Un tema tabú
El filósofo británico Simon Critchley publicó un libro sobre los filósofos y su relación con la muerte, obra escrita con mucho humor, ideal para tiempos de pandemia.
Los filósofos han dedicado su vida, desde tiempos inmemoriales, a comprender la muerte para entender mejor la vida. Es el camino que eligió el filósofo Simon Critchley, un británico con gran sentido del humor que habla de la muerte contando chistes, y que para nada se parece al filósofo aburrido e intelectualoide (hemos reseñado hace poco dos libros de él, uno sobre fútbol, y otro sobre David Bowie). Se acaba de reeditar uno de sus libros más exitosos y desenfadados, El libro de los filósofos muertos, que tuvo su primera edición en castellano en 2008.
Critchley baja a tierra la filosofía y hace de ella algo práctico, en una época de pandemia y de crisis cuando muchas cosas parecen haber sido vaciadas de sentido, y donde la muerte ha cobrado una inusual importancia. Está en los medios de comunicación, en las estadísticas, en las advertencias médicas, en las probabilidades de acceder a las camas de Tratamiento Intensivo o a los respiradores. Aunque para la mayoría la muerte es sinónimo de miedo, un factor de terror paralizante. Tuvo que salir el Ministro de Salud Pública de Uruguay en cadena nacional al comienzo de la actual pandemia a calmar las aguas advirtiendo, entre otras cosas, que “la muerte es parte de la vida”, algo natural con lo que tenemos que convivir.
Claro que el libro fue escrito en 2007, cuando nadie imaginaba esto. El filósofo ahora está recluido en su casa de Brooklyn, Nueva York, muy ocupado con la implementación de los cursos universitarios que dicta vía internet, pero acepta algunas preguntas advirtiendo que las respuestas no serán largas, como sí podrían haber sido en tiempos normales. Comparte, por ejemplo, nuestra preocupación respecto a que El libro de los filósofos muertos va a ser leído hoy de forma diferente. “Sí, eso tiene sentido” reflexiona.
—Tú lo que haces es humanizar a los filósofos, rompiendo con la vieja idea que los filósofos deben estar alejados de las cosas terrenales, dedicándose a lo “espiritual”. ¿Crees que eso ayudará a los lectores en esta era?
—Sí, creo que sí. Sobre todo a la hora de enseñar la eterna lección de que la filosofía es una ars morendi, un camino que sobre cómo morir bien o tener una buena muerte, a través de anécdotas cómicas o levemente ridículas. Mi esperanza es que hoy este libro ayude a pensar la filosofía como algo menos elevado y abstracto, y mucho más humano y accesible.
—Más que un libro sobre la muerte, entonces, es un libro sobre la vida.
—El argumento que corre por todo el libro es que la filosofía puede enseñarnos a morir, y por consiguiente, a vivir.
—Un dato que salta de los casi 200 autores que abordas es que los filósofos en general eran muy longevos, vivían mucho más que el promedio de su época, como desafiando a la muerte.
—Hay que ser cuidadosos con los datos, en particular con los que nos llegan de la antigüedad. Hubo filósofos que murieron jóvenes, como Pico della Mirandola o Frank Ramsey. Pero lo que sí es cierto es que los filósofos, a diferencia de los matemáticos o los físicos teóricos, siguieron trabajando muy bien y produciendo hasta el final de sus vidas.
—¿Y cómo lidiaron con las pestes?
—Como cualquier persona, vivieron y murieron en tiempos de plagas. Pienso por ejemplo en el relato de Tucídides sobre la “Oración fúnebre” de Pericles, el texto más famoso de la antigüedad sobre la democracia, que inmediatamente él contrasta con la descripción de Atenas durante la plaga (430 a.C.). Democracia y plaga parecen estar vinculadas.
—La plaga provocó el caos en aquella Atenas. ¿Escribirías este libro de forma diferente por la pandemia?
—Sí, creo que sería un libro más gracioso. Visto desde la situación actual, es un trabajo al que le faltan más chistes.
Mucho humor
Pero no son bromas de golpe y porrazo. El libro de los filósofos muertos describe de forma sutil situaciones poco comunes de la vida diaria de los filósofos. Ya que en general se los percibe, sobre todo a los genios, como seres destinados al mármol, a lo etéreo, espiritual, Critchley insiste en que también son humanos de carne y hueso contaminados por prejuicios, paradojas, conductas irracionales, como también por olores o flatulencias. O a desplantes de narcisismo; el ideal supone que un hombre sabio, frente a la muerte, se hará cargo de todo frente a Dios y a los hombres con la famosa frase “no somos nada”. Algo que no hizo Baudrillard; antes de partir dijo: “el mismo hecho de nuestra ausencia hace que el mundo sea claramente menos digno de vivir en él”.
