plantea que el aviso publicitario que la casa francesa Lancôme hizo para su perfume Idôle en 2019 plagió su obra “Protocolo Celeste” de 2014, realizada para promocionar la candidatura de Uruguay como sede del mundial de fútbol de 2030. Sastre no puede dar demasiados detalles de la situación legal pero ha posteado en su cuenta de Instagram que se conformaría con obtener el 1% de las ganancias producidas por Idôle en el mundo para financiar su plataforma lala.art, con la que busca cambiar de manera radical la relación entre los artistas y el mercado. Así, Sastre expande su perfil multidisciplinario: video-artista, director de cine y acaso art-CEO de su flamante plataforma. Parece una ironía del destino, al fin, que al artista que desarrolló un perfume con las hierbas cultivadas por el ex presidente José Mujica y su compañera Lucía Topolanski le toque ahora enfrentar a una corporación de la alta fragancia.
—La idea de la plataforma gira en torno al maltrato que el mercado del arte ejerce sobre los artistas. ¿Cómo es que lo denuncia y al mismo tiempo forma parte de eso?
—Todo esto empezó en el año 2001. Cuando pensé en ponerme en adopción a mí mismo fue porque ya había hecho mi primera obra (“The E! True Hollywood Story”, 2000) y no tenía ninguna fuente de ingreso. Desarrollé la idea de una plataforma para poner un artista en adopción como se ponen en adopción los niños latinoamericanos en el mundo. Con ese proyecto gané una beca para perfeccionarlo en España y eso derivó en la Fundación Martín Sastre: un sitio web y una plataforma de adopción de artistas que fue bastante anterior que Kickstarter o Facebook. No existía el ecosistema emprendedor de hoy y solo se hicieron algunas acciones: becamos a tres artistas de la Bauhaus en Alemania para que vivieran con cien dólares por mes en Montevideo, que era más o menos con lo que vivían mis amigos en esa época. El programa se llamó “Sea un artista latinoamericano por tres meses”. Nosotros teníamos para enseñarles a ellos cómo ser un artista y sobrevivir con pocos recursos. En 2010 cuando hicimos Miss Tacuarembó volví con la idea de una plataforma para encontrar a la protagonista de la película. Me acercaban niñas divinas y supertalentosas pero que se les notaba que habían sido preparadas para la publicidad.
—Obreras del casting…
—Claro. Y yo necesitaba una niña que se le notara que era de un pueblo del interior pero que a la vez se pareciera a Natalia (Oreiro), que supiera cantar y bailar. Así fue que pensé en hacer una plataforma para que las niñas subieran los videos ahí. Fue un trabajo tan arduo como hacer la película. Sucedió que todo el mundo tenía una prima, una vecina con una hija que se había presentado al casting online y las primeras dos semanas los cines de Montevideo se llenaron por eso. A veces ni siquiera tenía lugar para mí.
—Eso refleja un síntoma de época. La población entera, como en una guerra, esta disponible en estado de casting: para cocinar, cantar, bailar, lo que fuera que el espectáculo pida…
—La idea de Sociedad del Espectáculo es un concepto bastante viejo pero muy vigente. Las plataformas extendieron el horizonte de búsqueda muchísimo y luego depende del talento de cada uno sostenerse o no. En 2003 esto era impensable directamente. Hoy estamos totalmente digitalizados y no es tanto que las plataformas abrieron el juego sino que son el juego.
—Tik Tok fue sponsor de la Eurocopa de fútbol con el slogan “Donde todos los fans son jugadores”. ¿Se trata de eso no?
—Yo digo que el slogan de Andy Warhol se invirtió. No es tanto que en el futuro vamos a ser famosos quince minutos sino que en el futuro acaso seamos anónimos quince minutos.
El patriotismo burdo
—¿Diseñar plataformas forma parte de su trabajo de artista?
