De magdalenas y vieiras

Recetas de la Belle Époque: el retorno a los sabores y olores a través de la gran novela de Marcel Proust

“A la búsqueda del tiempo perdido” como exploración de la memoria

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Marcel Proust

por Jorge Burel
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Cuando comemos un alimento que hacía mucho tiempo no nos llevábamos a la boca, su sabor tiene el poder de transportarnos a la época y circunstancias en las cuales lo hacíamos con frecuencia. Basta ese solo estímulo para despertar nuestra memoria. Los hechos reviven y se restituyen con su correspondiente tonalidad emocional. Es una de las experiencias más notables que puede hacer vivir la memoria.

Uno de los pasajes más célebres de la literatura del siglo XX contenido en la novela A la búsqueda del tiempo perdido de Marcel Proust (1871-1922), lo describe de una manera insuperable. Sensible, nostálgico y memorioso, el narrador cuenta que una tarde invernal, tras volver a su hogar, el sabor de una porción de magdalena embebida en el té que estaba ingiriendo para templarse desataba una amplísima, pausada y sensible evocación de una importante porción de su pasado. Esa panorámica de un tiempo perdido y recuperado por una vía tan inesperada incluía con todo detalle los lugares más frecuentados, las personas más próximas a su corazón y los episodios que dejaron una huella más profunda en su espíritu. Todo cuanto ocurría era por mediación de ese simple sabor, capaz de construir un puente por encima de los muchos años transcurridos para conectar las cada vez más distantes riberas del pasado y el presente. El narrador descubría con emoción que los episodios de una niñez que le parecía perdida habían quedado preservados, como esos insectos atrapados en un lejanísimo pasado dentro de una lágrima de ámbar. Proust emplearía muchas páginas para evocar su niñez, aunque serían solo una pequeña parte de todas las que emplearía para rememorar una vida como parte de un colosal y genial empeño novelístico.

Con estas palabras describía el preciso instante en el cual aquel pasado lo asaltaba: “Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que le causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo”.

La tía Leónie. La explicación de la conexión entre el sugestivo sabor de la magdalena mojada en té y el cúmulo de recuerdos que le estaba asociado radicaba en que mucho tiempo antes de esa tarde invernal, cuando era un niño, cada domingo de mañana una tía llamada Leónie le daba a comer eso mismo que acababa de degustar tantos años después, cuando aquellos encuentros estaban olvidados. Antes de ir a misa, el niño la visitaba en el dormitorio donde se encontraba desayunando. Proust explicaba a sus lectores que la magdalena era “un bollo corto y abultado” con la forma de una “coquille Saint-Jacques”, nombre que los franceses dan a la vieira. Se trata de un molusco bivalvo comestible cuya concha, incidentalmente, es el símbolo de los peregrinos que van de camino a Santiago de Compostela. Esa concha presenta en sus valvas unos pliegues que dibujan un haz. Podría utilizarse un molde distinto, cualquiera resultara su forma, y lo esencial de la magdalena, su textura y su sabor, no cambiaría.

Shirley King, autora de Comiendo con Proust, Recetas de la Belle Époque, un muy amplio repertorio de las comidas mencionadas a lo largo de la extensa novela y servidas en la mesa de los hogares burgueses de Francia en vida del escritor, da la lista completa de los ingredientes que intervenían en su elaboración y describe los pasos a seguir para transformarlos, sin demasiado trabajo, en la magdalena descrita y saboreada por el autor. Se requieren harina, sal, huevos, azúcar, esencia de vainilla o agua de azahar, la cáscara rayada de medio limón, manteca sin sal y azúcar impalpable. Una vez procesados, se pone la masa resultante en un molde enmantecado y se lleva al horno durante quince minutos. La magdalena queda pronta. Solo habrá que sacarla del horno, dejarla enfriar y desmoldarla. Si se quiere repetir la experiencia vivida por Proust —una degustación con un fuerte sabor literario para quien haya leído su gran obra— deberá hacerse, además, un té de tilo y mojar en él un trozo de la magdalena. No provocará, como es obvio, el mismo efecto evocador que la experiencia tuvo en el escritor, pero seguramente existirá algún otro sabor, u olor, que podrá llevarnos como por ensalmo a lugares de nuestro pasado y a las emociones y sentimientos que le estuvieron asociados.

Camino de Santiago. La “coquille de Saint-Jacques”, cuya forma reproducía el molde de la magdalena de Proust, tiene otros empleos en la cocina. La vieira es pariente de las almejas y las ostras. En una de sus preparaciones el molusco es extraído y luego vuelto a su concha para su cocción en el horno. Para ello se lo empana y se lo acompaña de un sofrito de aceite, ajo y pimentón.

Con su simple y hermoso diseño, la concha de la vieira resulta un motivo destacadísimo en Santiago de Compostela, el símbolo de los peregrinos que la visitan desde tiempos inmemoriales haciendo a pie del denominado Camino de Santiago desde Francia, en el otro extremo de España. Como es sabido, tras ingresar por la frontera cruzan de Este a Oeste la península para concluir su viaje en la hermosa ciudad y ante la tumba del santo. Motivo de la peregrinación, sus restos reposan en la catedral desde el legendario arribo a esas tierras. Llegaron a Iria Flavia, en las afueras de Santiago, a bordo de una balsa de piedra que flotaba milagrosamente sobre las aguas del mar. El periodista y gastrónomo gallego Julio Camba cuenta que un caballero, encomendado de recibirla, llegó demorado a Padrón, su anterior escala, y tuvo que seguirla desde allí a Iria Flavia montado en su cabalgadura a través del mar para cortar camino. Por haber galopado por su fondo, el caballo resultó al cabo completamente cubierto de vieiras. A partir de allí la concha del molusco pasó a ser el símbolo de los peregrinos. Si no es cierto, igual está bien contado. Eso hacen precisamente las leyendas: contar bien.

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