Sócrates, suicidado a prepo por sus enemigos en 399 a.C., es a quien Critchley dedica el honor de abrir el libro con un extenso abordaje de su muerte y sus últimas palabras, unas que evidencian “la actitud filosófica clásica hacia la muerte: no es algo que haya que temer”. Sócrates es central para la línea que corre por debajo de todo el libro, porque él distinguió entre conocimiento y sabiduría. Entendía que la filosofía no es una suma cuantificable de conocimiento con el que luego se podía traficar, como hacían los sofistas (Gorgias, Protágoras, Hipias y demás), que ofrecían ese conocimiento a cambio de honorarios como auténticos “maestros de la elocuencia, con ‘lengua de miel’, como dice Filóstrato, viajando de ciudad en ciudad ofreciendo ‘sabiduría’ a cambio de dinero”. Pero no era sabiduría. “La filosofía comienza con el cuestionamiento de las certezas en el ámbito del conocimiento, y el fomento de un amor por la sabiduría. La filosofía es erótica, no sólo epistémica” afirma Critchley. Un mal de esta época, donde predomina la sofistería en forma de terraplanistas, antivacunas, promotores de teorías conspirativas o toda la industria New Age, muy demandados por la ausencia brutal de sentido que estamos viviendo.
Esa búsqueda de sentido perturbó a muchos antiguos filósofos, a veces llevándolos por el camino de la confusión. Tales de Mileto, por ejemplo, murió insolado mientras participaba como espectador en un estadio deportivo. Se debía haber ido antes, pero vaya a saber qué pasaba por su cabecita, esa que creó la famosa frase “conócete a ti mismo”. Diógenes Laercio le dedicó una pieza de dudoso valor poético: “Mientras Tales miraba los juegos un día de fiesta/ El implacable sol le golpeó y murió”.
Pitágoras y sus pitagóricos creían en la inmortalidad del alma, en la transmigración del mismo, y en que el universo puede reducirse a números (decían que los números pares eran femeninos y los impares masculinos). También pensaba, al igual que sus seguidores, que las habas estaban malditas, sentían una profunda aversión por ellas. Decían que se parecían mucho a los testículos. Un día Pitágoras huyó de su Samos natal discrepando con un tirano, para llegar al sur de Italia, en la zona que hoy conocemos como Calabria. Pero siguió perseguido por sus enemigos. Otro día, huyendo, quedó petrificado frente a un campo de habas. Declaró que prefería la muerte antes de cruzar por allí. Sus perseguidores lo encontraron paradito, y lo degollaron.
Luego está el curioso Empédocles, que “tenía algo de mago y hechicero, así como algo de charlatán (…) y ha sido identificado con la democracia” por su radicalismo, cultivando ante ciertas audiencias la idea de la igualdad en política. Decía que con el sueño venía el enfriamiento de la sangre, y que la muerte provenía cuando esa sangre perdía todo su calor. Como creía en la inmortalidad, no tuvo mejor idea que buscar ese calor, mucho calor, y decidió tirarse de cabeza al medio del volcán Etna en plena erupción. “Pero se descubrió la verdad cuando una de sus sandalias de bronce apareció, escupida por las llamas, en la ladera del volcán” cuenta Critchley.
El sofista Pródico llegó a ofrecer un curso en dos versiones, uno por el que cobraba un dracma, y otro de cincuenta dracmas. Sócrates, muy pobre, fue al de uno. El último verso que se conserva de Pródico dice: “La leche es mejor cuando uno la saca directamente de la hembra”. Tremendo.
Diógenes se masturbaba en público en el mercado, Aristóteles seseaba y muchos lo imitaban burlándose, Hiparquia, casada con el cínico Crates, disfrutaba haciendo el amor en público (con Crates), Aristón murió insolado como Tales y fue inmortalizado en otro de los pésimos versos de Diógenes Laercio (Aristón era pelado), y como Metrocles parece que Zenón de Citio murió asfixiado tras contener la respiración (ambas versiones son poco creíbles). A su vez el estoico y arrogante Crisipio escribió setecientos cinco libros y creía en la reencarnación por lo que quizá pronto volveremos a saber de él...