—Sí. Yo siempre tuve un espíritu emprendedor que hizo que trabajase rodeado de gente. Yo dibujo y pinto pero si hiciera solo eso me aburriría muchísimo: necesito trabajar con gente. Armar equipos, tener una visión, un universo. Hasta mis primeros videos estaban pensados como superproducciones con un interés por emular a la industria del entretenimiento, a la cultura pop y de masas.
—¿Emular? Lo suyo siempre parece situado en la parodia.
—Más parodiar que emular, claro. Usar la ironía para llegar a mucha más gente. Creo que las plataformas reflejan mi costado emprendedor. Aunque nunca pude hacer publicidad sin embargo: no podría hacer algo sobre un producto sobre el que no estoy cien por ciento convencido. Natalia (Oreiro) me ha insistido muchas veces con que acepte algunas cosas como hace ella y no puedo, porque siento que me está quitando el tiempo para hacer algo que realmente quiero.
—¿El corto sobre el mundial del Banco de la República no es una publicidad oficial acaso?
—Cuando me lo pidieron lo tomé como una publicidad, sí, y como una excepción para probar el género y experimentar sus límites. Pero resultó que ni la parte de marketing ni el Directorio del Banco querían eso, sino una obra mía subvencionada por ellos. Me dijeron que hiciera lo que hacía siempre, lo que quisiera. Me sentí como Blanes haciendo “Los 33 Orientales”. Trabajamos ocho meses en eso.
—¿La parodia estaría puesta ahí en el sentimiento nacional?
—No, para nada. “Protocolo Celeste” es una obra que se sincera con ese patriotismo un poco burdo que aflora cada cuatro años en los mundiales. Ese sentimiento que puede ser cursi o impostado pero está puesto en una aventura de ciencia ficción del estilo Volver al Futuro. Son historias que a todos nos gustan pero siempre transcurren en otro lado. ¡No existe que un villano se quiera robar la medalla de Obdulio Varela! La obra habla de la garra charrúa y de esa fuerza interior que realmente tenemos —yo creo en eso— desde un lugar inesperado.
—De todos modos tanto “Protocolo Celeste” como “U from Uruguay” (la obra del perfume de Mujica) parecen muy distintas a las primeras en las que parecía ironizar sobre esa característica rioplatense de percibirse europeo. Lady Di no moría sino que se perdía en el cerro de Montevideo y Europa sobrevivía en la vajilla de su abuela…
—Sí, hay una escena muy significativa de eso. “Montevideo: the dark side of the pop” transcurre en el 2092 en una ciudad que quedó desierta, como en la pandemia, a la que llega una niña superdotada que viene de Europa a averiguar por qué la población de Montevideo desapareció. Y llega a la casa de mi abuela y encuentra un holograma. La niña le dice “Vine a buscarte para llevarte a Europa”. Y el holograma se ríe y contesta: “¿Europa? Esto es Europa”.
—Son dos enfoques casi opuestos sobre la idiosincracia uruguaya. ¿Se da cuenta?
—Creo que en ese sentido uno va cambiando la mirada. Lo que tienen en común todos es la idea de extrapolar una historia que transcurriría en otro contexto a la realidad uruguaya. Miss Tacuarembó y Nasha Natasha (Netflix, 2020) tampoco son ni una ficción ni un documental de lo que se espera de Uruguay.
—Nasha Natasha tiene más de su impronta artística que Miss Tacuarembó, que tiene algo de experimento fallido. ¿Cómo se sintió trabajando bajo las reglas del cine comercial siendo que siempre lo había hecho para el espectador del arte contemporáneo?
—Con respecto a eso fue una experiencia traumática. Un trabajo saboteado por sus propios productores que no entendieron la naturaleza de una película en la que trabajaba Rosi De Palma y Cristo se deja ver en calzoncillos y la estrenaron en las vacaciones de invierno para los niños. Sacaron además muchas escenas, por lo que estoy viendo si es posible editar la versión mía, un director’s cut.
