Un filósofo irreverente
Cree, por ejemplo, que la forma del fútbol es socialista, pero su contenido es de un capitalismo rampante.
Los simples mortales tenemos una idea de los filósofos calcada de individuos como Hegel, o Marx, o Tomás de Aquino o Kant: tipos que construyeron sistemas coherentes que explican la realidad con una consistencia lógica que seguramente no se le ocurriría a Dios. Leyes cuasi matemáticas, categorías, silogismos, así funciona el mundo, tesis, antítesis, y síntesis, postulados lógicos, lecturas de la historia muy dialécticas y muy causa-efecto. Solo hasta el siglo XIX fueron notables otros filósofos asistemáticos, libérrimos, mucho más literarios, más locos, más atrevidos. El mejor ejemplo es Nietzsche. Después de ese santo hubo otros. Schopenhauer, Kierkegaard. Acaso el modelo de filósofo del siglo XXI corresponde más a ese arquetipo. Aunque cabe admitir que unos y otros, tanto los ajedrecísticos —como Kant— como los caóticos tienen en común el vicio de legitimarse citando a los filósofos anteriores; ah, y hacen fiesta contando cuentos de mitología griega o de personajes de Eurípides y de Sófocles. Pero los asistemáticos son más cotidianos, más cercanos a nosotros y tratan temas de la vida diaria. Como Savater o como el sorprendente Ignacio Castro Rey, autor de un libro excepcional, Ética del desorden.
Simon Critchley (Hertfordshire, Inglaterra, 1960) corresponde al modelo actual. Estudió filosofía, enseña filosofía, escribe libros de filosofía. Llegué a Critchley porque estoy interesado en David Bowie, pues escribió un espléndido libro sobre él. Un libro que es mucho más que la biografía de un rockero, es un tratado sobre la identidad (ver artículo siguiente de esta edición).
Critchley es, además, muy aficionado al fútbol y acaba de publicar un libro filosófico sobre el fútbol. Un tipo que habla de su Liverpool amado y cita a Hegel o aclara, de pasadita, que está usando en su discurso el método de la fenomenología. Encima escribe bien y trata de ser claro sin detrimento de ser profundo. Es un sorprendente, delicioso, exagerado y apasionado texto sobre el fútbol.
Socialismo y capitalismo
Leyendo a Critchley se me ocurre que una paradoja no es más que la evidencia de que en la realidad pueden actuar juntas dos o más contradicciones.
Lo primero que observa es que “el fútbol no se basa en individualidades. Aunque no quepa duda de que cuenta con un régimen de estrellato basado en la fama, donde ciertos jugadores reclaman y cultivan sumas cada vez mayores de autonomía financiera, el fútbol no tiene nada que ver con la consideración de los jugadores uno por uno, por muy dotados que éstos estén. El fútbol tiene que ver con el equipo. Es esencialmente colaborativo. (…) En todo equipo organizado se establece una dialéctica ininterrumpida entre la actividad colectiva y asociativa del grupo y las acciones individuales de apoyo que florecen entre unos jugadores cuya existencia se administra únicamente a través del grupo (…). Cuando un equipo no juega bien como conjunto, la acción colectiva se colapsa en sus partes individuales y atomizadas, y todo se viene abajo”. De ahí, Critchley saca una primera conclusión: “la razón por la que el fútbol resulta tan importante para nosotros apunta precisamente a la experiencia asociativa que constituye su núcleo… (y) podríamos decir que la forma política más apropiada para el fútbol es el socialismo”. Entonces, la primera contradicción que trae el juego es que “esos sentimientos tan socialistas parecen ridículos —o, de hecho, positivamente risibles— si pensamos en el sumidero de corrupción autocrática que es la FIFA”, además de que “el fútbol está completamente mercantilizado, saturado por los mecenas y por la cultura de marca más estúpida y vulgar”.
