por Ionatan Was
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Hace casi una década que Fernando Aramburu es reconocido como una de las voces fundamentales de la literatura española contemporánea. La novela Patria, con su éxito inmediato, lo catapultó a un sitial de privilegio por la prosa delicada, asertiva. Se volvió el narrador por excelencia del País Vasco, una región hoy día de lo más próspera y visitada, aunque en su momento bajo la sombra de la organización terrorista ETA, lugar común en la biografía de Aramburu. Su última novela, El niño, con sus condimentos pareciera seguir el hilo. Pero nada más lejos que un ataque terrorista.
Ortuella, el sitio protagonista, es un pueblo vasco a las afueras de Bilbao que hoy no tiene más de diez mil habitantes. Cualquier dato inmediato que el lector busque de Ortuella va a referir invariablemente a los sucesos de octubre de 1980: una explosión fatal en la Escuela Nacional Marcelino Ugarte por acumulación de gas propano, tal es la causa más divulgada de una tragedia que segó la vida de medio centenar de niños. Uno de ellos es el niño del título. Con su historia lacerante, como podría ser la de cualquiera de las víctimas, aunque esta en particular está revestida de detalles que la hacen única, novelesca, inquietante en algún momento. Porque El niño es un relato que abarca mucho más, dejando la intimidad al desnudo de una familia que es víctima, en diversos planos. Víctima por el niño que muere, y luego al tener que afrontar una serie de cambios inevitables.
Ética narrativa. La novela se mueve en todo momento entre la crónica y la ficción, esta última sirviendo de soporte a la primera. La crónica pura es un híbrido entre la entrevista y los recortes de prensa, con epicentro en la explosión con su antes y después, los niños mutilados, las ambulancias ululando por todas partes, el pueblo en vilo. Y está la otra crónica, la familia con su historia a cuestas, los recuerdos de aquel día, los años que vinieron después, el duelo y los procesos de sanación.
Aramburu sabe el tenor de lo narrado. Son cincuenta niños que murieron. No solo el niño del título. Es entonces cuando se sospecha que ninguna ficción parece tener herramientas para acercarse al dolor. La gran pregunta es: cómo desarrollar una novela con su historia particular, aun cuando transcurrieron cuarenta y tantos años con sus olvidos y proscripciones.
El lector, al pasar las páginas, quedará pensando en todo el escozor que posiblemente sintió el autor al teclear cada palabra. Algo de esto se desliza en la nota del principio, y luego en diez pasajes en cursiva colándose en la trama, como un escudo por si aparece algún dedo acusador. Esta letra cursiva es, en definitiva, otra voz en el texto, otra mirada que resulta de lo más inédita: difícil recordar algo parecido. La esencia del asunto suena a ejercicio, un examen permanente de la consciencia, una búsqueda por insertarse lo mejor posible entre la verdad más pura y dura y la licencia de la ficción, en un caso particular y delicado como la seda. El autor con sus voces se sincera completamente y así lo deja estampado, no dejando espacio a especulaciones ni miramientos, y es por esto que la novela —además de sacudir al lector— sirve de manual imprescindible para todo el que intente hacer periodismo.
Y todos los otros. El niño vendría a ser una metáfora: primero como un embrión a punto de nacer, luego como un cuerpo mutilado bajo los escombros. Es un fantasma sobrevolando por todas partes. El niño material y corpóreo casi no aparece, a diferencia de aquel otro que en primerísimo lugar cambiará la vida de Nicasio, el abuelo, personaje tierno y a la vez arisco, huraño, que sube la colina cada jueves al columbario y que en la casa le rearma el dormitorio tal cual; y que todo el tiempo habla con él.
También está Mariaje, la otra gran protagonista. Es la madre del niño, la hija de Nicasio. Mariaje tiene una visión muy propia, fundamental, relatando (y filtrando) al autor los hechos históricos dictados por la memoria; más allá del relevamiento periodístico, que en todo caso la complementa. Mariaje son los ojos y los oídos de la novela. Todo lo que se cuenta lo vivió en carne propia, sea en forma explícita o con alguna floritura, preservando cuestiones de forma cuando no susceptibilidades. Tal vez, acaso, Mariaje tenga sus claroscuros; ya el lector decidirá. Como sea, debe reponerse a la tragedia en medio de los hombres, no solo el padre y el hijo, también del marido José Miguel con quien tiene un matrimonio en algún punto tenebroso.
La mano del autor. La novela El niño posee una prosa que discurre de manera natural. Los diálogos se insertan sin aviso, prácticamente son el texto mismo. El autor no aclara si habla éste o aquel, ni a quién se dirige. Además hace gala de un vocabulario amplio y rico que el lector ávido de saberes nuevos seguro agradecerá.
Hay asimismo una cuota de complejidad que bien podría desconcertar, hasta que en cierto momento la novela logra revelarse a sí misma. Aunque también están esos paréntesis en cursiva —esas otras voces de lectura no obligatoria— aclarando.
A modo de pista, la polifonía mencionada implica que, por ejemplo, pueda existir una memoria revisando lo sucedido muchos años atrás, y al mismo tiempo otro narrador en tiempo presente. Son unos que se dirigen a otros movidos por diversas fuerzas.
Pero sobre todo hay una verdad fundamental, y es que el autor carece en este caso de la libertad de siempre para inventar y crear. Son las circunstancias tan particulares las que lo restringen, las que dan la forma. La extensión —corta, para el promedio— y la relativa sobriedad de las frases, son el elemento y la sustancia de este viaje desgarrador.
EL NIÑO, de Fernando Aramburu. Planeta, 2024. Montevideo, 270 págs.