Soledad Platero
AUNQUE HACER una afirmación semejante es siempre un peligro, no está de más correr ciertos riesgos para postular que hay cierta literatura que sólo puede ser argentina. Y que esa cualidad única, peculiarísima, no tiene que ver con escenarios o temas, sino que habita en una forma precisa, distintiva, de trabajar en el lenguaje.
Cuadro de una muerte dudosa es una novela argentina, y no porque irrumpan en ella Buenos Aires, o el olor del café, o la enormidad vacía del campo (el campo, en la Argentina, no es como el campo uruguayo: es el desierto metafísico que Borges encontró en Sarmiento, en Mansilla o en Hernández), o los apellidos ingleses pegados a nombres criollos. Es argentina en su escritura. Es inconfundiblemente argentina en la forma de tratar con las palabras, de pegar adjetivos a sustantivos, de establecer el ritmo de la prosa: "Sé que ese hombre lleva años escapando de la justicia con sobornos, pagando caro un nombre falso. Sé que amparado en la desidia de funcionarios tan huidizos como él, igualmente insaciables de plata mal habida, pudo vivir casi al nivel de la autoridad que había tenido antes de cometer la estupidez de un asesinato".
En la escritura de Vlady Kociancich (Buenos Aires, 1941) está Borges (y en Borges hay mucha gente), pero también es fuerte el parentesco con Piglia, con Andrés Rivera, con Abelardo Castillo, con Sylvia Iparraguirre, con Eduardo Belgrano Rawson. Está en ciertos giros, en cierta forma de tratar la frase; de inyectarle, podría decirse, una prosodia literaria.
UNA ESTAFA LEGAL. En Cuadro de una muerte… hay varias muertes, aunque sólo una sea la del título. Pero ya se sabe que una muerte violenta procede siempre de alguna muerte anterior, y no es raro que se estire en muertes posteriores. Una mujer aparece colgada de un árbol, en medio de un campo pelado, en una zona baja y pegajosa conocida como "la laguna de Bungen", en las cercanías de un pueblo chato y diminuto en la provincia de Buenos Aires.
La muerta era huésped de un hotel que vende servicios de salud y bienestar a personas que llegan estresadas, obesas y aburridas, y que están dispuestas a someterse a una dieta de hambre y a un régimen militar de actividades saludables o seudocreativas. Una estafa como hay tantas, pensada para ofrecer lo mínimo haciéndolo pasar por mucho: nada que hacer, casi nada que comer, un horario estricto para todo, y la posibilidad de abandonarse a la humillación y el hastío a cambio de olvidar las responsabilidades y las exigencias de la vida en el mundo real.
Lo curioso de este hotel, sin embargo, no es su carácter de estafa perfectamente legal, sino el hecho de funcionar en un delirante castillo levantado por un alemán excéntrico en medio de un pueblo de un puñado de casas bajas. Un capricho que sería inverosímil si no fuera porque los castillos con torreones, almenas y fosos fueron una práctica relativamente frecuente en tiempos de vacas gordas en estas pampas.
El castillo tiene una leyenda trágica, y tiene, como corresponde, un fantasma: la figura blanca de una mujer muerta al caer de sus muros, estrellada contra el fondo del foso, que aparece algunas noches en los torreones, recortándose en la noche quieta del pueblo. Un fantasma en el que algunos quieren creer, y que invita a otros a descubrir una trampa que los libere del insufrible aburrimiento de esa estadía en una cárcel carísima.
La novela es narrada en primera persona por Juan Turner, el juez de paz que llegó de Buenos Aires a instalarse no para hacer carrera sino para escapar del acoso de la vida que tenía, y dejó de tener, cuando su mujer -su futura ex mujer- murió en un accidente de tránsito que él mismo provocó. Turner carga fantasmas más insistentes y menos pintorescos que la evanescente figura blanca del castillo, y si su historia personal aparece recurrentemente a lo largo del relato es con la función es dar soporte al personaje: de justificar su ubicación en ese escenario y redondear su carácter tranquilo e impávido; su estadía en el purgatorio de los pecadores involuntarios.
siempre LA LITERATURA. En la contratapa del libro se dice que esta novela se inscribe en el "género policial moderno". Aun no sabiendo bien qué es eso de "género policial moderno" es discutible la idea de que ésta sea una novela policial. Hay crímenes, sí. Hay un juez de paz que funciona, hasta cierto punto, como la conciencia que razona o intuye la trama secreta detrás de las apariencias, aunque su figura no se acerque mucho a los estereotipos del género. Algunos pensarán que para que haya un policial, alcanza con eso. Pero es una idea discutible, como casi todas las que tienen que ver con categorías o taxonomías.
El protagonismo en Cuadro de una muerte… no lo tiene el crimen, ni las muertes anteriores, ni las que le siguen. Ni siquiera lo tiene el secreto que está detrás de todas esas muertes, y de otras que apenas se mencionan (y esto también es típicamente argentino: el fantasma de los muertos de la dictadura, su presencia ominosa en todas partes), pero que explican la locura de un personaje imprescindible para el argumento.
La protagonista de esta novela es la literatura, no como despliegue erudito o soporte teórico, sino como respiración natural del relato. Kociancich, que "estudió Letras e inglés antiguo junto a Borges", tal como señala la entrada que le corresponde en Literatura argentina contemporánea (en www.literatura.org), sabe que los temas que interesan a la literatura son unos pocos, aunque se aborden de modos infinitos. Y sabe que la literatura necesita tramas con destinos cruzados, con senderos que se bifurcan, pero que, a la hora de la verdad, es sobre la escritura que debe sostenerse.
Que una buena muerte, una astuta venganza, un rencor lacerante no alcanzan para tener una buena novela. Que la idea es lo de menos, porque casi todas las ideas están disponibles en el universo de ficciones en el que vivimos, y tomarlas no cuesta nada. La cosa es hacer con ellas un mundo nuevo, que cierre una vez más el círculo mágico en el que el lector sucumbe.
Cuadro de una muerte dudosa se sostiene en una narración segura, capaz de armar un ritmo propio hecho de frases breves (de impresiones como latigazos, que no llegan a ser oraciones, que son sólo imágenes, o confirmaciones) alternadas con párrafos extensos y complejos, reflexivos, que no le ahorran dificultades al lector porque no lo suponen idiota. Una narración que comparte el privilegiado escenario de las letras argentinas, especialmente ricas en escritores capaces de ejercer e incorporar la actividad crítica sin dar la impresión de estar exhibiéndose como enciclopedistas.
CUADRO DE UNA MUERTE DUDOSA, de Vlady Kociancich, Buenos Aires, 2010. Seix Barral, 283 págs. Distribuye Planeta.