Nuevo libro
Llegó una recopilación de cartas de Charles Bukowski que permite, en cierta manera, armar una nueva autobiografía del escritor.
Con independencia de que nos guste o no Charles Bukowski, de que sus poemas o narraciones sean algo más que catarsis vomitivas, provocaciones o genialidades dignas de un espíritu inquieto, lo cierto es que sostuvo hasta el final una bandera poco izada: la de la coherencia. Muchas de sus reflexiones pueden viajar en el tiempo sin sufrir cambios y llegar enteras hasta hoy. Por ejemplo, lo que figura en esta recopilación epistolar bajo el título La enfermedad de escribir, volumen de cartas escritas entre 1945 y 1993, con destinatarios diversos: colegas, editores, críticos, amigos. El conjunto de cartas permite armar una autobiografía segmentada en la que Bukowski se pasa hablando de su edad, su situación económica y el estado de su hígado, pero también de asuntos más espesos. No es el intelectual de escritorio ni de academia sino el hombre de la calle: “He trabajado en mataderos, de lavaplatos, en una fábrica de fluorescentes, he colgado pósters en el metro de Nueva York, he fregado vagones de mercancías y limpiado los vagones de pasajeros; he sido reponedor, expedidor, cartero, vagabundo, encargado de gasolinera, encargado del coco en una fábrica de tartas, camionero, encargado en una distribuidora de libros, transporté sangre y apreté gomas elásticas para la Cruz Roja; he jugado a los dados, he apostado a los caballos, he sido un loco, un idiota, por dios, no recuerdo todos los trabajos”. Los denomina “trabajos de mala muerte”. Así se presenta en 1964 en una carta a Jack Conroy, escritor y editor. Más que un “ay de mí” es la firma de un combatiente.
Lobo solitario
Ni la pérdida de manuscritos (en general no conservaba copia de lo que enviaba a los editores) ni los numerosos rechazos editoriales le hicieron mella; los asumía con altura y humor. En la relación con sus pares, no daba demasiado crédito ni a los principiantes ni a los consagrados. En una carta de 1956 a la editora Carol Ely Harper escribió: “hay infinidad de escritores que no saben escribir, siguen usando los mismos lugares comunes y fórmulas caducas, y tramas desfasadas, y poemas sobre la Primavera y el Amor, y poemas que se creen muy modernos porque usan jerga y staccato o minúsculas para todo…”. Y en carta de 1972 al editor David Evanier llamaba a Keats “impostor de mierda”, a Sherwood Anderson “torpe y estúpido”, decía de Faulkner que era “más falso que Judas” y retiraba los infinitos elogios que le hiciera a Céline en 1965 para circunscribirlos solo a Viaje al fin de la noche y decir que luego “empezó a rezongar como un ama de casa gruñona”. Rescataba a John Fante y al primer Hemingway, y quizá como un modo de homenaje buscaba nombres de poetas para sus queridos gatos, pero se alegraba de “no ser Norman Mailer, ni Capote ni Vidal ni Ginsberg leyendo con The Clash, y me alegro de no ser The Clash”.
La lápida de Bukowski dice “No lo intentes”, no se sabe bien en relación a qué: la poesía, la escritura en general, el alcoholismo, o simplemente desentrañar quién fue. Murió en California en 1994, enfermo de leucemia, pero había nacido en Andernach, Alemania, en 1920. En 1923 su familia se trasladó a Estados Unidos y allí hizo su “carrera”, palabra que lo habría horrorizado.
Autor de seis novelas, varios volúmenes de cuentos e innumerables poemarios, Bukowski abominaba del profesionalismo y tenía claras las trampas del éxito: “Digamos que un buen escritor norteamericano lo consigue… es decir, ya no tiene que preocuparse por el alquiler e incluso se acostará con tías buenas de vez en cuando. La mayoría ha vivido entre 5 y 25 años en el anonimato, y cuando por fin se les reconoce, se les escapa de las manos. […] ¿Salir en la tele? Por supuesto. ¿De qué quieres que hable? Lo que sea. ¿De la historia del mundo? ¿Del sentido de la vida? ¿De ecología? ¿De la explosión demográfica? ¿De la revolución? ¿Qué quieres saber? ¿Ah, ya ha llegado el fotógrafo de Life? Sí, déjale pasar”. Pero al mismo tiempo que veía con claridad las deudas que el profesionalismo engendra, podía reírse de algunas de sus prácticas al escribir textos promocionales para las contratapas de sus propios libros. La que le propuso en 1971 al editor Lawrence Ferlinghetti para Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones tiene fragmentos delirantes como estos: “Bukowski es el Dostoievski de los 70”; “Muchos críticos aseguran que Bukowski es uno de los mejores poetas vivos”; o “Este libro de relatos es todo un acontecimiento, una genialidad de un escritor de 51 años que se ha mantenido al margen del mundo de las letras…”. Está claro que el humor le permitió salvar mucho desencanto, y que esa enfermedad de la escritura le aseguraba no enloquecer y poder entonar a tientas pero sin desmayo lo que más le importaba: “el hermoso canto del loco”.
El humor y la verdad
La enfermedad de escribir selecciona entre más de dos mil páginas de correspondencia inédita y reproduce numerosos facsímiles de cuando Bukowski escribía a mano y con dibujitos. Casi todas reflejan el tono directo y confesional del autor. En qué medida el género epistolar permite la entrada a la “interioridad” del escritor es difícil saberlo. Bukowski y todos los grandes escritores de cartas (Thomas Mann, Flaubert, Hemingway, Fitzgerald, Kafka) sabían que su personaje estaba siendo construido en ese relato íntimo tanto como en los editados, porque intuían que ese relato iba a ser publicado un día. En 1985, cuando Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones fue retirado de una biblioteca en Países Bajos bajo la acusación de discriminación racial, sexual y de sadismo, Bukowski respondió: “Lo que realmente temo que se discrimine es el humor y la verdad. Si hablo mal de los negros, los homosexuales y las mujeres es porque los que conocí lo eran. Hay demasiadas cosas ‘malas’: perros malos, mala censura e incluso blancos malos, solo que cuando escribes sobre los blancos ‘malos’ nadie se queja. ¿Y hace falta que diga que hay negros ‘buenos’, homosexuales ‘buenos’ y mujeres ‘buenas’?”. Difícil más claridad, convicción y coherencia. Ya lo había dicho años atrás: el escritor debe poder hablar de lo que quiera.
Hacia 1985 Bukowski ya era un consagrado que no tenía que golpear puertas editoriales ni trabajar en la oficina de Correos de Los Ángeles ni vender sus máquinas de escribir para pagar la bebida, pero seguía siendo un lobo solitario y políticamente incorrecto, enemigo del canon. Y seguía pensando lo mismo que en 1954, cuando no era nadie y ya aseguraba en una carta a Whit Burnett que “todo el mundo tiene miedo de ofender o meterse con alguien; los escritores honestos lo tienen complicado”.
LA ENFERMEDAD DE ESCRIBIR, de Charles Bukowski. Anagrama, 2020. Trad. de Abel Debritto. Barcelona, 240 págs.