por László Erdélyi
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El gobierno de un solo hombre de la Roma imperial, una autocracia, sigue llamando la atención. Algunos incluso intentan imitarlo. No es casual que hoy existan numerosas autocracias en casi todos los continentes, con liderazgos más o menos fuertes u opresivos. La británica Mary Beard lo sabe. El libro Emperador de Roma, su último trabajo, no es un libro inocente. “He insistido a menudo en que la antigua Roma tiene muy poco para enseñarnos, en el sentido de que no podemos recurrir a ella en busca de soluciones a la carta para nuestros problemas” escribe. “No obstante, explorar su mundo sí nos ayuda a ver el nuestro de un modo distinto”.
“Explorar” es la palabra clave, que tiene sabor a viaje. Beard es una reconocida autora de libros serios y entretenidos sobre el mundo clásico, tanto griego como romano. Su narrativa tiene mucho de literatura de viajes porque cuenta, con una prosa clara, didáctica, sin densidad académica, y con una rigurosidad de hierro que cuestiona todas las fuentes, su viaje hacia los relatos más comunes. Cree que hoy se ha instalado una imagen distorsionada de la realidad del Imperio romano. No es casualidad que abra el libro con los almohadones pedorreros del emperador Heligábalo, que dejaban en ridículo a los invitados a sus cenas imperiales cuando se sentaban, emitiendo sonoras flatulencias. O con el asesinato a cuchilladas del emperador Caracalla mientras estaba meando. Lo hace dejando entrever que ese no es su camino. Emperador de Roma no busca el golpe de efecto con lo truculento o tragicómico, historias que además tienen poca probabilidad de haber ocurrido tal como nos llegaron. Porque se sabe poco sobre lo que ocurría en la Roma imperial.
Lo que hay son relatos funcionales a los intereses de cada época, impuestos por historiadores o relatores que buscaban legitimar al nuevo emperador, y defenestrar al anterior. Roma era la que cada época quería ver, y así la construía en su imaginario y para la posteridad. El viaje de Beard hacia esa era, entonces, resulta divertido porque revela la falta de escrúpulos de ciertos humanos a la hora de recrear su pasado colectivo. Pero también, y sobre todo, es una indagación sobre el poder real del emperador, sus límites, medios y fines.
Buenos y malos. Hay datos que permiten recrear otra Roma. Al fin y al cabo la vida se construye de millares de hechos cotidianos comunes, donde se resuelven problemas simples o complejos, o de tiempos muertos dedicados a la reflexión o la escritura. Eso deja rastros, y la existencia diaria de un emperador no era diferente. Uno que estaba viajando cerca del río Danubio tuvo que resolver cientos de disputas y dilemas mientras avanzaba, desde el caso de una mujer que pedía dinero por una vaca que le habían matado hasta una complicada pelea entre barqueros por la colisión de dos barcas fluviales, o un hombre quejándose por no haber recibido la tarifa estipulada por prostituir a su esposa. En todo intervenían funcionarios de diversa categoría, pero siempre se esperaba que el emperador actuara como árbitro. Era lo que daba sentido al imperio gobernado por un solo hombre, el César
Emperador de Roma aborda capítulo a capítulo los aspectos comunes, cotidianos, de esa presencia casi absoluta, desde dónde y cómo comía, su descanso, su rutina diaria, por qué viajaba, cuándo tenía relaciones sexuales, o cómo se enfrentaba al pueblo en el gigantesco Circo Máximo (y no en el posterior, más pequeño y menos frecuentado Coliseo, aunque sí infinitamente más mítico, porque el buenmozo de Russell Crowe en Gladiador estaba increíble...). También las rutinas para resolver cuestiones diarias, o contestar mensajes llegados desde lejanas provincias romanas de Oriente (que tardaban dos meses en llegar, y otros dos en volver), o designar funcionarios de diferente nivel para mantener en orden, por ejemplo, la red cloacal de una Roma que ya tenía un millón de habitantes. Beard navega esas aguas con aire mordaz, humorístico. Cuando al emperador Adriano se le pidió intervenir en el curioso caso de paternidad del bebé que nació once meses después de la muerte del “padre”, se retiró a leer textos de medicina, volvió y dictaminó que sí, que el padre legítimo era el muerto, contradiciendo todos los parámetros científicos de la época.
Beard se rebela contra los relatos que separan las aguas entre emperadores malos y buenos. “Tengo mis dudas de que muchos de esos individuos fueran unos psicópatas sanguinarios o perturbados”. Tampoco cree útil rehabilitar algunos de los considerados “monstruos” como Calígula, Nerón o Cómodo, considerándolos reformistas incomprendidos “que tuvieron una prensa desfavorable”. Es un camino difícil, arriesgado, como caminar en “una cuerda floja”, tan complicado y frustrante como la sensación que embarga al turista que llega hoy a Roma e intenta entender, abrumado, cómo vivían los antiguos mirando las ruinas arqueológicas dispersas por toda la ciudad.
