Retorno a casa

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Flora, Rembrandt van Rijn, 1634  © State Hermitage Museum, St. Petersburg

MAESTROS HOLANDESES EN RUSIA

Tras 300 años en Rusia, varios maestros holandeses vuelven a su madre patria, entre ellos Rembrandt. El escritor Cees Nooteboom relata los pormenores.

Flora, Rembrandt van Rijn, 1634 © State Hermitage Museum, St. Petersburg
Las pinturas llegan a Ámsterdam. Foto Evert Elzinga
Retrato de un hombre, de Frans Hals, 1660. © State Hermitage Museum, St. Petersburg
Vaso con limonada, de Gerard ter Borch, 1660-1670. © State Hermitage Museum, St. Petersburg

Una explosión de talento y dinero produjo en el siglo XVII en Holanda varios millones de pinturas. Los artistas y los estilos florecían, y algunos maestros como Rembrandt cambiaron la pintura para siempre. Los zares y otros coleccionistas rusos compraron unos 1.500 cuadros que hoy están en la colección del museo Hermitage de San Petersburgo. La gran mayoría de esos cuadros no volvieron a su país en más de tres siglos. El Hermitage decidió exponer en Ámsterdam 63 cuadros de esta colección hasta mayo de 2018. El escritor Cees Nooteboom cuenta los preámbulos de esta movida.

"Los holandeses han dominado el arte del color en sus matices y contrastes: eso les permite pintar la luz misma, por decirlo de alguna manera".
?A. Stroganov (1733-1811), coleccionista ruso.

Es un anochecer primaveral en San Petersburgo, el sol ya no está allí, pero la luz todavía perdura en los árboles y en los edificios. Esa mañana dejé Turín, un taxi me llevó a través de la ciudad, fue un viaje largo y a través de las ventanas del auto vi los edificios de una ciudad del norte de Italia, sin saber que unas cinco horas más tarde me encontraría en otro taxi siendo llevado a través de otros edificios que de forma sorprendente me recordaban a aquellos edificios italianos. No hay nada extraño en ello, el zar trajo arquitectos italianos para construir su ciudad de maravillas, media Europa separa a estas dos ciudades y yo no estaba preparado, sentí por un momento que seguía todavía en la misma ciudad, pero a medida que me acercaba a la plaza donde me quedaría, esa ilusión comenzó a disminuir, la escala era diferente, todo era más ancho, todo era de pronto más poderoso, y la catedral de San Isaac con su inmenso domo dorado y sus altas y relucientes columnas rojas me dejó en claro que ya estaba en otra parte. Luego de una vida viajando estaba en Rusia por primera vez, en la ciudad de Dostoievski y Nabokov, Pushkin y Gogol para empezar, mi hotel era viejo y grandioso, se llamaba como Inglaterra pero estaba escrito en francés, Angleterre, y espero que me perdonen si por un momento olvidé en qué época me encontraba.

Todo era a la vez familiar y extraño, había lugares con grandes vacíos rodeados por palacios y edificios enormes, muy teatrales y seguros de sí mismos, Europa y todavía no, esas plazas fueron construidas para gente a caballo o en carroza y como peatón me sentía transparente. Caminé fuera del hotel vagando en dirección hacia donde el río Nevá debería estar, detrás del interminable edificio de El Almirantazgo, una imagen como en sueños de color amarillo, en la calma del anochecer, que hablaba de otros tiempos, en el crepúsculo dos niñas pasaron a caballo como si hubieran adivinado lo que estaba pensando y les pregunté con optimismo por el Nevá y me dijeron que debía caminar más hacia la derecha, hacia el agua oscura que fluía por debajo del Puente del Palacio. En la orilla distante pude ver enormes edificios en la isla Vasílievski y más lejos a la derecha la fortaleza de San Pedro y San Pablo, sus murallas en ángulo cortando el agua. Era muy tarde para caminar hasta el otro lado, di la vuelta y no, no tuve una visión, y sí, vi el Palacio de Invierno y al mismo tiempo recibí la respuesta a la pregunta en un diálogo que Paul Valéry escribió en los años 20 en el que, vía Valéry, el Fedro que conocemos del famoso diálogo de Platón inicia una vez más una conversación con Sócrates luego de más de dos mil años, y en el que Fedro le cuenta a Sócrates que todavía sigue crítico y curioso, y también le habla del arquitecto Eupalinos que sueña con diseñar un edificio matemáticamente tan perfecto que se ha convertido en música o, para explicarlo de forma más simple, en un edificio que puede cantar. Lo leí hace tiempo como una forma elevada de abstracción, una metáfora ambiciosa, pero ahora de pronto acabo de entenderla.