—Creo que en Miss Tacuarembó la marca Natalia Oreiro se impuso al estilo Martín Sastre, y en Nasha Natasha el estilo Sastre estuvo por encima de la marca Oreiro…
—Es una buena lectura, es posible. Son intereses distintos, ¿no? Y dos etapas distintas de mi vida también.
—Y esta plataforma lala.art pareciera otra: cambiar la forma en la que el mercado y los artistas se relacionan suena ambicioso. ¿Por qué la hizo?
—Empieza con una inquietud muy simple: por qué los artistas nunca tuvimos seguridad económica. Y el problema central es que nuestro tiempo de trabajo no se paga, no tiene precio. A nosotros se nos paga, en el mejor de los casos, por una obra terminada. Y el galerista, además, se queda con el 50 por ciento. No solo en el arte sino en todas las industrias creativas. Pensé en desarrollar este sistema donde a través de una plataforma el artista puede generar contenido de su propio proceso creativo. Así las personas que invierten en lalas (los “ángeles”) tienen como una suerte de Instagram curado donde pueden ir viendo el trabajo de artistas que les interesan. Un lala son 0,36 dólares. Eso por ahora, estamos trabajando para que en el futuro el lala sea una criptomoneda. Empezamos a trabajar en 2017 y en pleno proceso nos agarró el Covid y el mundo del arte medio que se desplomó. Es el momento perfecto: todo este proceso sirvió para adaptarnos a una nueva realidad que va a seguir, no hay vuelta atrás.
—¿Está buscando una nueva forma de mecenazgo?
—Es algo nuevo que piensa en el modelo clásico del mecenas antes que en el coleccionista contemporáneo. Quiero replicar el intercambio entre los Médici y Miguel Ángel a través de lo digital. Se abre todo un espectro que va mucho más allá de lo económico.
—Pero justamente es lo económico lo que movilizó esta plataforma. Usted la presentó en Instagram con estadísticas que proponían resetear el mundo del arte. ¿Qué es lo que más le llamó la atención de esa búsqueda?
—Es preocupante que menos del 10% de los artistas que hay en el mundo puedan vivir de sus obras, y la cantidad de artistas que hay viviendo por debajo de la línea de pobreza. Es algo muy injusto, debiera haber un sistema donde la gente que se quiere dedicar al arte pueda hacerlo como cualquier otro profesional. No puede ser que siempre necesitemos protección para no desaparecer.
—El teórico alemán Boris Groys plantea justamente lo contrario, que el arte contemporáneo se volvió insostenible y que los artistas deberían tener otro trabajo para no ser tan dependientes. ¿Qué cree?
—No estoy de acuerdo. Ser artista es un trabajo como cualquier otro y demanda muchísimo tiempo. Después de una clínica que dí en Inglaterra, una chica me dijo: “A mi no me interesa que evalúes mi obra sino que me expliques cómo expongo, cómo entro a una galería, cómo voy a una Bienal después de cuatro años de estudios”. Y es verdad. Un sistema como este permitiría que la gente consuma de forma igualitaria: es transaccional. Ya no está acá la ironía de la Fundación Martín Sastre. Esto es real.
—También parece acercarse a la forma contemporánea en la que la gente ve cosas audiovisuales que, aún, no son consideradas arte en las redes sociales: YouTube, Instagram o Tik Tok.
—Lo que hicieron las ferias y museos durante la pandemia fue penoso. Videos en 3D del espacio físico. ¡Eso es traer un formato del siglo XV a la pandemia del siglo XXI! Si la gente consume imágenes a través del teléfono, los artistas de lala.art van a llegar de esa manera.
—Además hay muchas cosas que circulan en las redes que resultan más interesantes que las obras digitales que se ven en las bienales. Cada vez más.
—Coincido y es algo muy profundo lo que está sucediendo. El arte contemporáneo está cayendo en un discurso endogámico en el que a nadie ya le interesa nada.