El libro y la película

Martin Scorsese, De Niro, Di Caprio y los asesinatos osage: cómo relatar un crimen contra la humanidad

Sobre la época cuando Estados Unidos no toleraba que un indio fuera rico. Una película basada en un gran libro de David Grann.

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Imagen de la película "Killers of the Flower Moon".
Mollie Burkhardt (Lili Gladstone) y Ernst Burkhardt (Leonardo Di Caprio), una pareja interracial como protagonista de "Los asesinos de la luna"
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por László Erdélyi
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Una pobre comunidad india de Oklahoma, los osage, descubrió que el territorio de su reserva estaba sobre yacimientos de petróleo que los hicieron ricos de la noche a la mañana. Corría la década del 20 y el sitio atrajo a colonos ambiciosos, como también a asesinos y estafadores, dando comienzo a una vasta conspiración criminal que tardó en ser conocida por el gran público en todos sus detalles. Hasta ahora.

El estreno en cine de Los asesinos de la luna, dirigida por Martin Scorsese, con un elenco de primeras figuras como Leonardo Di Caprio y Robert De Niro, resuelve de forma perfecta esa historia en términos dramáticos —a pesar de sus tres horas y media de duración. Es otra de las grandes películas de Scorsese, con un trabajo actoral de Di Caprio que no se olvida, tanto que deja al espectador en estado de shock. Sin embargo nada de eso le pasó a este cronista, que había leído seis años antes el libro en el que se basa la película

Titulado igual, Los asesinos de la luna de David Grann narra la historia en toda su complejidad y horror, uno de maldad oculta tras la avaricia colectiva, algo que para cualquier comunidad es difícil de nombrar, y más de relatar. Tan magistral fue el relato que logró Grann que este cronista regaló el libro a varios amigos a lo largo de los años. Tanto equilibro en un tema tan lleno de paradojas merecía ser compartido con los afectos. El autor investigó durante años, desenterró historias y las confirmó con numerosas fuentes, entre ellas archivos oficiales o familiares de los protagonistas. El resultado fue un libro que “se basa ampliamente en material inédito” escribe Grann en el epílogo, destacando “un manuscrito inédito escrito a medias por uno de los investigadores”.

Claro que la película es una versión abreviada. Eso me resultaba incómodo y no me permitía disfrutar. Como espectador me sentía jodido. Ni siquiera podía culpar a otros en el cine; nadie hablaba, encendía el celular o masticaba pop de forma batiente e impiadosa.

Muerte lenta. El móvil de estos crímenes fue tan obvio como elemental: avaricia pura. También había racismo, sí, y una vasta participación de cómplices en el ámbito de la salud, la justicia y la propia política, no solo local, sino hasta en la propia Washington. Siendo el dinero el motor del poderío norteamericano, ese combustible tuvo en la reservación osage una versión corrupta y repugnante. Todo bajo la apariencia, socialmente convalidada, de que se estaba haciendo lo correcto. Como suele ocurrir.

El racismo establecía un orden natural. Los indios, ricos por el petróleo, no podían disfrutar a plenitud de ese dinero sino que, por ley, debían ser tutelados por un blanco. Se entendía que no estaban en condiciones de administrar semejantes fortunas. Un tutor aseguró que un osage adulto “era como un niño de seis u ocho años; cuando ve un juguete nuevo, se lo quiere comprar”. Hasta el Congreso se ocupaba de ellos, como si esos gastos indios comprometieran la seguridad nacional. En un subcomité del Senado se llegó a evaluar con desagrado el gasto de 319 dólares en una carnicería que hizo Lizzie, la mamá de Mollie Burkhardt. Alguna prensa incluso azuzó a la opinión pública revelando “datos” de dudoso origen, por ejemplo que casi todos los osage poseían once coches por cabeza, mientras que solo uno de cada once norteamericanos tenía auto propio.

Para un blanco ambicioso casarse con una osage millonaria era un camino rápido al bienestar y la riqueza. Si la nativa moría, podía heredar la fortuna. Y_claro, se morían, a veces de forma violenta por disparo o bombas, u otras de forma lenta y dolorosa por envenenamiento. Muchos asesinatos se encubrían como suicidios con la complicidad de la policía y los forenses.

