Trece mujeres extremas de América Latina

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Marosa di Giorgio

Luego de Los malditos y Los malos, llega Extremas

Una monja, una guerrillera, una pianista, una nadadora sin una pierna, una poeta... son trece mujeres de América Latina, se titula Extremas, y sus perfiles fueron editados por Leila Guerriero.

Una monja argentina muy humilde que enfrenta a poderosos asesinos y violadores de una joven en una lejana provincia, y se convierte en referente nacional; una poeta uruguaya que, cuando recitaba, provocaba tal conmoción que algunos afirman que los relojes se detenían y hasta los pájaros callaban; la niña amputada de una pierna que decidió nadar largas distancias en las aguas más gélidas del planeta, y llegó a cruzar sola, sin más protección que su piel, su traje de baño y una gorra de goma, el Canal de la Mancha; la joven que se convirtió en espía comunista y terminó, llorando, con un rifle en sus manos peleando a muerte junto al Che Guevara en la selva boliviana; la niña prodigio que se convirtió en una de las más exquisitas y enigmáticas intérpretes de piano del mundo, y también en símbolo de la vocación como padecimiento.

Y así. Como en un vendaval donde todo parece extremo —en realidad lo es— Leila Guerriero convocó a trece firmas del continente para que escriban sobre trece mujeres excepcionales latinoamericanas. El resultado es el libro Extremas, publicado por la Universidad Diego Portales, volumen que tiene dos antecedentes también editados por Guerriero, Los malditos (2011) y Los malos (2015), reuniendo numerosos perfiles biográficos de latinoamericanos. Los malditos en particular cobró especial atención en Uruguay porque consagró al uruguayo Gustavo Escanlar como un maldito excepcional, proyectándolo más allá de las fronteras de su país de nacimiento. Su perfil, escrito por el chileno Alberto Fuguet, fue tan polémico como huracanado.

En el prólogo Guerriero relata que la idea de Extremas surgió en una charla en Santiago de Chile con el editor Matías Rivas. Se pensó un libro con perfiles de mujeres “que se jugaron el pellejo, que se arriesgaron y ganaron o perdieron. Mujeres fuertes y decididas. Vivas y muertas. Latinoamericanas”. Que pusieron su vocación por encima de todo. Un libro que se gestó antes de los escándalos que rodearon al productor Harvey Weinstein, antes del #MeToo y las denuncias de abuso que repercutieron por el planeta. Y que sin embargo, aclara Guerriero, si este libro “se gestara hoy, si se escribiera hoy, si se editara hoy, volvería a hacerse igual. El mismo”.

Poesía, piano, agua infinita

La chilena Stella Díaz Varín fue poeta, leyenda y mujer ruda “con vozarrón de estibador de puerto con resaca” relata Oscar Contardo en el perfil que abre el libro, titulado “La furia encarnada”. Que se relacionó con Nicanor Parra, con Jodorowsky, con Neruda, que vivió con Allen Ginsberg, que apoyó a la Unidad Popular y a Allende —al que vio llorar por las presiones que ejercía sobre él el Partido Comunista chileno— y cuando el golpe de Estado una camioneta verde la atropelló y la dieron por muerta. Que publicó su poesía, que fue ignorada, y “sus pares, sin embargo, la destacaron. Raúl Zurita dijo en el documental La Colorina que Stella Díaz era ‘la Edith Piaf de la poesía, esa voz que canta desnuda, que se lanza con todo el dolor, toda la pasión, toda la frustración, todo lo que pudo ser y no fue’”. Y a la que sin embargo se la comía el personaje, la que las nuevas generaciones bautizaban como la versión chilena de Bukowski, o la primera punk, una mujer “que nada podía acabar con ella, que por mucho que bebiera y trasnochara y anduviera callejeando de madrugada en invierno, acompañada de sus séquitos de jovencitos, se mantenía firme”.

