Un absurdo de los bienpensantes

Ni Mark Twain se salva: reescribir los clásicos es un pecado capital

Roald Dahl, Agatha Christie y Mark Twain han caído bajo la mirada acusadora, casi censora

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Roald Dahl, autor de "Charlie y la fábrica de chocolates", bajo la mirada de la censura bienpensante. Dibujo de Ombú (detalle).

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por Laura Chalar
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La discusión no es nueva, pero ha cobrado ímpetu a la luz de la intención anunciada por la editorial Penguin de modificar el texto de diversos libros del autor infantil Roald Dahl, fallecido en 1990, para adecuarlos a la sensibilidad de los tiempos que corren. Las principales modificaciones tienen que ver con las descripciones de sus personajes, eliminando adjetivos como “feo” y “gordo” (este último sustituido por “enorme”, que por algún motivo se considera menos ofensivo). Algunos personajes se han vuelto de género “neutro”: los Oompa Loompas de Charlie y la fábrica de chocolate, que eran “hombres pequeños” en la versión original, son ahora “personas pequeñas”. El adjetivo “negro” se elimina hasta cuando refiere a objetos inanimados. Se agrega una oración a “Las brujas”, cuyos personajes son calvos y usan peluca, para explicar, provechosamente, que hay muchas razones por las cuales una mujer puede usar peluca y que no hay nada malo en ello (cabe imaginar lo entretenidos que deben ser para los niños estos agregados “didácticos”, insertos a presión en medio de una historia atrapante y divertida).

En la página de legales de las últimas ediciones de Dahl aparece el siguiente texto, con potencial para hacer sonrojar a cualquier tirano de distopía real o ficticia: “Las maravillosas palabras de Roald Dahl pueden transportarte a diferentes mundos y presentarte los más fantásticos personajes. Este libro fue escrito hace muchos años, y por tanto revisamos regularmente el lenguaje para asegurar que pueda seguir siendo disfrutado por todos hoy”.

El pasado ya no es, como quería L. P. Hartley, un país extranjero donde las cosas se hacen diferente: es una comarca atrasada y avergonzante que sólo se puede visitar con el salvoconducto de un riguroso proceso de desinfección y limpieza. El pasado no puede ser abordado en sus propios términos, sino que debe ser blanqueado a la cal.

En la misma línea, la editorial Harper Collins anunció que las novelas de Agatha Christie han sido revisadas y expurgadas para eliminar términos potencialmente ofensivos. Referencias a la religión judía de un personaje o al “estilo gitano” de otro han sido obliteradas. También se ha recortado un pasaje donde un personaje exclama que le dan asco los ojos y las narices de los niños.

Mississippi en llamas.
La suerte que están corriendo Dahl y Christie ya le había tocado a Mark Twain y su dúo de muchachos aventureros, Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Son libros icónicos que han forjado el amor por la literatura de varias generaciones de niños lectores, y cuya sostenida vigencia quizá se deba a que, como observaba Borges, “Huckleberry Finn no quiere otra cosa que copiar unos hombres y su destino”.

Hace más de diez años, algún iluminado decidió publicar una edición de esta obra de Twain donde la palabra “nigger” —término peyorativo comúnmente usado en los estados del sur de los EEUU para referirse a las personas negras— era sustituida por “esclavo”. Poco importó que los dos términos no fueran sinónimos (en aquella época no todos los negros eran esclavos, ni, por cierto, todos los esclavos eran negros, en parte debido a la brutal práctica de los amos blancos de violar a las mujeres africanas, de cuyos hijos eran por ley propietarios).

Menos aún importó que la expresión fuera usada por Twain en el contexto de la particular forma de hablar de sus personajes y para ilustrar los comportamientos sociales en la cuenca del Mississippi, región donde la obra transcurre, en las décadas previas a la Guerra Civil norteamericana (1861-1865). Que el libro satirice el racismo —difícil hacerlo si primero no se lo exhibe— tampoco interesó a los censores.