Una familia osage muy afectada fue la de Mollie Burkhardt (Lili Gladstone en la película), cuyas tres hermanas fueron asesinadas: una envenenada, otra muerta a tiros, y la tercera estallada en una explosión. Mollie estaba casada un blanco, Ernst Bukhardt (interpretado por Leonardo Di Caprio). El tío de Ernst, William Hale (Robert De Niro) apadrinó el matrimonio. Hale era muy querido entre los osage, y también muy ambicioso, en extremo controlador del mundo de los blancos, sus dineros y secretos (era masón), y también muy religioso.

Investigando sobre el rol de los tutores de indios durante este “Reino del Terror” en territorio osage (1921-1925), Grann descubrió que uno de ellos, Scott Mathis, dueño de la Big Hill Trading Company, había sido tutor de nueve osage, de los cuales siete murieron, dos de ellos se sabía que por asesinato. Siguió buscando. Otro tuteló a 11, de los cuales murieron ocho; el siguiente tenía a 13, de los que fallecieron la mitad; otro tenía cinco, todos muertos. Y la lista seguía con similar tenor, sumando algún caso notorio como el de Sybil Bolton, asesinada con un disparo en el pecho frente a su bebé (aparece en la película). El tutor de Sybil tenía cuatro pupilos; todos murieron. Casi ninguna de esas muertes se había investigado. “Algunos investigadores y estudiosos que han ahondado posteriormente en estos asesinatos cree que el número de víctimas mortales entre los osage estaría entre los varios centenares” relata Grann.

Encubiertos. Scorsese sabe que el libro de Grann no pasó desapercibido, al contrario, que fue un libro premiado, best seller entre los más vendidos del diario The New York Times en 2017, y muy reimpreso luego en rústica en todos los idiomas a los que fue traducido. Scorsese sabe que el libro respira detrás. Entonces juega con él. Por ejemplo cuando Ernst (Di Caprio) es invitado por su cuñado Bill, también blanco, a retirarse de un velorio sin expresarle el por qué. Todo queda en un tenso cruce de miradas y silencios, mientras Ernst lo mira desconcertado y se retira para hablar luego con Hale en el porche de la casa. El que leyó el libro sabe qué pasaba por la cabeza de Bill a esas alturas, pero el espectador, si no está atento, puede quedar a la deriva. Y no es un dato menor, porque lo que Bill sabe o sospecha desencadenará hechos trágicos y catalizadores.

El principal, el ingreso a escena del recién fundado Bureau de Investigaciones de Washington D.C. bajo la dirección del joven burócrata J. Edgar Hoover. Era una época de podredumbre y corrupción entre las elites políticas de Washington, con sonados casos que llegaron a la justicia. Para comenzar a revertir ese clima el presidente Calvin Coolidge nombró a un nuevo fiscal general, y éste a su vez convocó a Hoover para que lo ayudara a crear una policía de alcance nacional. El país crecía, el crimen también, y había muchas regiones fuera de control, como por ejemplo el territorio osage. Esta nueva organización de súper policías —que luego se llamaría FBI— parecía ser la indicada para enfrentar la compleja conspiración.

Y lo fue, porque Hoover convirtió al Bureau en un mecanismo tan eficaz como monolítico, dándole un alto perfil público y resolviendo casos notorios (aunque con el tiempo la agencia se convertiría en un factor de abuso de poder). En aquella época las fuerzas policiales del país tenían fama de ineficaces, cuando no de corruptas. Y si bien las técnicas de laboratorio ya permitían detectar venenos en la sangre, no era útil si no estaba sometido a un riguroso protocolo que lo validara como pruebas.

