por Mercedes Estramil
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Si durante cuatro grandes novelas (ahora cinco) Richard Ford consiguió mantener el interés del lector sobre un pobre individuo como Frank Bascombe, ha sido un buen trabajo, como decía Conrad. Y quizá la calificación de “pobre individuo” para el protagonista de El periodista deportivo, El día de la independencia, Acción de gracias, Francamente, Frank y Sé mía sea injusta. Richard Ford encontró en Frank Bascombe una suerte de amigo imaginario de su misma edad (él nació en 1944, su personaje en 1945) y le inventó una vida, profunda y a la vez ligeramente distinta de la suya, como para que el ejercicio de seguir su biografía no tuviera visos de autoficción.
En Sé mía, Bascombe tiene setenta y cuatro años, el escenario de partida es Rochester (Minnesota), Trump gobierna en EE.UU. y la acción transcurre en vísperas de San Valentín en febrero de 2020, es decir, en el inicio de los “largos meses de la peste”. Algo natural en Ford, ambientar sus historias en fechas clave: 4 de julio, Navidad, Acción de gracias, Pascua. Pero esta no es una novela sobre el Covid, ni sobre el día de los enamorados. Como en el resto de sus novelas y relatos, la narrativa excede las anécdotas y los temas (incluso los que plantea como esenciales, en este caso la felicidad, qué es, qué no es). Ford es un generador de atmósferas y reflexiones y un amante de sus criaturas, que, por transitiva, obliga a que las integremos en el círculo de personas que nunca conoceremos a fondo pero quisiéramos entender.
Una meta. El conflicto en Sé mía es el número uno o dos de toda la literatura: la muerte. Pero no la del protagonista narrador (Frank) sino la de su hijo Paul, de cuarenta y siete años, en etapa terminal de ELA (esclerosis lateral amiotrófica). Hasta esa instancia, en la vida de Frank no ha ocurrido “nada grandioso, pero tampoco nada insuperable”: dos divorcios (con Ann, ya muerta; con Sally, convertida en monja laica en Suiza), varios trabajos, un cáncer de próstata superado, depresiones, huracanes, una hija lesbiana y lejana, un hijo muerto a los nueve años (Ralph) cuando la vida de todos, podría decirse, comenzaba y era todavía una vida “llena de comodidad, ociosidad, cosas tomadas a la ligera”. La gran pregunta de la novela es si el ELA cambia las cosas para alguien más que para el enfermo. En una novela dramática las cambiaría de un modo inexcusable y estridente, pero si algo no es Ford es dramático. Su definición de Paul aplica a su arte: “Está siempre en guardia contra todo sentimentalismo, contra toda condescendencia, contra cualquier melodrama o asunto del corazón que odia y con los que puede ser cruel”.
En Sé mía, novela de carreteras, Frank alquila una camioneta Dodge RAM con remolque para ir con su hijo moribundo hacia el monte Rushmore, el monumental “Santuario de la Democracia” situado en Dakota del Sur. El viaje no carece de inconvenientes. Aparte del hecho de que Paul apenas puede controlar su cuerpo, la temperatura es gélida, y el lugar ya no es lo que era en 1954 cuando Frank lo visitó con sus padres. Ahora forma parte de las reglas internacionales del turismo envilecedor y se convierte en un viaje al desencanto social y político. Llegar a Rushmore para ver las estatuas de granito de George Washington, Thomas Jefferson, Theodore Roosevelt y Abraham Lincoln es como alcanzar una meta sobrevalorada que no entrega en realidad a los míticos “padres de la patria” sino a candidatos que hoy no conseguirían ni un voto: “esclavistas, misóginos, homófobos, belicistas, embaucadores históricos, todos jugando con el dinero de la casa”. Sin embargo, y en eso estriba la grandeza de Ford (en no pararse en la crítica del sabihondo) por más inútil y ridículo que ese viaje resulte, también es, en sí mismo, grandioso. Lo hace así la decisión de marcarlo como un rito porque la muerte viaja con ellos, y con todos, todo el tiempo.
Un hijo. Más que las anteriores entregas de la pentalogía, Sé mía es para leerla sin apuro, y no solo porque parece ser el adiós a Bascombe (nunca se sabe). El título aparece solo en una kitsch tarjeta de San Valentín que Frank piensa regalarle a una masajista vietnamita de la que espera demasiado. Betty Tran tiene treinta y cuatro años y no pasa del flirteo carnal a cambio de doscientos dólares la sesión, pero Frank tiene el corazón roto y la libido viva; lo cierto es que igual le da la asiática Tran, una abogada negra que lo aprovecha en un bar de hotel, su examante blanca, la médica Catherine Flaherty, que recomienda a su hijo para la Clínica Mayo, o su exesposa Sally, que de cuando en cuando se acuerda de él y le expresa su nostalgia. No importan porque lo que importa, en primer término, es el individuo Frank, centro y ego absoluto de su pequeño mundo, y en segundo lugar, el hijo como símbolo de final y derrota. Funcionan ambos como la única y verdadera “pareja” de la historia, aunque no pueden hilvanar una conversación profunda, ni compartir recuerdos, ni emocionarse genuinamente con la grandiosidad del paisaje. Su comunicación se reduce a chistes privados, intercambios de facturas afectivas impagas, rabia por la anticipada, injusta y traidora despedida (dónde queda aquello de que primero se van los padres), reclamo del hijo de saber si el padre está a la altura para cuidarlo, amor callado. Por supuesto, las cosas que cada uno no sabe del otro son infinitas y esa es otra pegada de la narrativa de Ford, que aunque describe e informa “mucho” sabe, como sabía Céline, que los grandes sentimientos son mudos.
En la medida en que esa pareja está de salida (el país de los enfermos y el de los viejos se funde en uno) la novela necesita, para no asfixiarse, mirar para afuera. Y en eso, Ford también acierta. Sé mía es un viaje por Estados Unidos, sus rutas solitarias, moteles baratos, parques de atracciones, casinos donde “no se aplican las leyes sanitarias”, hospitales famosos, celebraciones estúpidas. Es un libro en el que abundan, cargadas de ironía, frases para subrayar. Sobre la Clínica Mayo: “Aquí nadie se va insatisfecho. Aunque salga en una caja”. De Paul sobre Frank: “Careces de conocimientos basados en hechos. No ves suficiente televisión”. De Frank para todos: “No deberíamos esperar a que sea demasiado tarde para ver a las personas que pensamos que ya vemos”. Desde luego, todo Ford grita que esto recién se entiende cuando ya es tarde.
SÉ MÍA, de Richard Ford. Anagrama, 2024. Barcelona, 393 págs. Traducción de Damiá Alou.