por Juan de Marsilio
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La mención de la conquista de América por los españoles dispara en el oyente de mediana cultura tópicos como la superioridad militar que las armas de fuego y los caballos daban al conquistador, la ambición por metales preciosos, la opresión de los aborígenes, o la imposición forzosa del cristianismo. El revisionismo posterior al quinto centenario del descubrimiento —de fuerte reivindicación indigenista—, contrapone a esos tópicos un esquema de signo opuesto. Conquistadores, de Fernando Cervantes, profesor en la universidad de Bristol, ayuda a repensarlos.
Colón creía que el mundo era más pequeño de lo que es. Sólo por eso se le pudo ocurrir viajar a las Indias por el oeste. Al toparse con estas tierras, donde por al menos tres décadas sus continuadores buscaron la China, el Japón y la especiería, cambió —de un modo que murió sin comprender— la historia del mundo.
Conquistar y evangelizar. Los reinos de Castilla y Aragón bajo los Reyes Católicos habían concluido, en 1492, la reconquista del Reino de Granada, último bastión musulmán en la península. Para evangelizar a la población mora se intentaron dos vías: la persuasión y la fuerza. Ese espíritu evangelizador vino a América con los españoles. Cervantes estudia bien la incidencia de ciertas profecías que, tras la reconquista de Granada, presentaban a Fernando de Aragón como el rey destinado a universalizar el cristianismo —Colón le propuso que con lo obtenido en las “Indias” financiara la reconquista de Jerusalén. El sucesor de Fernando, su nieto Carlos I y Emperador del Sacro Imperio romano–Germánico como Carlos V, asumió como legado la misión de expandir el catolicismo. Colón murió sin saber que había descubierto un nuevo continente. Conquistó buena parte de las Antillas, pero como genovés que era no pudo entenderse con sus subordinados españoles. Como evangelizador le fue peor, pues el destrato que practicó sobre los indios taínos los llevó a su extinción en pocas décadas.
Señala bien Cervantes que no sólo los conquistadores y los aborígenes veían la realidad de modos muy distintos, sino que también había miradas muy diferentes al interior de uno y otro bando. Si mayas y aztecas no dañaron las cruces y las imágenes de María con que Cortés sustituyó sus ídolos, no fue por buena disposición a convertirse sino porque estaban acostumbrados a incorporar nuevos dioses. No todos los españoles vieron a los nativos como potenciales esclavos a subyugar, aunque el desprecio y el destrato prevalecieron. Muchos nativos estuvieron dispuestos de buena gana a aliarse con los españoles, para liberarse de sus opresores locales.
En su expedición, emprendida desobedeciendo al gobernador de Cuba, Diego de Velázquez, Hernán Cortés halló bastante más que aztecas. Muchos pueblos habitaban el centro de lo que hoy es México. La mayoría eran dominados por la liga de tres ciudades estado: Texcoco, Tlacopán y, la más poderosa, Tenochtitlán. Algunas ciudades, como Tlaxcala, resistían el dominio azteca. Suele creerse que el triunfo español se basó en las armas de fuego. Cervantes muestra con claridad que fueron mucho más importantes las negociaciones y las alianzas: a cientos de españoles, Cortés sumó decenas de miles de tlaxcaltecas. Los caballos jugaron un gran papel, pues en los combates a campo abierto daban ventaja a los conquistadores. También los microbios, pues los nativos no tenían defensas para los patógenos importados desde Europa (aunque luego, en zonas más insalubres, los conquistadores serían diezmados por enfermedades americanas).
El mayor acierto de Cervantes al tratar —de modo minucioso, aunque ágil y claro— la conquista del Imperio Incaico es exponer la trama de alianzas y traiciones, tanto entre españoles y aborígenes como dentro de cada bando. Durante una década larga, en la que ni nativos ni cristianos ahorraron brutalidad, el Tahunatinsuyu, debilitado por el rencor de los pueblos oprimidos por los incas y la guerra civil entre Atahualpa y su medio hermano Huascar, dejó de existir. Por supuesto que entre los españoles hubo también guerra civil, con varios capitanes de Pizarro mandados a ejecutar, entre ellos uno de sus socios principales, Diego de Almagro. La traicionera ejecución del inca Atahualpa horrorizó a Carlos V, pero el oro pudo más. En 1541, un grupo de españoles descontentos asesinó a Pizarro. Un confesor le pidió a uno de sus matadores que se confesara; le respondió que ya se confesaría en el infierno.
Resalta la figura de distintos sacerdotes defensores de los nativos como Fray Bartolomé de las Casas, Fray Antonio de Montesinos y Fray Toribio de Benavente, pero muestra sus errores y conflictos. Sostiene además que los aspectos sincréticos de la religiosidad de los aborígenes conversos, lejos de probar el fracaso misionero, es muestra de la incorporación de los nativos a una liturgia sincera que incorporaba sus símbolos tradicionales. Cita el culto a Nuestra señora de Guadalupe y otras devociones populares mestizas en favor de su afirmación.
La quimera del oro. Carlos V tenía, por sus guerras contra turcos y protestantes, una necesidad constante de oro y plata. En México, América Central y Perú, esa ambición no había sido defraudada, aunque con alto costo en vidas. Sobre el final del libro Cervantes relata las andanzas de Hernando De Soto, que había vuelto muy rico a España desde Perú, pero quiso más gloria y fortuna, por lo que obtuvo el nombramiento de Gobernador de Cuba con encargo de conquistar la Florida. Entre 1539 y 1542 recorrió parte de lo que hoy es el sur de los EE.UU., llegando al actual estado de Arkansas, donde enfermó y murió. En los montes Apalaches algunos naturales, creyendo entender lo que quería, le habían mostrado minas de cobre y de mica.
Las notas están al final de libro en lugar de al pie de página, lo cual dificulta su lectura. Lo mismo pasa con las ilustraciones, todas juntas al inicio del volumen. La bibliografía y el índice onomástico son excelentes. Para el lector uruguayo el libro tiene la desventaja de no abordar la conquista del Río de la Plata.
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CONQUISTADORES (Una historia diferente), de Fernando Cervantes. Turner, 2022. Madrid, 536 págs.