El edificio en la distancia delante de mí, el Palacio de Invierno donde se encuentra el museo Hermitage, el alto, exuberante edificio con sus adornos dorados y sus delgadas columnas blancas, estaba cantando. No tenía forma de saber si sería igual de día pero aquí, ahora, como entre un sueño y un milagro, parecía llamar de la distancia como una Sirena. Cosas extrañas le pueden ocurrir a los cansados viajeros al final de un largo día, el arquitecto de Valéry y el matemático Eupalinos, que nunca existieron, se materializaron en la persona de Francesco Bartolomeo Rastrelli, que compuso ese Palacio de Invierno entre 1754 y 1762. No quería estropear el sueño acercándome demasiado y caminé, por la plaza del Palacio y el inicio de la avenida Nevski, de vuelta a mi hotel.

Al día siguiente tengo cita en el museo Hermitage con la jefa de exposiciones del centro de exhibiciones del Hermitage en Ámsterdam. Ella me va a mostrar las pinturas y los jarrones que serán prestados a Ámsterdam para una exhibición en otoño. El pensamiento primitivo o mágico es algo que me permito casi siempre, en particular cuando se trata de arte, y me preguntaba si esas pinturas de Rembrandt, Dou, Heda, Hals y Van Goyen y todo lo demás que iba a ver extrañaban el lugar de donde vinieron. Hace unos años, luego de estar un largo rato en la Frick Collection en Nueva York observando las pinturas holandesas, terminé de comprender que si yo, o las personas en las pinturas, teníamos algo para decir, seríamos los únicos que nos entenderíamos el uno con el otro. Este es, por supuesto, un pensamiento proveniente del reino del absurdo, porque la gente en las pinturas no puede decir o entender nada, pero para no terminar mofándome de mí mismo decidí sentirlo así porque las personas de las pinturas holandesas de aquella Era de Oro son todavía tan reconocibles como holandeses o, a la inversa, las personas que todavía veo por Ámsterdam, en sus calles o en el mercado, fácilmente podrían estar en una pintura de Hals o Metsu.

LOS OJOS DE FLORA.

Es de mañana en San Petersburgo, una brisa fría viene desde el río. El encanto de la noche todavía no ha desaparecido y, en mis notas, encontré otra frase del inexistente Eupalinos. Él quería escuchar le chant des colonnes, la canción de las columnas, que ahora, en la mañana, veo frente a mí. Él también habló de pinturas, y sobre la diferencia entre música y arquitectura. Una pintura es algo que uno mira, pero la música y los edificios están todo alrededor tuyo, no hay escapatoria. En realidad él usa la palabra "tiranía". Hoy tendré muchas oportunidades de someterme a la tiranía del Hermitage pero afortunadamente es una compulsión amable ante la cual no tengo más remedio que sucumbir.

Marlies Kleiterp del Hermitage Ámsterdam me espera en las puertas con Swetlana Datsenko, el enlace ruso entre los dos museos, ambas me escoltan para pasar a través de los severos guardias mientras caminamos hacia arriba por los anchos escalones que el zar pisaba una vez al año para celebrar el nacimiento de Cristo en las orillas del Neva, trato de estar atento a mi entorno lo más que puedo, y es verdad, este edificio te recibe, se envuelve alrededor tuyo, puedo ver al mismo tiempo esplendor y sencillez, lo brillante y lo oculto, y sin darme cuenta nos encontramos con la colección holandesa.