Hoover, como típico burócrata sedentario, estaba obsesionado con la eficacia de la organización. En esta nueva cultura, el detective como viejo sabueso ya no tenía cabida. Debían adoptar un enfoque más empresarial, tecnocrático, independiente y autónomo de las corruptelas y los partidarismos de Washington. Apoyado en las nuevas teorías taylorianas —hoy tan polémicas—, pretendía que la organización fuera dirigida de forma “científica” para poder analizar y cuantificar el rendimiento de cada agente. Por ejemplo el que estaba a cargo del caso, Tom White (Jessie Plemons), que debió redactar largos y minuciosos informes, algo que antes apenas se hacía o se cumplía de forma oral. También debía evaluar a otros agentes. Los criterios eran muy exigentes y a la mínima falta (beber alcohol, por ejemplo) Hoover los despedía sin más trámite. Su lema para los agentes era “o mejoras, o te deterioras”. Era algo revolucionario para una sociedad que todavía guardaba cosas muy oscuras. Como bien señala Grann, “muchos progresistas de entonces —en su mayoría protestantes blancos de clase media— alimentaban serios prejuicios contra los inmigrantes y los negros”. Scorsese, en la película, sorprende al espectador con un desfile del Ku Klux Klan por la calle principal de la comunidad osage, muy aplaudido por todos. Claro, allí había solo indios y blancos, no negros.

Los agentes encubiertos del Bureau fueron un factor clave en la resolución del caso, que llevó su tiempo. Scorsese apenas lo aborda, pero Grann lo despliega con lujo de detalles. Los infiltrados comenzaron a ver la trama de los crímenes. El agente podía ser un indio buscando a sus parientes, o un ganadero tratando de hacer negocios, o un comerciante actuando en diferentes localidades de la reserva. Grann cuenta la historia de cada uno de ellos, como también las delaciones que sufrieron poniendo en peligro toda la investigación. Eran agentes muy experientes y conscientes de los peligros que les acechaban. Y siempre a la sombra de Hoover. Un día el agente Smith olvidó informarle y le hizo un escándalo. Tenía que saber el día a día de los avances de la investigación. En la película apenas aparece el indio John Wren (Tatanka Means) como único agente encubierto, cuando fueron al menos una decena. Toda esta historia merecía más despliegue. Una miniserie, más extensa, quizá les habría hecho más justicia.

Esa racionalidad del Bureau era la más pura expresión del ADN del nuevo hombre blanco. Algo opuesto a la forma de ver el mundo de los osage, una tribu originaria que tenía particular simbiosis con la naturaleza, con los recursos, el alimento, el pasado y sus historias, y con la libertad, siempre protegidos por Wah’Kon-Tah, la entidad divina que todo lo bendecía. Esa dialéctica entre el materialismo insaciable de los perpetradores y el mundo altamente espiritual de los osage está desarrollado en forma diferente en la película y en el libro. Scorsese lo sugiere a través de imágenes de un fuerte simbolismo. Grann lo desarrolla más, tanto que el lector lo respira y siente el terror que sintieron los nativos frente al avance del hombre blanco. Uno que a veces parecía amar, cuando en realidad estaba matando.

Lo que sigue abrumando de este caso es la vastedad de la conspiración. “Casi todos los estamentos de la sociedad fueron cómplices de la trama asesina”, escribe Grann. Sin embargo, “en los casos en que los autores de crímenes contra la humanidad logran escapar a la justicia de la época, la historia puede proporcionar al menos un último ajuste de cuentas mediante la documentación forense de los asesinatos, como también sacando a luz a los transgresores. Pero la mayoría de las muertes de los indios osage se cubrieron tan bien que ya no es posible obtener ese resultado”.

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David Grann
(foto Michael Lionstar)

El autor
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David Grann, autor del libro en el que se basa la película de Scorsese, es escritor y periodista en la revista The New Yorker, destacándose en el periodismo de investigación. No es éste el primer libro de Grann que llega en castellano al Río de la Plata. El anterior, Z, la ciudad perdida (2017) se tradujo a 25 idiomas e investiga la obsesión de los hombres por la ciudad perdida de Eldorado en la selva amazónica, acompañando una expedición moderna, historiando anteriores expediciones, y explicando el por qué de sus fracasos. La traducción de Los asesinos de la luna es de Luis Murillo Fort.

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