Mejor no perder patrimonio

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César J. Loustau

UNA NOTICIA ha conmovido el ambiente arquitectónico y pictórico de nuestro país: el gobierno piensa vender el edificio de nuestra cancillería en Buenos Aires. Antes de desprenderse de las joyas de la abuela, parece sensato recurrir a expertos en la materia, para averiguar su verdadero precio y, luego, evaluar si el valor afectivo y artístico que encierran justifican transferir al mejor postor lo heredado. En el presente caso, todo induce a pensar que no.

El edificio en cuestión posee innegables valores arquitectónicos y estéticos que ameritan que se lo incluya entre los bienes patrimoniales a ser conservados celosamente.

AUTOR CON ABOLENGO. El autor del proyecto fue el arquitecto Mario Payssé Reyes (1913-1988), uno de nuestros más destacados profesionales. Alumno dilecto de Julio Vilamajó fue, luego, por varios años, ayudante de su "Taller" en la facultad hasta que, en 1942, ganó por concurso la titularidad de la cátedra de "Proyectos".

Su taller pronto cobró merecido renombre en virtud de la enseñanza que en él se impartía. Conocedor de los famosos experimentos pedagógicos de Johannes Itten —el celebrado maestro del curso preliminar de la Bauhaus—, Payssé supo adaptar a nuestro medio tales innovaciones. Como el gran docente suizo, Payssé hacía estudiar a sus discípulos los más destacados ejemplos artísticos del pasado y contemporáneos, para deducir las reglas generales que los rigen. La "sección áurea" era analizada exhaustivamente en aquellas clases fermentales. Asimismo, ilustraba a sus alumnos acerca del arte constructivo que Joaquín Torres García, a su regreso al país, comenzaba a divulgar.

Los alumnos de Payssé asombraban a los compañeros alumnos de otros profesores en la facultad, al introducir "murales constructivos" en sus proyectos y hacer un equilibrado uso de los colores cuando, en aquella época, lo usual era la expresión monocroma en gris de Payne, en sepia o en tinta china aguada. Equilibrio de formas y atinada combinación de colores se aprendían en aquel especial taller.

Payssé, consecuente consigo mismo, extendió a la vida profesional aquellas ideas que le eran tan caras. En el año 1952 fue invitado a participar en un concurso de anteproyectos con destino a erigir un "Seminario Arquidiocesano" en la localidad de Toledo, Canelones. Junto con dos ex discípulos suyos (Walter Chappe y Enrique Monestier) triunfó en esa ocasión. El Seminario fue la obra más completa e ilustrativa, en nuestro medio, en cuanto a integración de la arquitectura con las demás artes plásticas. Intervinieron en ella varios de los más dilectos componentes del Taller Torres García, en especial Horacio y Augusto Torres, hijos de don Joaquín. Lamentablemente la obra quedó trunca, sin muchas de las terminaciones previstas, al enajenar la Curia la propiedad. El Estado, que la adquirió, la destinó a Escuela Militar. Por eso, los vitrales que debían a adornar la capilla quedaron sin ejecutar.

En 1974 Payssé se presenta a otro concurso y también lo gana: la sede de nuestra embajada en Brasilia, que diseña junto con otros ex discípulos. Esta vez fueron Perla Estable, Nayla Laxalde y Carlos Pelufo quienes lo secundaron.

EDIFICIO EN BUENOS AIRES. Pocos años después, en 1978, el gobierno decide construir un edificio para nuestra cancillería en la capital porteña, en un terreno esquina con frentes a la avenida Las Heras y la calle Ayacucho. Según se supo, las autoridades comunales bonaerenses iban a modificar el código de construcción —restringiendo la altura permisible— en la zona en que está enclavado el predio. Por lo tanto, había que obrar con presteza y presentar los planos al Municipio antes del cambio de la reglamentación. Quedaba descartado, entonces, instaurar un nuevo concurso a esos efectos y se decidió contratar directamente al equipo triunfador en el de Brasilia, para que diseñara a todo trapo la nueva sede. Así fue como, en poco más de un mes, se presentaron los planos a las autoridades competentes.

La construcción comprende dos subsuelos, planta baja y catorce pisos altos. Realizado enteramente en hormigón a la vista, sigue, en ese sentido, la corriente estilística de la cual fue precursor en el mundo Vilamajó con la Facultad de Ingeniería del año 1937. (Le Corbusier pretendía ser pionero en la utilización del "béton brut", pero su Pabellón de Marsella es de 1946, es decir, casi una década posterior al ejemplo nativo).

Como Vilamajó lo hizo en el edificio del parque Rodó, Payssé ornó los paramentos de hormigón, con pequeños prismas salientes, hechos con el propio material, y matemáticamente espaciados según "series armónicas". Este expediente de animar las fachadas con resaltos —cuyas sombras arrojadas dan interés y dramatismo cuando la luz es rasante—, don Julio lo había ensayado en su propia vivienda de la calle Domingo Cullen, inspirado, seguramente, en la célebre "Casa de las Conchas" en Salamanca.

Evidentemente, si Payssé distribuyó dichos elementos prismáticos en ambas paredes exteriores —ateniéndose a estrictos cánones estéticos ya conocidos por Leonardo da Vinci y Luca Pacioli—, la composición volumétrica y el diseño y organización de las fachadas le merecieron no menor estudio.

Además, Payssé —ferviente propulsor de la fusión de la arquitectura con las otras artes plásticas— previó, desde un comienzo, incluir en el edificio diversas muestras del arte torresgarciano. Por eso, reservó determinados muros para ser engalanados con ellas. Confió la ejecución de tales obras a los distinguidos integrantes del "TTG" Julio Uruguay Alpuy (quien realizó tres estupendas pinturas murales), Edwin Studer (autor de dos bajorrelieves en hormigón) y José Collel (que acompañó a una fuente con un hermoso mural en mosaicos policromados) en el tercer piso —que justamente merece destacarse—. Hasta allí el edificio ocupa toda la superficie del predio; encima, arranca una torre, de menores dimensiones, que culmina en el piso catorce.

En definitiva: se trata de un edificio sobresaliente desde el punto de vista arquitectónico, complementado por obras artísticas de extraordinario valor. Parece lógico que en la Argentina y en el Brasil, las sedes de nuestras respectivas representaciones diplomáticas sean especialmente dignas. El edificio es de todos los uruguayos, y no parece producto de una meditada decisión desprenderse de él porque su costo de mantenimiento es elevado, sin antes intentar financiar, de alguna manera, el gasto. Sería muy triste que en el futuro tuviéramos que lamentar otro cercenamiento de nuestro patrimonio cultural y artístico. l

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