Todavía no está lleno, los grupos grandes que llegarán en breve aún no están, parece que tengo todo el museo para mí, serpenteo entre cuadro y cuadro, naturalezas muertas, escenas de caza, retratos y paisajes, y de golpe me encuentro extraño, en casa y en otro lugar al mismo tiempo. Veo a un viejo, a una joven, a un anciano pensando, a un joven confiado. Luego me alejo deambulando, ingreso a otras salas, veo un paisaje en verano, alguien sentado en una ladera con un reflejo, veo un oficial a caballo y a una mujer joven con un collar de perlas, todos los que veo están en el siglo diecisiete, pero no siento en ningún momento la sensación de alienación que cabría esperar, lo que cuenta es el momento de la confrontación, que ellos ahora están allí y yo ahora estoy allí, observo las caras de las personas con las que podría estar charlando, que su vestimenta sea tan diferente no tiene ninguna importancia, el artista, sea Rembrandt o Gerard Dou, sacó a los que ha pintado de su propia realidad de tal forma que esa realidad ha dejado de tener relevancia para mí aquí y ahora, y la naturaleza de esas personas ya no está más determinada por la ropa que visten, sin importar las veces que esas ropas han sido pintadas de forma gloriosa. Cuando miro a Flora a los ojos, la Flora que Rembrandt pintó en 1634, veo sus ojos reales y al mismo tiempo los ojos como idea, porque, para ponerlo paradojalmente, no hay aquí ojos del siglo diecisiete pero hay un momento en el cual mis ojos miran los ojos de una mujer que pintó Rembrandt, y ese también es el momento cuando Rembrandt la vio, y ella lo vio a él. Es el ahora del mirarse que anula el entonces de la pintura, ella está siendo pintada ahora, el acto de pintar acaba de finalizar, y yo estoy ahí, como lo estará más tarde cuando esta pintura esté colgada en Ámsterdam, y cualquiera que esté dispuesto a olvidar temporalmente la parafernalia de aquel tiempo y de suprimir cualquier cosa relativa al tiempo en esa pintura, a ignorar por un momento el inconcebible esplendor de lo que viste esta Flora para poder ver lo que el pintor quiso que viéramos, alguien, esta mujer, sus ojos, su boca, a través de la cual ella seguramente le habló mientras él la pintaba. Todo lo demás puede venir luego. Ella debió haber tenido un acento frisio, de la misma forma que el pintor debió haber sonado como alguien de Leiden o Ámsterdam, ¿quién sabe? Los pintores y las pinturas tienen historia, son los demás quienes colocarán la pintura en una era y en un movimiento, de la misma forma que hay otros que saben cuando y cómo cada una de ellas encontró su camino hacia el Hermitage, lo que costó, en otro tiempo, y de vuelta, quién lo compró, a qué colección perteneció, todo esto es importante y aun así no es lo que importa, con el arte grandioso todo se resume en la mirada actual, y ese ahora misterioso pasa a través de los siglos, con ojos siempre cambiantes, sucede en 1680 y en 1789 y en 1917, mientras sus ojos siguen siendo los mismos y los ojos que los miran no —como está ocurriendo ahora, en el momento en que la miro y ella me está mirando, yo veo sus ojos y ella ve a Rembrandt y seguirá mirando mientras la pintura exista.

