por László Erdélyi
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La ciudad del arte infinito convocaba otra vez, y nunca por un solo evento, siempre varios superpuestos, lo que lleva a descartar con cierta frustración. Sucedió en esta semana de marzo del 2024 previa a Semana de Turismo. Una puesta de la obra teatral El enemigo del pueblo de Henrik Ibsen, con protagónicos de Jeremy Strong (el Kendall Roy de Succesion) y Michael Imperioli (Los Soprano), o la presentación del cantante y compositor Jon Batiste en el teatro Beacon parecían imprescindibles. Pero no, mejor evitar las celebridades y buscar más, en una ciudad donde sobra el talento.
Por ejemplo, esa semana se inauguraba la Bienal del Museo Whitney de Arte Estadounidense —que se abría más allá de su geografía con artistas de China o América Latina—, también se presentaba la mítica cantante de jazz Sheila Jordan con sus impecables 95 años en el Dizzy’s Club del Lincoln Center, o se estrenaba el espectáculo de danza contemporánea The Look of Love en la Brooklyn Academy of Music, con un homenaje al compositor Burt Bacharach. Es que sí, estábamos en el centro del mundo, la ciudad donde está de moda la comida georgiana (la del límite entre Asia y Europa) con sus vinos ancestrales que se remontan a 8.000 años, o que en las antiguas licorerías del Village te ofrezcan varias opciones de Calvados, el destilado de manzana de Normandía, variedad que solo encontrarás en ciertos lugares de Francia.
Mejor que lo real. Una bienal de arte se realiza, como define el término, cada dos años. La última en el Whitney ocurrió al final de la pandemia, y las urgencias simbólicas de los artistas eran otras —muerte, duelo, encierro, violencia, fake news. La edición 2024 le pidió a los artistas que cuestionen la idea de “lo real”. La consigna, entonces, era “Incluso mejor que lo real”.
Recorrer la obra de los 71 artistas lleva su tiempo, y ni que hablar el que toma cada una para poder entrar en lo que proponen, a pesar de que las leyendas junto a cada obra estaban en inglés y en español. Con poca pintura (abstracción, siempre) y mucha experimentación de materiales, video, escultura, con propuestas a veces crípticas y otras más evidentes pero tramposas, pues detrás de la frase o gesto de impacto que atrae al visitante se esconde un mundo de paradojas, siempre incómodas.
Cinco propuestas destacan. El artista-activista Demian Diné Yazhi’ (de origen navajo y que vive en Portland, Oregon) utiliza los relatos del colonizador contra el mismo colonialismo. Sus frases de neón, telegráficas, miran hacia afuera del museo, hacia el río Hudson, a través de una pared toda vidriada (da mucho vértigo pararse allí). Las frases desarman esa vieja idea arraigada entre los occidentales de que la liberación de los pueblos oprimidos provocará un apocalipsis. Un pensamiento evidente en la ciencia ficción occidental, sobre todo en las películas y series de zombies, toda una metáfora de control social. Diné Yazhi’ suele desplegar sus frases en los espacios públicos y marchas, con frases legendarias del tipo “Cada bandera norteamericana es una señal de advertencia” y otras que le han acarreado no poca censura.
La artista mapuche Seba Calfuqueo (Chile, 1991) medita, en su video instalación, sobre la fluidez, literal y simbólica. Busca conectarse con el paisaje donde el pueblo mapuche vive desde hace miles de años en el centro-sur de Argentina y Chile. Hay cascadas, agua, cuerpos que parecen diluirse. Allí, infiltradas, están las estructuras del colonialismo que todavía someten a la cultura mapuche. De forma indirecta también hay una crítica al legado de Pinochet por la falta de regulación y protección del agua, la privación de los derechos queer/trans, y el despojo de las tierras mapuche.
Desde el otro lado del planeta llega el artista de Singapur Ho Tzu Nyen cuestionando el término “Sudeste asiático” acuñado por las fuerzas aliadas que luchaban contra el Japón en 1943. El término sobrevivió y mete en una misma bolsa a 11 países con múltiples lenguas, religiones y realidades políticas. Su video compaginado algorítmicamente se titula “Diccionario crítico del Sudeste asiático”, y corre en loop infinito una y otra vez. Y cerca, muy cerca, la artista nacida en California Diane Severin Nguyen con un viaje muy personal hacia la Masacre de Nanjing, China, donde el ejército imperial japonés asesinó a 200 mil chinos (1937), en una película de 62 minutos donde ella recrea al personaje Iris, de especial candor y magnetismo para dar color a los momentos más más negros de esa tragedia. Hay tristeza, alegría, desasosiego, y también humor negro, como cuando hace bailar música tecno al pelotón de soldados japoneses en una discoteca. La versión ofrecida en la bienal contiene pasajes y reflexiones de la artista que no estuvieron en la versión estrenada en Shanghai debido a la censura china.
