por László Erdélyi
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Son islas nacidas del fuego que llegaron desde las entrañas del infierno. Pero hoy son un santuario. A partir de esos extremos el visitante intentará comprender lo que allí sucede, el por qué de su flora extraña, de sus reptiles únicos, sus aves diferentes. Algunos insistirán, tímidos, que Dios las puso allí, tal como son. Pero ese es el problema: estas islas son la prueba al canto de que Dios no tuvo nada que ver.
Por si fuera poco el agua, que de lejos tiene un llamativo color turquesa, de cerca es transparente como el agua mineral. No hay limo que pueda enturbiarla llegando desde ríos, porque son islas volcánicas, de piedra a veces negra, a veces naranja o rojiza, dependiendo de su antigüedad que se mide en millones de años. Con playas de arena blanca como el talco, en un entorno casi siempre árido con muy poca agua dulce. Es el mismo ecuador, el punto de la Tierra más cercano al sol, pero no necesariamente trópico ya que las portentosas corrientes que dominan el enorme Océano Pacífico traen hasta aquí el frío o el calor, el agua o la sequía. Son corrientes que llegan por la superficie o de forma subterránea. Es la expresión de una naturaleza radical, inapelable.
Hasta que llegó el hombre blanco en el siglo XVI. No fue el primero, pero sí el que explotó sus recursos de manera inmisericorde, brutal. En el siglo XVIII y XIX algunos marinos más sensibles —pocos— entendieron el lugar, su carácter singular. El más notorio fue un veinteañero Charles Darwin, incipiente naturalista de ideas revolucionarias pero al que todavía le faltaba recorrer un largo camino en términos teóricos. Intuía que lo que allí vio era importante, por la variación en el tamaño del pico de unas aves distintas, unos mirlos, que poco se parecían a los mirlos originales. Acertadas sospechas de un joven determinado, curioso, incansable, invitado a viajar por el capitán Fitz Roy a bordo de un pequeño barco para la época, el HMS Beagle de la Royal Navy, de 27 metros de eslora. Un barco espía que debía afinar mapas y explorar las rutas de un imperio marítimo que se extendía hasta el fin del mundo, y que le permitió al joven Charles estar allí varias semanas.
Llegar hoy en un vuelo de Avianca o Latam desde Guayaquil en los modernísimos Airbus 320 con sus poderosos motores turbofan, tras casi dos horas de vuelo, instala una sensación extraña, la de ingresar al fin del mundo sin abandonar comodidades, todavía saboreando el snack de la azafata.
Sal marina. No hay manga para bajar del avión sino una escalera que te deposita en el cemento caliente de la pista de aterrizaje. Desde allí el pájaro mecánico posee una panza enorme, cetácea. El desierto alrededor se impone. Todo es color rojizo, llano, y las líneas en el piso de la pista son el sendero a seguir hacia el edificio del aeropuerto, una estructura muy nueva. Antes de ingresar, una iguana bellísima de color rojo anaranjado nos observa. Los turistas le sacan fotos. Posa. Mira. Se desplaza lenta, sin temor ni ritmo alterado. “Está en la nómina”, dice alguien, es parte del comité de recepción. Pero no. Pronto sabríamos que los animales de este archipiélago no temen al hombre. Es más, lo observan como a un igual, sin miedo. Y pronto advierten: “No se pueden acercar a más de dos metros”. Es decir, no intenten tocarlos, acariciarlos, darles comida. Solo saquen fotos.
El paraíso cobra entrada. Un gringo (europeo, norteamericano) deberá abonar allí 200 dólares por persona; los ciudadanos del Mercosur, por un acuerdo, pagan solo 100, y los ecuatorianos 30. El aeropuerto está en la pequeña isla de Baltra, en un extremo de la isla Santa Cruz, que fue durante la Segunda Guerra Mundial una base norteamericana en la guerra contra los japoneses. Luego del conflicto fue cedida a Ecuador, y hoy es un recinto integrado al paisaje. Tras los exhaustivos controles —está prohibido ingresar cualquier objeto que ponga en riesgo el hábitat, controles estrictos que se repiten en todo el tráfico inter-islas— un guía advierte que en las islas no hay crimen, no hay robos, pero que aun así hay que estar atentos a las pertenencias. Mientras nos desplazamos por Baltra para cruzar en pequeños botes hacia la isla de Santa Cruz, nos observan silenciosos los restos de bunkers y otros cimientos de edificios militares que remiten a una lejana guerra del hombre.
Los guardiaparques y la marina ecuatoriana llevan un estricto control del flujo humano. Saben tu nombre, en qué avión o lancha cruzaste, en cuál deberías subir. Hay listas y tu nombre siempre está allí. Poco queda librado al azar. Pronto comprendes que el paraíso también impone reglas estrictas.
La población humana de las islas llega a 30 mil repartida en varias, pero la gran mayoría en la isla Santa Cruz. El crecimiento humano exponencial se dio a partir de los años 90 con la llegada del turismo masivo. Hay hotelería variada, de dos estrellas hasta cinco. El turista es bien tratado, no hay desprecio ni hastío. Hay numerosos restaurantes, a veces muy sofisticados, y una buena cerveza artesanal local. Excepto el pescado, el resto se trae del continente, hasta la sal. A pesar de que pronto veríamos en Santa Cruz una hermosa salina natural con varias hectáreas de sal marina que nadie cosecha.
