Un clásico sobre los crímenes del colonialismo
La novela El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad fue la que mejor retrató los crímenes del colonialismo en África. Llega una nueva traducción anotada por Jorge Fondebrider.
El poeta y escritor argentino Jorge Fondebrider ha traducido y anotado una nueva edición de El corazón de las tinieblas, que acaba de publicar en Buenos Aires la editorial Eterna Cadencia. El clásico de Joseph Conrad lleva en español más de treinta ediciones con y sin los agregados biográficos, notas aclaratorias y anexos que suelen acompañarlo, dado que se trata de una obra de imaginación basada en la experiencia del autor en el Congo, cuando fue contratado para conducir un barco por la Compañía belga del rey Leopoldo II, una empresa criminal que con excusas civilizatorias extrajo caucho, marfil y resina de copal, exterminando a ocho millones de nativos.
El enriquecimiento inmoral de Leopoldo II fue ampliamente difundido por el irlandés Roger Casement, que en 1904 inició una denuncia internacional y dos años más tarde puso fin al genocidio, pero los motivos de Conrad para aceptar el empleo siempre requirieron explicaciones porque si no adhirió públicamente a la campaña de Casement, como lo hizo Mark Twain o Arthur Conan Doyle, y alegó ser “solo un pobre novelista”, es inocultable que su relato dio forma al testimonio más perdurable de las aberraciones cometidas.
Después de navegar muchos océanos y escribir una obra portentosa, nadie tildaría a Conrad de cobarde, ni de insensible a las miserias y debilidades humanas. Su espíritu conservador y su vocación anglófila, de origen eslavo, lo alineó con el imperio británico cuando el imperio lucía las credenciales de la civilización. Es, precisamente, el centro más discutido de El corazón de las tinieblas. En su prólogo, Jorge Fondebrider apunta las acusaciones de quienes vieron en la obra un texto crítico con la colonización belga pero de afirmación imperialista, y quienes la defienden con argumentos anodinos. Incluso en lo formal, recoge el juicio implacable de Harold Bloom, que vio una “propensión única a la ambigüedad” y la limitación de “un oscurantismo involuntario” que le permitió alcanzar parte del poder del mito.
Y sin embargo, el propio Conrad da una señal clara de su posición cuando en el inicio del relato evoca el antiguo encuentro de los romanos con los salvajes britanos: “…piensen en un joven ciudadano honesto de toga —ya saben, uno que quizás le dio mucho a los dados—, que llega acá en la comitiva de un prefecto o de algún recaudador de impuestos, o incluso de algún comerciante, con el objeto de restablecer su fortuna. Desembarca en un pantano, marcha a través de bosques, y en algún puesto interior siente el salvajismo. Lo rodea el mayor salvajismo: toda esa vida misteriosa y silvestre que se agita en el bosque, en las selvas, en los corazones de los hombres salvajes. No hay ninguna iniciación en tales misterios. Tiene que vivir en medio de lo incomprensible que también es detestable. Y que también ejerce una fascinación que va a actuar sobre él. Ya saben: la fascinación de la abominación. Imagínense el creciente arrepentimiento, el deseo de escapar, la impotente repulsión, la capitulación… el odio”. El itinerario del agente Kurtz, cuyo destino vertebra la trama del relato, se muestra en estas líneas de un modo transparente, y también la visión de Marlow sobre la sangrienta empresa de Leopoldo II: “Presten atención, ninguno de nosotros se sentiría exactamente así. Lo que nos salva es la eficiencia… la devoción por la eficiencia…” “La conquista de la tierra, que mayormente significa arrebatársela a los que tienen un color de piel distinta de la nuestra o la nariz levemente aplastada, no es algo lindo cuando uno la observa muy de cerca. Lo único que la redime es la idea. Una idea que subyace en el fondo, no una pretensión sentimental, sino una idea; y en la idea, una creencia desinteresada: algo que puede ser erigido y ante lo que uno puede inclinarse y ofrecer un sacrificio…”. Nada que no fuera la rapiña justificaba la conquista belga del Congo, que se ofrecía al mundo como una empresa humanizadora, y así lo expresa también Kurtz cuando en un rapto de sinceridad escribe al pie de su informe a la Sociedad Internacional para la Supresión de las Costumbres Salvajes: “¡Exterminen a todas estas bestias!” Sin una idea superadora, cuenta Marlow, la humanidad desemboca en el horror.
El inicio de El corazón de las tinieblas es también su omega, y hasta se defiende del implacable juicio de Bloom con la frase que introduce estas reflexiones: “Pero Marlow no era como todos (si se exceptúa su propensión a contar historias), y, para él, el significado de un episodio no estaba adentro, en el interior, sino afuera, envolviendo el relato, del mismo modo que el resplandor circunda la luz, como esos halos neblinosos que a veces se hacen visibles por la iluminación espectral de la luz de la luna”.
La edición
Fondebrider recupera el título tal como se publicó en libro, “Corazón de las tinieblas”, sin el artículo que lo precedió cuando se presentó por entregas en la revista Blackwood’s Edimburgh Magazine durante la primavera de 1899, y salvo escasas debilidades, como en la citada nota de Kurtz: “Exterminen a todos los brutos”, la traducción es solvente y no tropieza con los audaces remolinos del texto original.
Conrad detestaba las febriles parrafadas nerviosas de Dostoievski y sin embargo, nunca estuvo más cerca del genio ruso que en esta intensa nouvelle, distanciada del recorrido incisivo y controlado del resto de sus libros. Su experiencia en el Congo fue demoledora; como otros capitanes, del contrato por tres años solo cumplió seis meses y en diciembre de 1890 regresó a Inglaterra enfermo, después de padecer la malaria y la disentería. Pese a que escribió el libro ocho años más tarde, muchas secuencias se presentan todavía impregnadas de los escalofríos de su viaje, y es esta condición biográfica la que justifica el interés de las notas y anexos.
Fondebrider apoya las suyas principalmente en la edición de Oxford World’s Classics, de Cedric Watts (1990), y en la de Penguin Twentieth Century Classics, de Robert Hampson (1995). Para ofrecer el contexto histórico apela a las investigaciones de Mario Vargas Llosa en torno al reinado de Leopoldo II, a la hora de escribir su novela El sueño del celta, basada en la vida de Roger Casement, y a una selecta bibliografía que acompaña la edición, junto a las ediciones en español y otras listas de libros dedicados a Conrad y a El corazón de las tinieblas.
Como en ediciones anteriores, también anexa el breve Diario del Congo que escribió Conrad durante su viaje, pero el aporte más novedoso es la incorporación de algunas cartas tomadas de The Collected Letters of Joseph Conrad, editadas en varios volúmenes no traducidos a la lengua española y fuente de otras interesantes notas de esta edición.
Por último, tres reproches menores: el río Congo es más relevante por ser el segundo más caudaloso del mundo que el noveno más largo; entre las amistades de Conrad en Londres omite al cercano William H. Hudson (a quien Conrad elogió con un juicio célebre: “escribe como dios hace crecer el pasto”), y entre los escritores devotos de sus libros, a Juan Carlos Onetti.
EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS, de Joseph Conrad. Eterna Cadencia, 2021. Buenos Aires, 240 págs. Traducción anotada de Jorge Fondebrider.