Esto tiene que ver, por supuesto, con la maravilla de lo real, y es por eso que este objeto material hecho de lona y pintura será pronto embalado e irá por aire o por tierra a la ciudad donde una vez fue concebida. Por la literatura yo sé que el pintor trabajó en ese arete por largo tiempo, cambió un detalle, y por supuesto que eso es importante y, otra vez, no lo es tanto, yo la veo ahora con ese arete, veo su pelo surgir de atrás como un maravilloso ramo de flores, veo el color de su cara, tan vivo, pero por sobre todo veo el pequeño punto de luz en cada uno de sus ojos, su amable expresión cuestionadora que me sigue llamando cuando me fui caminando, como si ella quisiera preguntar algo, en el momento de mirar ella estaba pensando en algo y no sabemos qué era, algo que tampoco sabía el pintor, ¿o sabía? Pintar una pregunta debe ser lo más difícil que hay, y esa es una pregunta que se trasladó a su cuerpo entero. Pregunta, maravillarse, incluso el camino por el que el pequeño dedo está levemente apartado de los demás dedos de ambas manos, el agarrar vacilante alrededor del objeto con forma de cetro que tiene en su mano derecha, todo nos remite de vuelta una vez más a la mirada de sus ojos, que la opulenta y compleja construcción de los botones y los dobladillos y los diseños no debilitan, sino que intensifican.

MIRADAS QUE SE CRUZAN.

¿Todas esas pinturas me afectan de la misma manera? No, por supuesto que no. Y aun así, un poquito más tarde me encuentro parado enfrente del retrato de un erudito sentado que pintó Ferdinand Bol. Un libro, un globo terráqueo, un sombrero de piel, una mano izquierda emergiendo de la manga de un saco de piel, el destello dorado de su chaqueta ajustada, la mano derecha sosteniendo la cabeza, la barba en la que cada pelo parece haber sido pintado de forma individual. ¿Por qué los holandeses eran tan buenos pintando materia, sustancia, así fuera queso, u ostras, una cáscara de limón o la caparazón de un cangrejo como en la naturaleza muerta de Van der Helst? Todo lo que el erudito lleva puesto lo puedo sentir en mis manos. El sombrero, la piel, percibo la sustancia de esa vestimenta, pero nunca me atreveré a tocarlas. Porque Bol pintó algo más: desconfianza, una mirada casi indignada que me mantiene a la distancia. Cuando miro esos ojos puedo incluso escuchar la voz del viejo: ¡Eh, tú! ¡Fuera!

¿Disparates? Por supuesto. Especulación. Y aún así ¿por qué sigo aquí si no se me permite curiosear dentro de estas pinturas, si no puedo entrometerme en ellas? Marlies Kleiterp me susurra al oído cuántas gradaciones de negro hay en el retrato de un hombre de Frans Hals, y lo que veo es cómo esa infinidad de matices en el negro y en el blanco del cuello y el puño contribuyen a la expresión en el rostros de este señor. Es un hombre que sabía lo que estaba vistiendo, también sabía lo que le había costado y quería mostrarlo, él sabía quién era y si te acercas y miras de forma detenida tú también lo sabrás. Esto también ocurre en el retrato familiar realizado por Abraham van den Tempel, de la segunda mitad del siglo diecisiete. Estas personas también sabían quiénes eran, el brillo de la seda y de las joyas de las tres mujeres, la luz cayendo en la rica multitud de pliegues de sus lujosos vestidos, el atuendo a la moda de los hombres y sobre todo la expresión facial de esos hombres, padre e hijo, todo, hasta llegar incluso a los dos perros que están en el retrato, manifiestan tener conciencia de su estatus, son los habitantes de una ciudad rica, de un país rico y poderoso en su era dorada, y cualquiera que conozca aunque sea un poquito a este país sabe que, aunque los tiempos han cambiado, esos rostros no se han extinguido.