El siguiente perfil, el de la pianista Martha Argerich escrito por Valeria Tentoni, es un texto sobre una dedicación extrema, casi sublimación absoluta en lo físico y en lo emocional. Comienza así: “Tiembla, transpira, aprieta los dientes. Martha Argerich tiene ocho años y su primer gran concierto por delante. Se asoma por los cortinados y calcula la trayectoria que debe recorrer entre los músicos de la orquesta de radio El Mundo hasta el piano de cola. Le toca interpretar a Mozart, Beethoven y Bach. La dirige su maestro, Vicente Scaramuzza, un napolitano capaz de retorcer las orejas de sus alumnos hasta hacerlos llorar. La sala del Teatro Astral, en Buenos Aires, está repleta. Es 1949. Entre el público divisa a su compañero de estudios, Bruno Gelber. Comparten el mismo terror al mismo maestro, pero a esa altura ya aprendieron a aguantarse las ganas de llorar”. Muchos años después la apadrinará Juan Domingo Perón para sus estudios en Europa —el puntapié de su proyección mundial hasta llegar a ser “la reina del piano”, como la llamaron los empresarios del sello discográfico Deutsche Grammophon. Es la que hoy los jóvenes conocieron por su video viral en YouTube interpretando al piano la marcha peronista. Pero es más, mucho más, una intérprete poseedora de una magia que escapa a toda racionalidad. El crítico Diego Fischerman diría, cuando ella cumplió 75 en 2016: “Ella pregunta más de lo que afirma, es un poco su estilo. Hay algo con la forma aérea de tocar y de hacer que lo literal no suene literal. Si uno mira la partitura, en rigor ella no hace nada que no esté ahí. Y sin embargo nada de lo que hace de importancia está en la partitura”. Tiene también otra hipótesis: “Uno podría pensar que una obra es una obra y su fantasma. Martha Argerich es capaz de tocar la obra y el fantasma simultáneamente. Desde una perspectiva más científica, de medición del sonido, yo tengo la vaga sensación de que lo que ella hace es tener un espacio de microduda antes de determinadas notas. Es una duda que no altera el ritmo, que no la podés detectar, pero que hace que sientas como si estuviera improvisando. (...) Es una duda y después el ataque, porque además tiene una técnica que se lo permite”. En una de sus visitas a Buenos Aires, Fischerman la acompañó a un concierto de Bruno Gelber en el Teatro Colón. Argerich puso las manos sobre las bandas de terciopelo del palco y acompañó con los dedos toda la interpretación que Gelber hizo de Beethoven. Al salir el crítico le preguntó si se dio cuenta lo que estaba haciendo con los dedos. “¿Qué cosa? Nada hice, ¡si estaba escuchando!”

Argerich podía olvidar sus dedos, pero María Inés Mato, la nadadora a la que le falta una pierna, no podía olvidar la única que le quedaba. Para eso necesitaba el frío, y clamaba por él. “Pasaron veinte años desde que se convirtió en otra cosa” escribe en su perfil Pablo Plotkin. “Veinte años desde aquel 25 de agosto de 1997. Esa madrugada, María Inés se levantó a las tres en su habitación del hotel Gran Canaria de Folkestone, un pueblo portuario cerca de Dover, en el sur de Inglaterra. Junto a su entrenador, Claudio Plit, fue hasta Shakespeare Beach y abordó el barquito pesquero de los hermanos Brickell, dos marineros locales a los que se habían cruzado la noche previa, borrachos, celebrando el carnaval.

A las cinco y cuarto se sacó la prótesis de su pierna derecha, una pieza ortopédica de fibra de carbono llamada Fellini. Con un traje de baño, una gorra de látex y tomando impulso con el pie izquierdo, el único que tiene desde que un ómnibus la atropelló a los cuatro años, María Inés se arrojó a las aguas del Canal de la Mancha y encaró al sur.

Durante noventa minutos nadó en la oscuridad. Amaneció nublado, llovió fuerte un par de horas y a mediodía el viento empujó la tormenta a otros rumbos. Estaba en pleno desierto líquido, una pampa gris que la contenía y la desbordaba (...). Cuando apareció allá lejos una línea de tierra, diez horas después de haberse lanzado al mar, sintió que la playa estaba imantada y la atraía irremediablemente. Le dolía mucho el brazo izquierdo, pero el cielo estaba abierto y eso debía ser un síntoma divino”. La mujer para la cual todo en la vida debe ser resuelto simbólicamente, se guió hasta la playa por dos moles gigantes que destacaban en la orilla —ella creyó que eran de madera, pero eran búnkers de cemento, vestigios de la Muralla del Atlántico de Adolfo Hitler.

La espía y la performer

Otra figura mítica que se humaniza es la de Tamara Bunke Bider, la guerrillera conocida como “Tania” que cayó en la selva boliviana junto al Che Guevara. Que era agente secreto y debió tomar un rifle cuando su identidad en Bolivia quedó revelada. Su perfil, escrito por Miguel Prenz, habla de una mujer con ojos de acero, una agente de la Stasi comunista que es abandonada por sus superiores tras la defección de un importante agente comunista hacia Occidente (la creían comprometida). En La Habana fue reclutada por los cubanos para preparar el terreno de la llegada del Che a Bolivia. Allí lleva a cabo una larga tarea de inteligencia, también se siente abandonada, y cuando el Che desembarca es víctima de los juegos políticos, de la impericia de otros, de la mala suerte. Descubierta, “está obligada a combatir para que no la capturen. Ella llora, pero agarra un fusil y asume lo que le toca, ser la única mujer de la guerrilla”. Es la que no tiene uniforme de fajina, solo una blusa blanca bien visible a la distancia. Es de las primeras en caer cuando los emboscan al cruzar el río Grande.