La política interna de Estados Unidos no podía faltar. La escultura al aire libre de Kiyan Williams, en la terraza del Whitney mirando hacia el Village, representa la fachada norte de la Casa Blanca que se inclina hacia un lado, hundiéndose en el suelo, y con la bandera norteamericana al revés. Está hecha de tierra, un material natural que para el artista es portador de historia, y que utiliza habitualmente. La erosión y las grietas representan la fragilidad actual en que se encuentra la democracia norteamericana.
Jazz en el cielo y más. La cita era en el Dizzy’s Club, sitio exclusivo en el 5to. piso del Lincoln Center al lado del Columbus Circle. Tiene una vista panorámica al Central Park que cubre todo el fondo del escenario. Tras el anuncio de los integrantes del grupo de Sheila Jordan, se presenta a la cantante “¡Xcr4xtff!” pero de forma ininteligible. Entonces, de pronto, una rubia menuda salta y sube pura energía al escenario.
Claramente no era Sheila. La rubia comenzó a cantar y comentó que, pese al quebranto de salud de Sheila que le impidió estar, ya se encontraba mejor. Y siguió. Poco a poco su voz comenzó a resultar familiar, hasta que dice, como al pasar, “luego de mis 51 años como vocalista de los Manhattan Transfer”... ¡CHAN! ¡Era la legendaria cantante de jazz Janis Siegler, vocalista de ese famoso cuarteto de jazz neoyorquino The Manhattan Transfer! Casi caigo de mi asiento. El resto de la velada fue un in crescendo, Siegler hizo su tradicional imitación de una trompeta con la voz, también un dúo con el contrabajista Harvie S (“¿Hace cuántos años que haces este dúo con Sheila de contrabajo y voz?” le pregunta Janis, y él contesta, con voz mínima, “17”). Fue una velada 10 puntos. Es que claro, a ese nivel, aunque te llamen a las cinco de la tarde para que les salves la noche, tienes todo para hacerla de taquito.
Otra opción fuera del centro habitual, es decir, fuera de Broadway y Manhattan, era la danza contemporánea que llegaba a la Howard Gilman Opera House, una sala de conciertos del edificio principal de la Brooklyn Academy of Music construida en 1908, un enorme teatro algo barroco para más de dos mil espectadores que rezuma estilo y elegancia, en el distrito histórico de Brooklyn. El grupo de danza de Mark Morris, cuya sede está ahí cerca, a dos cuadras del teatro, daría cuatro funciones de su espectáculo The Look of Love sobre catorce canciones del gran compositor norteamericano Burt Bacharach, cuyas inolvidables melodías fueron musicalizadas por grandes artistas desde Barbra Streisand hasta Nina Simone.
La apuesta prometía, no solo para conocer la soberbia arquitectura de esa sala. Ya desde el ingreso se notó que no había turistas entre el público, solo locales y connoisseurs del mundo de la danza, en general mayores (bajamos el promedio de edad, vale decir). Y deslumbró, porque el despliegue de esos bailarines jóvenes en escena, con música en vivo, cautivó del primer al último tema, sobre todo por el natural maridaje que se dio entre la música, con temas tan familiares como “What do you get when you fall in love” o el propio “The Look of Love”, y el color de la escenografía que apostó a tonos pasteles, instalando cierto clima vintage, setentoso. Así, visualmente los bailarines volaban y armaban sus coreografías, los colores se fundían con una plasticidad pictórica, sensual, y la música permitía rememorar, hasta saltar quizá una lágrima. Mucho estímulo y emociones a tropel. Porque quién no tarareó alguna vez una melodía de Bacharach. La voz de la cantante Marcy Harriell, desde el foro, deslumbró y conectó con lo más íntimo de los espectadores con una vocalización precisa, contundente, fluida. Todo era un éxtasis que sería difícil de olvidar.
A la salida, caminando como sobre una nube, quedamos atrapados por la nutrida muchedumbre en el foyer. Luego el chiste inevitable: “¿Cuál es nuestra limusina?” Decenas de esos largos autos entorpecían el tránsito en la Avenida Lafayette esperando a que sus dueños salieran del teatro. Pero no, tras el chiste, los pobres fuimos caminando a la estación de metro de Nevin’s Street, a dos cuadras, para retornar a Manhattan. Era tarde, hacía mucho frío, y la negra soledad calaba en la Flatbush Avenue. Bajar a la estación más, allí, solos, con un homeless que dormía plácido en un banco en medio del andén. Mucho silencio. De pronto, detrás, un pequeño murmullo. “Ahí vienen los demás pobres” dijo Gabriela, y nos echamos a reír. Una pequeña muchedumbre de unos 20, 30 neoyorquinos, que venían de la danza, bajaba hacia el andén mirándonos con una suerte de “si están ustedes, está bien”, muy cómplice. Es la seguridad que otorga la multitud, parte del ADN neoyorquino. Porque en esta maravillosa ciudad el subte volvió a ser inseguro tras muchos años debido a pequeños asaltos, o por la costumbre demente de algunos homeless psiquiátricos de empujar gente desprevenida a las vías cuando llegaba el tren. Durante el día había al menos dos policías por estación.
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El 4 de la línea verde con destino a Woodlawn llegó, casi vacío, para cobijarnos con su traqueteo.