Por un instante quedé separado de mis acompañantes y me encontré en una habitación carmesí donde las pinturas ocupan las paredes hasta lo alto. Candelabros con cientos de velas eléctricas, enormes vasijas hechas de malaquita y otras variedades exóticas de piedra, tan grandes que un niño podría caber en ellos, mesas decoradas con criaturas mitológicas doradas, esplendor y riqueza inimaginable, y junto a ellos todos mis contemporáneos, rusos, chinos, japoneses, debajo del alto cielorraso blanco nieve con una frenética ornamentación dorada sobre un fondo azul claro. Cuando quiero retornar a donde están mis holandeses debo hacerlo luchando contra un poderoso flujo, y cuando los alcanzo allí tampoco está tranquilo, y me invitan a comer junto a mis guías en la cantina del enorme museo y a esperar a que los torrentes disminuyan en dirección a las vastas colecciones italianas y francesas, este museo parece no terminar nunca.

Lo que aquí esta colgado y expuesto perteneció a los zares, a Catalina la Grande, y también a coleccionistas como los Stroganov. La revolución puso fin a todo eso, a una era en la cual un pequeño número de personas era propietaria de los cuerpos y las almas de muchos, siervos descriptos literalmente como "almas" en las novelas de Turguénev. Lo que importaba era la cantidad de almas que tú poseías. El milagro radica en que la mayor parte del arte que esos pocos coleccionaron con alegría y talento fue incautado por los comunistas en 1917 y fue conservado de forma ejemplar y, si se quiere, guardado para la gente que pagó por ellos con su trabajo y sus vidas, pero también para la gente que ahora está deambulando en masa alrededor mío. No sé si estos pensamientos son sensibles, pero lo que sí tengo claro es que no volveré a respirar hasta que pueda escapar de entre los miles y estar con los pintores de un pequeño país que se las arregló varios siglos antes para hacer su propia revolución con una república.

Cuando salgo pienso en Eupalinos otra vez. Con el último sol de la tarde el Palacio de Invierno de los zares todavía está cantando. En el puente que atraviesa el Nevá me detengo en el lugar donde un confundido Raskolnikov en la novela Crimen y castigo se detiene y mira a la ciudad y piensa en el doble homicidio que acaba de cometer pocos días antes. Camino entonces hasta mi hotel y descubro que Dostoievski vivió una vez a la vuelta de la esquina y camino hacia el majestuoso pero descuidado palacio-hogar donde un joven Vladimir Nabokov cerró tras de sí la puerta por última vez en el mismo 1917. Si eres lector nunca podrás visitar una ciudad como San Petersburgo con impunidad, pero a la mañana siguiente logro ahuyentar todos los fantasmas con el vaso de limonada de Gerard ter Borch. Y otra vez, materia, sustancia, materiales, la falda de seda plateada, la chaqueta dorada de la joven mujer con adornos de piel blanca, el hombre, igual de joven, opuesto a ella con su sombrero de ala ancha, la luz apagada de la sala a oscuras. Ella está enferma, quizá por amor, o por alguna otra cosa, necesita consuelo, el limón a medio pelar en el vaso para curarla, todo a medialuz, aquí estamos de vuelta en la intimidad de un hogar holandés, que en realidad no tiene nada que ver con las grandes fechas de la Historia. En las horas que siguen se me permite, por una vez más, mirar todos los tesoros que esta vez se trasladarán hasta Ámsterdam en otoño: el pelícano gigante de Hondecoeter y el cazador cazado de Potter, la nube surreal desplegada arriba del encantador paisaje de Karel Dujardin, la mirada casi amorosa del ángel encima de los sufrientes, el Cristo perdido en el jardín de Gethsemane, los barcos en la bahía de Jan Baptist Weenix y el oficial en su reluciente armadura montado en un caballo blanco mientras una mujer lo observa. Son personas sumidas en un pensamiento secreto mientras el ruido y el tumulto de la bahía continúa alrededor de ellos y los barcos en el fondo aluden a misteriosas distancias y a los tesoros que se podrían encontrar allí. (traducción de László Erdélyi)

NOTA: La exposición de estas pinturas en el Hermitage Ámsterdam estará abierta al público hasta el 27 de mayo de 2018.

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