El perfil de Ana Mendieta, la performer y artista plástica, está escrito por el narrador Alan Pauls. Una figura para quien “el cuerpo es soporte, medio, instrumento y campo de batalla al mismo tiempo”. Alguien cuyo “estereotipo es menos una ofensa o una condena que una oportunidad, un campo de pruebas donde experimentar”. Famosa por su performance “Rape Scene” (1973), escena de violación en la cual ella misma aparece desnuda de la cintura hacia abajo, ultrajada, apoyada sobre una mesa, y con sangre, mucha sangre, la propia Mendieta llegó a afirmar que “si no hubiera descubierto el arte, habría sido una criminal:_mi arte proviene de la rabia y el desplazamiento”. Porque en los hechos su obra siempre estuvo en función de la sangre, sus escenas policiales se repiten. Pauls se plantea la cuestión de si es criminal o artista, o artista y criminal:_“Mendieta era en rigor algo más bizarro y mucho más dislocado, y la herida por la que sangraba desde hacía más de una década era más silenciosa que las que denunciaban a los gritos sus primeras performances”.

Marosa y más

Otro perfil que pisa firme es el de Marosa di Giorgio, escrito por Germán Maggiori. De casi 40 páginas, explora todas las facetas de la poeta y lo hace con un relato sencillo, de ritmo pausado. “Cuentan que tomaba el sol desnuda entre las tumbas del cementerio que hoy guarda sus cenizas. Cuentan que tenía siempre un aire ausente, transido. Cuentan que se pasaba las horas en los bares, bebiendo café durante el día, vino y whisky por las noches. Cuentan que a donde ella iba, la seguían mariposas, liebres y murciélagos caníbales. Cuentan que cuando recitaba los relojes se detenían y hasta los pájaros callaban. Cuentan que por sus venas corría una savia dulce. Cuentan que evitaba la playa porque, según la escucharon decir, la arena es la sangre de la luna. Cuentan y cuentan. Cuentan puros cuentos”. Para contrastarlos, Maggiori apela a los amigos, a los críticos y a los familiares para bucear en lo fáctico y en lo epifánico de su creación. “El relato del mito de origen de la poeta está hecho de fragmentos cuyo sentido hay que buscar más allá de lo dicho, está contado como un acertijo, como un secreto que se empecina en ocultar”.

Siguen los perfiles, dejando trazas en la memoria. Sobre Elena Garro, escritora, dramaturga, mujer de Octavio Paz y amante de Adolfo Bioy Casares que llegó a tener mucho poder en los ámbitos de la cultura mexicana, cultura que le terminó decretando la muerte civil, y casi la muerte física. Sobre Carmen Mondragón/ Nahui Olin, mujer que adoraba el escándalo, modelo de los fotógrafos Edward Weston y Tina Modotti. Sobre Clarice Lispector, fundadora de un género: la literatura del hastío marital. Sobre Liliana Maresca, que un día se fue a la Casa Rosada de Buenos Aires a sacarse unas fotos vestida de señora de alta sociedad, con un tapado negro y un turbante, y el fotógrafo comenzó a disparar mientras los guardias no sabían qué hacer, porque todavía no se usaban las palabras performance o intervención. Sobre Alejandra Guzmán, la cantante de 20 años que hizo estallar en los años 80 a la televisión mexicana “con una imprecisa fusión de géneros”. O el perfil de Violeta Parra titulado “Violenta Parra”. O el de Javier Sinay sobre la monja Martha Pelloni, la que se alzó pidiendo justicia por el crimen de María Soledad allá en la misógina y mafiosa Catamarca, para convertirse en símbolo de los reclamos de los más débiles. Es uno de los mejores perfiles del libro.

¿Qué es, entonces, lo que une a estas mujeres? ¿Es algo inherentemente femenino, o son vidas cuyas alegrías, pérdidas, traumas y miedos son pura y dura condición humana? La respuesta se acerca a esto último.

Extremas
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Grito

Leila Guerriero admite que del centro de este libro nace una pregunta, citando un poema de Susana Thénon: “¿Por qué grita esa mujer?” El libro a veces la responde, y a veces no. De todas formas “siempre hay grito”.

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