Chistes de cristianos. Como una relatora saltarina, Beard va de aquí para allá contando sus dificultades. Las mismas que el turista hoy enfrenta al ingresar al Foro romano: no entiende nada ni nadie le ayuda a comprender, la cartelería escasea, y al final, irónicamente, es el Google Earth de su teléfono móvil el que le ayudará en algo a identificar dónde está parado y a qué pertenecían las ruinas que tiene delante (si se busca imaginar cómo vivían, comían, fraternizaban o se reproducían en el Imperio romano, ninguna experiencia se iguala a la inmersión que hoy se puede vivir en Pompeya). La confusión sigue cuando el turista decide subir al lado, al monte Palatino, donde los muy renacentistas jardines Farnese fueron construidos sobre el palacio imperial en 1550, ocultándolo. Se sabe muy poco de lo que ocurría en ese palacio. No hay crónicas contemporáneas sobre Augusto, el primer emperador. Para imaginar cómo era su residencia y la de posteriores emperadores hay que apelar a un relato del historiador judío romano Flavio Josefo sobre cómo mataron a Calígula, y por dónde huyeron sus asesinos, describiendo algunos edificios adyacentes con sus pasadizos. Lugares que siguen revelando secretos arqueológicos muy concretos, por ejemplo sobre el cristianismo. Un grafiti que pretendía burlarse de un esclavo cristiano, de nombre Alexamenos, parodiando la imagen de Jesús crucificado, fue descubierto en habitaciones de servicio adyacentes al palacio. “Venera a tu dios” dice el grafiti, y es “una de las primeras representaciones de la crucifixión, quizá la primera, que se ha conservado en todo el mundo”. Es uno de los 350 grafitis hallados en las paredes de esas dependencias de esclavos.
Si bien en este libro sobre emperadores el cristianismo aparece recién sobre el final del período abordado —221 años y 30 emperadores desde Augusto— los mitos en torno a cómo trataban a los cristianos también son sometidos a escrutinio. En el año 100 de nuestra era había unos 7.000 cristianos en Roma; para el año 200 ya eran 200 mil, y los rastros que han sobrevivido hablan más de un tratamiento benévolo —aunque vigilante— hacia ellos, con extraños estallidos de crueldad como el de Nerón del año 64, culpándolos del incendio de Roma. El relato hoy dominante, el de una persecución sistemática de los emperadores hacia los cristianos parece no sostenerse, y es una realidad que “en los primeros dos siglos de nuestra era, la mayoría de los habitantes del Imperio romano no llegó a conocer a ningún cristiano. Y los actos violentos contra ellos fueron locales y esporádicos”.
Otro de los villanos míticos es Caracalla, hijo natural del emperador Septimio Severo que gobernó entre el 2011 y el 2017 tras asesinar al emperador anterior, su hermano Geta. Solía enviar a los gobernadores que no le caían bien a administrar provincias con clima extremo, frío o calor. Siglos después los relatores ya habían consolidado la idea de que había sido un monstruo, que entre otras cosas habría hecho ejecutar a personas que habían orinado en la cercanía de imágenes de emperadores. Sin embargo, “no tenemos palabras, ni sofisticadas ni de ningún tipo, de lo que había detrás de la reforma más radical jamás introducida por un emperador romano”, ya que en el año 212 Caracalla concedió de un plumazo la ciudadanía romana, con los mismos derechos y estatus, a todos los habitantes del imperio que no fueran esclavos, cifra que rondaba los 30 millones de personas. Ya no había diferencia entre gobernantes y gobernados. “Esta fue la mayor concesión de ciudadanía de la historia de Roma, y muy probablemente de la historia universal”. Se ha dicho que la medida perseguía intereses espurios, buscando por ejemplo una mayor recaudación de impuestos, como plantea el famoso historiador Edward Gibbon. Sin embargo Beard considera improbables ésta y otras teorías (no había crisis, la moneda no estaba devaluada), y confiesa con humildad que no se sabe por qué lo hizo. El espíritu de esta revolución de alcance universal se ve plasmado hoy, 1.800 años más tarde, en los 140 mil uruguayos que han obtenido la ciudadanía italiana con plenos derechos.
Otro mito que cae es el del Coliseo como centro de la vida cultural romana, y lugar por excelencia de entretenimiento y presencia masiva del pueblo. El Coliseo es, en realidad, un estadio moderno para la historia de la Roma clásica construido por Vespasiano en el año 80 de esta era, un siglo después de Julio César y Augusto. El verdadero lugar de reunión popular, y de mucha mayor actividad, era el Circo Máximo, un estadio alargado donde se celebraban habitualmente carreras de carros, y que podía albergar hasta 250 mil espectadores (contra los 50 mil del Coliseo). Desde el Palacio, situado al lado, los emperadores llegaban a él y recibían allí la aprobación o desaprobación del pueblo, según el humor o las circunstancias. Mientras el Coliseo albergaba luchas de gladiadores 10 días al año, el Circo Máximo estaba ocupado más de setenta días. Sus restos monumentales todavía se pueden visitar junto al Palatino, y su amplitud permite entrever lo sobrecogedor del espacio.
Si bien Emperador de Roma puede dejar gusto a poco por ese gesto crítico de Beard que discute todo (que es, en toda la regla, una actitud ciudadana), la narración tiene un efecto curioso: el lector se siente más cerca que nunca de una posible realidad imperial romana, y de los entresijos de su cultura política, lo que ayuda a comprender cierta actualidad. “Al trabajar durante tanto tiempo sobre el Imperio romano he acabado detestando cada vez más la autocracia como sistema político y volviéndome al mismo tiempo cada vez más empática no solo con las víctimas, sino con todos aquellos atrapados en ese sistema, desde las capas más bajas a las más altas”. También le permitió comprender que “lo que mantiene viva a la autocracia no es la violencia ni la policía secreta, es la colaboración y cooperación, ingenua o a sabiendas, bienintencionada o no”, de la población.
EMPERADOR DE ROMA, de Mary Beard. Crítica, 2024. Barcelona, 617 págs. Traducción de Silvia Furió. Reseñado en versión ebook.
Poder y seducción
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“Nos abrimos camino entre la gente del palacio imperial, desde los esclavos y sirvientes hasta las amantes y esposas, pero cuando intentamos acercarnos al emperador, él permanece seductoramente fuera de nuestro alcance. Es imposible estar seguros de quién es exactamente”. Mary Beard