Michel Houellebecq sobre el terror de H. P. Lovecraft

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Ombú

El retorno del escritor francés

Como arquitecto de un mundo inhabitable, el maestro del terror H. P. Lovecraft es abordado por el escritor francés Michel Houellebecq, con prólogo de Stephen King.

Cuando un buen escritor escribe un ensayo sobre otro grande el resultado suele ser acorde (Vargas Llosa o Barnes sobre Flaubert, Elizabeth Hardwick sobre Melville, Fernando Vallejo sobre José Asunción Silva, Mariana Enríquez sobre Silvina Ocampo), izado en hombros de la admiración, la solvencia y la pasión. Muy joven, a los dieciséis años, Michel Houellebecq leyó a H. P. Lovecraft y en 1988 comenzó a escribir sobre él: le sorprendió el materialismo y el racismo que planeaba sobre los textos de un autor de culto que había generado una sucesión de epígonos menores, cayó ante el embrujo de atmósferas hiperadjetivadas y un motor interno, obsesivo, que las sostenía a fuerza autoridad narrativa. Y escribió un ensayo, ahora traducido por Anagrama y engordado por un prólogo de 2004 de Stephen King, maestro del horror y prologuista de lujo.

La idea de King del terror: ¿cómo sería encontrar en una vidriera de anticuario la almohada sobre la que descansaba Lovecraft? ¿Alguien expondría sus sueños nocturnos o diurnos sobre la misma? Stephen King presenta, sitúa y a la vez cuestiona algunos puntos del formidable ensayo de Houellebecq. Que Lovecraft tuviera o no desinterés por el sexo o por las relaciones de pareja no le parece relevante para explicar una literatura. King saluda, con una reverencia de adulto, el escapismo imaginativo con que Lovecraft miró y cuestionó la realidad. Celebra la capacidad —misma que tiene él y que tiene Houellebecq en lo suyo— de contar historias por encima de los marcos teóricos.

Hay párrafos de King que merecen transcribirse enteros: “Pero dejemos atrás todo ese rollo psicológico y sociológico. Son básicamente chorradas, trabajitos con los que tener entretenidos a los infiltrados en la casa de la literatura, esos académicos cagados (cada año hay más) que se agarran a un clavo ardiendo con tal de no hablar de historias, lenguaje e imaginación (el dulce ADN de la narrativa) porque eso les hace sentirse incómodos, los expone a la estremecedora posibilidad de tener que dar una clase de cincuenta minutos sin apenas notas y de ver cómo se ciernen sobre ellos los horrores de verdad: silencios incómodos y los ojos de los alumnos clavándose en ellos”.

Un tipo raro

En esta declarada antibiografía, Houellebecq afirma que Howard Phillips Lovecraft “es un ejemplo para todos los que quieren aprender a malograr su vida y, llegado el caso, a triunfar con su obra”. Que consiguió lo primero no cabe duda si uno calibra con la mirada de la “normalidad”: nacido en 1890 en Providence y muerto por cáncer en 1937, nunca logró un trabajo estable ni vivir de la literatura, pasó estrecheces económicas constantes, y su único matrimonio y relación conocida —con Sonia Greene, una divorciada judía siete años mayor que él— duraron poco; se conocen en 1921, se casan en 1924, se abandonan en 1926 y se divorcian tres años después. Es a partir de la segunda mitad de la década del veinte que escribe sus obras mayores (La llamada de Cthulhu, El caso de Charles Dexter Ward, El color que cayó del cielo, El horror de Dunwich, En las montañas de la locura, La sombra sobre Innsmouth) pero sin lograr triunfar más que dentro de un círculo de amigos y admiradores, de algunos de los cuales dependió que su nombre no pasara al olvido.

El retrato de Houellebecq no se desprende de los lugares comunes que señalan al ermitaño de Providence como un individuo afable pero tímido, respetuoso en las formas pero racista y xenófobo, seguro de su derrotero creativo y sus obsesiones, misántropo a tiempo completo, sugeridor de pautas que no seguía, etc. Hay una evidente simpatía por parte del francés, que comparte algunos de esos renglones. Y que entiende cómo es que Lovecraft consiguió erguirse en el tiempo y plantarse, él solo y su mundo, en esquinas del horror que prescinden de estrategias básicas. Prescinde, por ejemplo, de una consciente y dosificada administración del suspenso, de la generación de una empatía entre lector y personajes a punto de ser sacrificados, o del remate jugoso, estridente, o con vuelta de tuerca. Houellebecq lo mide en estos términos: “Toda gran pasión, ya se trate de amor o de odio, termina produciendo una obra auténtica. Podemos lamentarlo, pero hay que reconocerlo: Lovecraft se sitúa más bien del lado del odio; del odio y del miedo. (…) Logró transformar su asco por la vida en una hostilidad activa”.

Una obra auténtica

El proceso transformador de Lovecraft es total. Borra de un plumazo la realidad que lo perturba, aleja, asquea, y construye un mundo perturbador y asqueante, pero totalmente diferente. Que cada lector busque (y encontrará) el objeto real al que acomodar los monstruos. O la monstruosidad, sin rostro o nombre, solo un compendio de atmósferas con resultado de deterioro irreversible y patética muerte. La atemporalidad de los mundos lovecraftianos impacta; sus miedos vienen de abajo, de arriba y de adentro: lo mismo puede caer una solitaria comunidad rural como en el corazón de una metrópolis. Un solo ejemplo basta: en El color que cayó del cielo un funcionario recoge información para construir una represa en un pueblo. Los informes no son auspiciosos, años atrás algo misterioso venido del espacio determinó transformaciones inauditas en la flora y fauna del lugar y la muerte sucesiva y horrenda de los miembros de una familia. El pueblo asistió curioso pero indolente al drama, y este viene contado por un sobreviviente que quedó algo trastocado. ¿Lo que cayó del cielo se agotó? Nunca. Una vez instalado el Mal en los universos de Lovecraft, nunca se extingue del todo. Como esas películas de terror que reclaman un “continuará”, el estadounidense no establece el cierre compensatorio y feliz.

Finalmente, Houellebecq señala un punto fundamental de la creación literaria de un individuo que no salió de su país y apenas salió de su pueblo (para conocer una ciudad que odió, Nueva York): la arquitectura de sus ficciones, edificios pesadillescos y fastuosos. Lo dice así: “La arquitectura de H.P. Lovecraft, como la de las grandes catedrales, como la de los templos hindúes, es mucho más que un juego matemático de volúmenes. […] Es una arquitectura viva, porque se basa en una concepción viva y emocional del mundo. En otras palabras, es una arquitectura sagrada”. Es en el término “sagrado”, en esa alusión —hoy devaluada, incomprendida— a lo que está por encima de las posibilidades humanas, que hay que buscar a Lovecraft, dejarse invadir, aceptar el culto, o huir para siempre.

H.P. LOVECRAFT. Contra el mundo, contra la vida, de Michel Houellebecq. Anagrama, 2021. Tr. de Encarna Castejón. Barcelona, 130 págs.

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