Hacer turismo en Galápagos libera el espíritu, pero es demandante en lo físico. Quizá en honor a las incomodidades que sufrieron —y sufren— los científicos, con largas jornadas al sol y temperaturas extremas. Hay que subir y bajar de lanchas no siempre estables, lidiar con mareos, transitar senderos de piedra volcánica, esquivar espinas de los enormes cactus, bucear sin estar entrenado (es un paraíso de corales y peces exóticos) o ir por caminos selváticos hasta los centros de investigación de tortugas gigantes.
Es mucha la información que vuelcan los guías. El cansancio se hace una constante pero el blando colchón del hotel nos recibirá a la noche, un colchón diferente al lecho de piedras que recibió a cada investigador, cada noche, día tras día y semana tras semana en alguna cueva o carpa, mientras trataban de observar comportamientos recurrentes en un pájaro, una tortuga o una iguana de especies endémicas (de las islas), o cómo las especies foráneas ingresadas por el hombre (gatos, perros, cerdos, burros) compiten, poniendo en riesgo su existencia.
Científicos. La magia se remonta a millones de años. El fuego desde las entrañas de la tierra superó el nivel del mar, la lava se enfrió y quedaron las islas. A mil kilómetros del continente. Algunas especies lograron sobrevivir el trayecto, por ejemplo en un tronco de árbol del continente arrastrado al mar por un río, y luego tras dos, tres semanas de travesía oceánica, encontrar santuario en las islas. Un reptil o un pájaro quizá lo lograban; un mamífero no, por la falta de agua dulce. Llegan a un medio ambiente diferente al de su tierra de origen. Con alimentos distintos, otros enemigos, y un clima extraño. Para sobrevivir tuvieron que adaptarse, cambiar. Ese proceso se llama evolución.
De esa forma en las islas se asentaron especies hoy llamadas endémicas, que son como un libro de historia sobre el curso de esa evolución. Si esas especies se extinguen, se pierden esos ricos antecedentes. La de iguanas antes terrestres que hoy recorren el suelo marino en busca de alimento, la de pájaros pinzones que chupan la sangre de otros pájaros, tortugas gigantes de especies diferentes en cada isla que pesan como un caballo, aves de patas azules, cormoranes que no vuelan, pequeños pingüinos que perdieron la grasa corporal que no precisaban, árboles de margaritas o palo santo que no se parece al palo santo. En términos científicos es un entorno ideal para el estudio, aislado como un tubo de ensayo gigante. A diferencia del continente, aquí las variables son infinitamente menos, la interferencia de otras especies o del medio ambiente también. El aislamiento ayuda a comprender mejor los procesos singulares de este libro de historia.
La visita a la Estación Científica Darwin es punto obligado, con un breve museo didáctico y un gift shop bien provisto de ropa y libros. Las tareas científicas del lugar priorizan la repoblación de especies en peligro, sobre todo tortugas terrestres; hay múltiples proyectos financiados desde los lugares más remotos del mundo. Con nombres como “Control de la mosca parasítica invasora” o “Recuperación y protección del pinzón de manglar”, los llevan a cabo mujeres y hombres que transitan por la islas con mirada ocupada, sombría, ropa de fajina y gesto encorvado. Caminan solos o en grupo. Un par discute bajito si cierto nombre de un colega debería estar en el paper científico de próxima publicación. Los turistas los observan como si fueran una especie endémica más
Cada isla tiene especies diferentes de tortugas gigantes. La estación científica guarda una curiosidad: al solitario George embalsamado. Era la última tortuga gigante de su especie, hallada en la remota isla de Pinta en 1972, único sobreviviente de las salvajes cacerías de los marinos que las embarcaron como alimento durante siglos. Tras 40 años en cautiverio, falleció en 2012 a los 102 años, y se ha convertido en un símbolo. Permanece en una suerte de mausoleo a muy baja temperatura, recinto al que se puede ingresar con precaución por apenas unos minutos. Erguido, orgulloso, el solitario George observa desafiante al infinito.
El traslado entre islas se hace en lanchas muy rápidas. Si uno se marea lo pasará muy mal. Son dos horas a cuarenta nudos que, con el mar picado, puede convertirse en un muy mal trago. Charles Darwin también supo sufrir de recurrentes mareos. Llegó a escribir a su hermana que “detesto, aborrezco el mar, y a todos los barcos que navegan por él”.
Isabela es una isla más agreste, y menos poblada por el hombre, con unos tres mil habitantes. La cercanía del hombre con las especies endémicas es mayor. Las playas son paradisíacas, y las comodidades más austeras que en Santa Cruz. Alguna sombra permite escapar del implacable sol (algo difícil en Santa Cruz: los bancos públicos a la sombra están ocupados por lobos marinos displicentes que te observan de forma socarrona, si están despiertos). En Isabela puedes quedar a dos metros de cualquier iguana y tomar fotos tranquilo. Te observan, posan un par de segundos ofreciendo un buen ángulo de su cráneo reptiliano, gremlinesco, y siguen orondas por la arena. Se están adaptando al hombre y a sus fotografías.
Mientras esperamos para abordar el vuelo de retorno en Baltra, la cartelería en la sala de espera te habla de “economía sustentable” o “recuperación de ecosistemas degradados”. Es la primera vez que el hombre intenta revertir el daño que provocó. Busco en las tiendas de souvenirs algún libro. Aparece la edición conmemorativa por los 150 años de El Origen de las Especies, de Charles Darwin, en el original inglés de Penguin Classics. A 30 dólares, el triple de su valor real. Decido gastarlos como un humilde aporte a la economía sustentable del archipiélago.