Critchley dedica un capítulo a los filósofos chinos clásicos, pero eran bastante aburridos. A su vez, no hay nada muy llamativo en la muerte de Cicerón, más allá de que fue muy violenta, y previsible. La lección que deja el romano es que en general los filósofos que se involucran en política terminan mal, muy mal. Como Tomás Moro, decapitado y con su cabeza puesta en una pica en el puente de Londres. O Hipatia, íntima amiga de Orestes, que recibió la atención enfurecida de los cristianos que acababan de echar a los judíos de Alejandría (año 414), la agarraron, la desnudaron y la desollaron usando conchas de ostra. O San Pablo, decapitado por el emperador Nerón, “tras un fallido discurso en arameo en Palestina donde la muchedumbre intentó matarle”. O Boecio, que al igual que Cicerón estuvo muy involucrado en la política de Roma, fue hombre de confianza del rey Teodorico y, acusado de participar en un complot en su contra, fue cruelmente torturado antes de que lo mataran a garrotazos.
El que mejor expresó que la forma en que vivimos determina nuestra relación con la muerte fue el romano Marco Aurelio, “el más grande entre los hombres” según Voltaire. Fue emperador desde el año 161 hasta su muerte en Vindobona (hoy Viena) en el año 180. “Escribió sus Meditaciones en los últimos diez años de su vida”, a la que ve “como una breve estancia en tierras extrañas; y tras el prestigio, el olvido”, señala Critchley. En sus Meditaciones, se pregunta: “‘¿Por qué tener ansias de muchos días por delante?’ El objetivo de la vida es seguir la voz de la razón y del espíritu divino y aceptar lo que la naturaleza te envíe. Vivir así no es temer a la muerte, sino despreciarla. La muerte sólo es causa de terror para aquellos que son incapaces de vivir en el presente”. Concluyó afirmando que cada uno debe seguir por su camino, siempre con una expresión sonriente.
La era de la incertidumbre
Critchley advierte en la introducción del libro que está “preocupado por quienes cultivan la creencia de que la muerte es una ilusión a superar con los preparativos espirituales adecuados. Sin embargo no es una ilusión, es una realidad que hay que aceptar (…). El rasgo más pernicioso de la sociedad contemporánea es la renuencia a aceptar esa realidad”.
“Las sociedades occidentales, y no sólo ellas, están experimentando un profundo vacío de sentido que corre el riesgo de convertirse en un abismo. Este hueco está siendo ocupado por diversas formas de oscurantismo que conspiran para promover la creencia de que, primero, puede conseguirse algo llamado autoconocimiento; segundo, eso tiene un precio; y tercero, que es perfectamente coherente con la búsqueda de la riqueza, el placer y la salvación personal”. Sócrates nunca pretendió saber, ni vender conocimiento a los demás, ni aceptó honorarios. Pero la gente sigue pidiendo certidumbre, porque “tiene un profundo terror de la muerte y una ansiedad abrumadora por saber con seguridad que la muerte no es el final”. Un dato interesante es que Sócrates convivió con la muerte durante la peste en Atenas que menciona Pericles (430 a.C.), y todo indica que se inmunizó, dado que durante una reaparición de la misma en una expedición militar en la cual él participó, convivió y ayudó a los enfermos, sin contagiarse. El propio Tucídides relata que él sobrevivió a la peste para contarla porque se inmunizó (según el profesor de la Universidad de Oxford, Armand D’Angour, autor de Sócrates enamorado).
“Mi constante preocupación en estas páginas aparentemente morbosas” insiste Critchley, “es el significado y la posibilidad de la felicidad (…). La filosofía puede enseñarnos a estar preparados para la muerte, sin lo cual cualquier concepción y cualquier bienestar, por no decir cualquier felicidad, es ilusoria”.
La realidad es que no controlamos cuándo vamos a morir, pero sí cómo podemos vivir. Depende de nosotros que sean grandes días.
EL LIBRO DE LOS FILÓSOFOS MUERTOS, de Simon Critchley. Taurus, reedición 2019. Madrid, 362 págs. Trad. de Alejandro Pradera.
Filósofo multipropósito
Simon Critchley es profesor de filosofía en la New School of Social Research de Nueva York. Actúa como moderador en el foro The Stone del diario The New York Times. Ha publicado numerosos libros en inglés sobre diversos tópicos. De sus libros traducidos al castellano El País Cultural ha reseñado “En qué pensamos cuando pensamos en fútbol” y “Bowie”.