La obsesión por moldear el pasado a las formas de pensar del presente ha dado nacimiento a un nuevo oficio, el de sensitivity reader o “lector de sensibilidad”, que es básicamente un cazador de agravios reales o potenciales. Se trata de un revisor especializado que, en forma previa a la publicación, puesta en escena o reedición de un libro, obra dramática o guión, intenta detectar expresiones o estereotipos con la aptitud para ofender al público, y sugiere cambios.

Entrevistada por la revista Vice, Philippa Willitts, “lectora de sensibilidad” que cubre las áreas de discapacidad y LGBTQ+, explica el creciente interés de las editoriales por sus servicios: “Creo que los autores no quieren publicar un libro y luego encontrarse en medio de una tormenta en Twitter, o darse cuenta a través de reseñas de Amazon de que se han equivocado masivamente en algo. Soy, simplemente, una editora más especializada, porque quizá el editor no tenga el background que tengo yo”.

Si bien Willitts niega que esta actividad pueda devenir censura, es revelador que observe, refiriéndose a Roald Dahl, que “La cuestión más amplia es que (Dahl) es un autor cuya familia se ha disculpado por su antisemitismo. ¿Realmente es alguien en quien la literatura infantil todavía quiera enfocarse?”

Cuando el escándalo estalla después de la publicación, a veces es tarde para la expurgación u otro curso de acción que permita “salvar” la obra, y se ingresa en el terreno de su cancelación o, peor aún, la de su autor. Esto fue lo que le sucedió a la escocesa Kate Clanchy, cuyo libro autobiográfico Some Kids I Taught and What They Taught Me (“Algunos niños a quienes enseñé y lo que me enseñaron”, no traducido al castellano), basado en sus experiencias enseñando poesía en escuelas estatales del Reino Unido, fue fustigado en las redes sociales y otros ámbitos por contener estereotipos étnicos o raciales (“nariz askenazi”, “estatura somalí”, etc.). La editorial Picador, que publicara a Clanchy por más de veinte años, aceptó las objeciones —que describió como “instructivas y perspicaces”— y retiró el libro. Clanchy, quien niega cualquier imputación de racismo, rompió el vínculo y buscó un nuevo editor, Swift Press, emprendimiento creado en 2020 que, según algunos, apunta a un catálogo “anti cultura de la cancelación”.

Algunos padres de niños que tuvieron a Kate Clanchy como docente se han quejado de que la cancelación del libro ha traído como consecuencia la de los poemas creados por sus hijos en las clases de la escritora, que también iban a ser publicados. Los niños perjudicados pertenecen, en muchos casos, a los mismos grupos étnicos que se acusa a Clanchy de estereotipar.

Un agente literario anónimo citado por The Guardian resume con relación al affaire Clanchy: “Ha ocurrido un daño, y ahora todo el mundo tiene miedo”.

La escritora Francine Prose —en un reciente artículo también publicado en el Guardian es contundente: “Creo que está mal reescribir las palabras de un autor, vivo o muerto, sin su permiso. Los escritores trabajan duro para que sus oraciones salgan bien. (…) Las sugerencias de mejoras son bienvenidas en la etapa larval de un libro. Pero meterse allí a revolver sin permiso debería ser el octavo pecado capital”.

El anuncio de la sanitización de Roald Dahl generó tal revuelo —hasta el premier británico Rishi Sunak, el escritor Salman Rushdie y la reina Camilla tuvieron palabras críticas al respecto— que la editorial anunció que seguiría publicando las versiones originales junto a las expurgadas. Parece que todavía queda algo de sentido común en este sufrido planeta.