Frente a este contrasentido, el filósofo se pregunta y se responde: “¿Cómo debemos gestionar la contradicción entre la necesidad de una crítica y la posibilidad de una poética? ¿Se puede solucionar el conflicto entre el carácter asociativo y socialista de la forma futbolística y el capitalismo rampante de su contenido? (...) pienso que tales contradicciones deberían permanecer abiertas menos como dialéctica irreconciliable que a modo de una especie de herida sin cicatrizar que no dejamos de rascarnos al inicio de cada partido, de cada temporada. El fútbol es un juego que nos subyuga y deleita en la misma medida en que nos repele y exaspera. El deleite y la repulsión son reacciones igualmente justificadas y se alternan con regularidad en todos los partidos que vemos”.
Aborda los aspectos mágicos del fútbol: “nos encontramos en una de las fiestas de la vida (…): algo parecido a un hechizo que nos arranca de lo cotidiano y nos traslada un estado de euforia, fugaz y compartido, un sensorio sutilmente transfigurado. Eso es lo que yo llamo el éxtasis sensorial”. Esto se debe a la forma de percibir el tiempo. Estamos “rendidos por completo al presente”. Es entonces cuando pueden aparecer los fantasmas. Critchley cuenta que, ya muerto su padre, de quien heredó su pasión por el Liverpool, estaba en el estadio antes de comenzar un clásico con el Everton, hacía cola para comprar comida y bebida, cuando vio el fantasma de su padre en una fila paralela, como si saliera de la tumba a ver su rojo sagrado. Después del partido, tímidamente, le contó a su hijo Daniel y resultó que Daniel también lo había visto. Sigamos. Sigamos mencionando que “quizás sea una característica que comparte con el cine, que es al mismo tiempo completamente real y completamente inventado. Real e irreal a la vez. Dos en uno. (…) Es posible que el fútbol tenga cada vez más aspecto de videojuego, así como los videojuegos se van acercando más y más al aspecto del fútbol. Llegados a ese punto, se vuelve más difícil trazar la línea que separa la realidad de la simulación”.
Estupidez y nacionalismo
Otra contradicción que encuentra Critchley en el fútbol es entre la estupidez y la inteligencia: “buena parte del enorme atractivo del juego radica en nuestra sumisión del todo voluntaria hacia algo que resulta bastante estúpido. Para no mencionar que te quita una inmensa cantidad de tiempo. (…) La estupidez del fútbol no tiene fondo y un ejemplo de ella es la obsesión por las estadísticas como por el número de faltas cometidas, los saques de esquina que se han lanzado, los tiros al arco, etcétera. (…) Al mirar el fútbol entramos en un mundo diferente, maravillosamente idiota”. Y hay algo más de esta estulticia: “Pese al cinismo, la corrupción y el capitalismo crónico propios de este deporte, ser hincha te obliga a creer en las hadas, a comportarte como un estúpido y a tener cierto grado de utopismo”. Ah, y “por supuesto, en lo que a torneos internacionales se refiere, la estupidez a la que se somete al espectador es evidentemente la del nacionalismo”. En frente de esa idiotez, está la inteligencia del espectador. “Sólo los espectadores pueden garantizar la totalización del equipo, y ciertamente la del equipo rival y la del partido en su conjunto. Para ponerlo de manera más sencilla, los jugadores juegan, pero sólo los hinchas ven el cuadro completo. (…) Los espectadores son poseedores de una gran inteligencia. Saben cómo funciona el juego y saben cómo acabará probablemente. Los jugadores se extravían en el juego. (…) Miramos desde la premonición. (…) Lo que te mata del fútbol no es la decepción, sino la esperanza constantemente renovada”. Y aclara: “los hinchas no son una colección de vándalos e idiotas (…), son una masa inteligente y crítica y a menudo extremadamente bien informada”. Insiste en que “se puede mantener una conversación futbolera realmente decente con un niño de diez años” y cuenta que “yo me he pasado toda mi carrera académica escuchando a gente que presentaba sus trabajos, miles de ellos. Y no recuerdo una sola ocasión en que la respuesta al orador tomara la siguiente forma: ‘gracias, doctor Smith, por esta charla tan convincente. Tiene usted la razón. Yo estaba equivocado’. No sucede nunca. Pero, en cambio, sucede muchas veces en el escasamente serio y estúpido mundillo futbolístico. Qué raro, ¿no?”.
EN QUÉ PENSAMOS CUANDO PENSAMOS EN FÚTBOL, de Simon Critchley. Sexto Piso, 2018. Madrid, 168 págs.