Como ha señalado Jonathan Hiatt en The Metropolitan, “cuando eliminamos del canon literario obras que otros consideran ofensivas, racistas y demás, nos perdemos la oportunidad de abordar temas y materias sensibles de una forma crítica o valiosa. Donde no hay discusión ni debate, no hay oportunidad de cambiar corazones y mentalidades y aprender del pasado. La cultura de la cancelación no disminuye el estigma de una historia difícil. Más bien al contrario, la cultura de la cancelación amplifica la mancha de un pasado complicado, y esa mancha se vuelve más visible cuanto más tratamos de borrarla. (…) La idea de que no abordar la literatura que podamos encontrar ofensiva mágicamente resultará en personas más sensibles, iluminadas, ‘progres’ y menos racistas, es una falacia”.

El problema Shylock.
Un buen ejemplo del valor del debate es la discusión suscitada en torno a El mercader de Venecia, pieza dramática escrita por William Shakespeare en 1596, uno de cuyos protagonistas, el prestamista judío Shylock, hizo correr ríos de tinta sobre la cuestión del antisemitismo.

Según recuerda Brandon Ambrosino en un artículo publicado en el Smithsonian Magazine, para el gran Harold Bloom —como para muchos otros críticos— la obra era “profundamente antisemita”. Ciertamente, los directores teatrales alemanes de la época del nazismo no se privaron de sacarle el jugo al potencial antijudío de El mercader…

Otros opinan que no es casualidad que Shakespeare haya asignado al personaje judío el parlamento más hondamente humano y conmovedor de la obra. “¿Un judío no tiene ojos? ¿Un judío no tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Acaso no es alimentado con la misma comida, herido por las mismas armas, víctima de las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y refrescado en el mismo invierno y verano que un cristiano? Si nos pinchan, ¿no sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿no reímos? Si nos envenenan, ¿no morimos? Y si nos ofenden, ¿no habremos de vengarnos? Si somos iguales a ustedes en lo demás, también nos pareceremos en eso”.

Para Michele Osherow, “incluso si odias a Shylock, cuando hace esas preguntas, se produce un cambio: formas una alianza con él, y no creo que jamás te recuperes realmente de ella”. Por su parte, los personajes cristianos —Antonio, Basanio, Graciano, la propia Porcia— no son precisamente dechados de virtudes, ni ejemplifican valores como la generosidad o la misericordia. Shakespeare los pinta con colores desagradables, y sólo una lectura muy superficial de la obra podría visualizarlos como “héroes”.

Entablar un debate requiere lectura, involucramiento e inmersión en la obra, y mirar de frente a sus aspectos más problemáticos o menos amigables. La recompensa será una profundización de la experiencia que ofrece Shakespeare. Y ésta, unida a la potencia y belleza de sus palabras, es lo que hace del Bardo el principal dramaturgo que la Humanidad ha tenido.

El lector habrá percibido cuál es la postura de esta cronista respecto de la literatura sanitizada con que la modernidad —haciendo gala de un totalitarismo que sería ingenuo si no fuera tenebroso— pretende alimentarnos forzadamente. Dejemos en paz a los escritores, no sólo a los contemporáneos —que al menos tienen, como Clanchy, la opción de buscarse otro editor si el suyo no los respalda— sino también, y en especial, a los que les precedieron. Hay que disfrutar de su talento, entender el contexto sociohistórico en el que trabajaron y no soslayar la discusión de las ideas cuestionables, si las hubiera. Los lectores no merecen ser subestimados, y esto corre tanto para adultos como para niños; estos últimos, obviamente, guiados por sus mayores en la lectura y el análisis. Porque, como dice Prose a propósito de Dahl, reescribir a un autor después de su muerte es como “pintarle ropa a los cuerpos de la Capilla Sixtina”.

El humor, un antídoto.
La publicación humorística El Mundo Today difundió la falsa noticia de que expresiones de las obras de Agatha Christie tales como “aquí hay un muerto” serían sustituidas por “aquí hay una persona en situación de muerte”. Y ello porque los homicidios en la ficción ofenden la sensibilidad del lector y “son cosas de los años cincuenta”.

El humor es un buen intento para exponer el absurdo de la idea de reescribir los clásicos, tan de moda entre gente que lee poco, o no lee.

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